Cosas Pequeñas


FICCIONES

Juan Antonio Nemi Dib



I] Quizá no sea tan viejita, aunque lo parece. No sufre de enanismo ni muestra rasgos de serlo, pero su talla es pequeñita, muy pequeñita. La espalda encorvada, la cabeza gacha y su extrema delgadez contribuyen a mostrar de ella la imagen de una persona frágil y vulnerable. Desde muy temprano recorre cafés y restaurantes, tratando de vender aunque sea “un cachito” de lotería. Como buena vendedora es amable pero no intenta esconder la cara de pesar que le acompaña; si no lleva consigo el número que el cliente quiere, va y lo consigue (aunque eso implique decenas de calles más, para ir y venir), quizá para eso usa zapatos bajitos, de lona.


Intenta subsistir con las pírricas comisiones que consigue, buscando no enfermarse porque cualquier gasto extra le rompe el equilibrio a su economía, aún más frágil que el cuerpo, y especialmente si se trata de costosos medicamentos. Lo único cierto es que, si no trabaja, no comerá.

II] Siempre de madrugada. La espalda fuera de su lugar en una posición que debe dolerle más de lo imaginable. Una pierna más corta que la otra. Unas veces, empujando una carretilla de dos ruedas –un “diablo”, le dicen—, en otras ocasiones, cargando los bultos de periódico en la mano. Siempre serio, pero atento y listo para responder el saludo levantando el sombrero. Siempre la misma camisa, decolorada y en algunas partes raída, pero siempre limpia. Cruza la vía del tren con su carga y no se detiene. ¿No hay quien le ayude?, ¿no tiene hijos, hermanos, nietos o alguien que esté en condiciones de aligerarle el peso?


III] Es una anciana pero los días hábiles de la semana hace pesas de manera muy especial. Baña, acuesta, sienta, cambia, masajea y carga al muchacho –un recorrido de kilómetros— para llevarlo a terapia. El adolescente parece un fardo de 50 kilos de peso, con parálisis cerebral que lo hace totalmente dependiente de la abuela; la madre del muchacho sencillamente se atribuló con la responsabilidad y optó por abandonarlos. Subirlo y bajarlo de los camiones (debe transbordar un par de veces para ir y otras tantas para volver) es una odisea porque otros pasajeros consideran a esta singular pareja una molestia y, por ello, algunos choferes que ya los conocen se siguen de largo, para no tener que arrimar el hombro a la señora.


IV] La casa –es decir, el cuarto— era de piso de tierra y paredes de madera tan vulnerables que los muchachos, totalmente drogados, penetraron sin dificultad. Acostado en su catre lo masacraron en la madrugada, a cuchilladas, y a cambio consiguieron un pírrico botín: un viejo radio y un par de chucherías más que ni siquiera pudieron vender; estaban tan intoxicados que la policía los atrapó aún con sangre fresca en las manos. Pero el viejo está muerto, solo y muerto.


V] Están atentos a que alguien del asilo –“la residencia”, le llaman pomposamente— se muera, para que pueda ocupar su lugar. Todos tienen que trabajar y nadie puede quedarse a cuidarla mientras están fuera. Se dieron cuenta que la situación era delicada cuando la encontraron tirada en el suelo, untada en sus propias heces; se había caído y no pudo levantarse en todo el día. Aunque la lista de espera es grande, tienen la esperanza de que se las reciban pronto en esa beneficencia, no sólo para que la atiendan y la acompañen, también para aligerarles un poco la carga con los pañales –son carísimos, la caja vale casi 300 pesos— y las medicinas que, aún juntando el dinero de todos, pocas veces pueden comprarle.


VI] Pasaron varios días antes de que alguna vecina chismosa se diera cuenta de la muerte de don Luis y eso, a causa del mal olor. Los familiares acudieron cuando llegó el momento de repartirse los despojos. Antes de eso, el viejo vivió sólo con sus miserias, con sus miedos y con sus dolencias. Probablemente pudo tener un mejor final, pero nadie estuvo junto a él para explicarle que había otra forma de vivir –y morir—, con dignidad.


VII] Fue gente de bien. Nunca se supo que hiciera daño a nadie deliberadamente. Cotizó 39 años al seguro social, haciendo sus deberes y pagando impuestos. Tuvo que conformarse con una pensión de 1350 pesos mensuales que le condenó a la miseria los últimos años de su vida, haciendo milagros para pagar la renta (nunca pudo pagar una casa propia), la energía eléctrica, el servicio telefónico, el peluquero, el detergente para la ropa, el jabón y la pasta de dientes para él y, además… comer. Lamentaba que eran más frecuentes las pruebas de supervivencia que las consultas que le programaban a meses de distancia “como si fuera a vivir toda la vida”, ironizaba.


VIII] Lo encontraron cuando fueron a llevarle el almuerzo. Estaba sobre el surco recién abierto, todavía con el azadón en la mano. Piensan que fue un torzón o un aire, pero lo más probable es que hayan sido sus 83 años de edad, a los que ya no es nada recomendable trabajar jornadas de diez horas diarias, de sol a sol. Ninguno de los hijos pudo venir, de hecho algunos de ellos ni se enteraron a tiempo. Unos estaban en la frontera, los demás, del otro lado. Él no quería la parcela se enmontara, “pa’cuando los muchachos regresen”. Además, de eso comía, de las mazorcas que, si no se vendían, su mujer podía hervir o asar cuando estaban tiernas.


Todas estas historias son ficticias, ajenas a la realidad.


Sólo podrían existir en un país con cuatro millones de ancianos viviendo en la pobreza, muchos de ellos en completa soledad, en medio de una sociedad absurda que desprecia la experiencia acumulada por generaciones, que tiene otras prioridades y, se organiza de tal manera que trata a sus viejos como residuo, como algo inútil e improductivo, pagando sus culpas con tarjetas de descuento para el transporte público que no siempre se respetan.


Afortunadamente no es nuestro caso. Y digo afortunadamente porque, a fin de cuentas, los mexicanos que sobrevivan la salvaje crisis que se avecina, llegarán a viejos.


antonionemi@gmail.com