Cosas Pequeñas


PELO DE RANA

Por Juan Antonio Nemi Dib



Apenas unos milímetros, unos cuantos, fueron la diferencia y la razón fundamental por la que usted está leyendo estas líneas. Como suele ser en estos casos, todo pasó en unos cuantos segundos, tres o cuatro, cinco a lo más. En el momento no me di cuenta de la dimensión del incidente y lo único que percibí fueron el grito y la cara de horror de mi esposa, que fue testigo privilegiado del suceso. Lo cierto es que esta columnita estuvo a punto de no aparecer más, por lo menos escrita por mi.

Haciendo un recuento -obligado en estos casos- me doy cuenta de que no es la primera vez que me ocurre. Sumados accidentes automovilísticos, algún episodio médico que pudo complicarse y hasta un novelesco episodio violento que providencialmente tampoco pasó a mayores, ya son varias las oportunidades en las que “la he visto -más o menos- cerca”.

Después de esas fuertes experiencias son inevitables los quebraderos de cabeza, las “reflexiones existenciales”. Y lo primero que se hace evidente es que uno tiene poco o nada claro lo relativo a su final biológico. Supongo que rehuimos la idea de la muerte propia como un mecanismo natural de protección emocional, aunque tratando de verlo serenamente, sería lógico que asumiéramos el fallecimiento personal como el último paso de la vida, como el objetivo final e inevitable de la existencia terrena. Al fin y al cabo y como dice la sabiduría popular, la muerte es lo único que tenemos garantizado al nacer. Pero no es un tema que agrade, y menos que nos motive.

Lo dice el libro “El Acto de Morir” del doctor Federico Ortiz Quesada: “Vivir ofrece una certeza: la muerte. Sin embargo la sociedad moderna evita la reflexión en torno a este tema. ¿Qué le acontece al hombre cuando muere?, ¿Cuáles son los pensamientos, miedos, dudas del moribundo? La muerte, tema central de la vida del hombre, fue desde siempre preocupación para quien se sabe finito, quiere explicar este fenómeno y, al intentarlo, construye un pensamiento mágico, mítico, religioso, científico.”

Citando a Sigmund Freud, Elisena Ménez explica así la actitud generalmente elusiva de los humanos frente a la muerte: “...nadie cree en su propia muerte; los humanos no estamos acostumbrados a tomar conciencia de nuestra finitud. No pensamos en morir (conjugando el verbo en primera persona); al no hacerlo, negamos nuestra muerte y, en su caso, nos alegramos de no ser nosotros el muerto, pues, de alguna forma, en nuestro inconsciente somos inmortales.

No tenemos el hábito de visualizar nuestra muerte tal vez por miedo a enfrentar el proceso del acto de morir: padeciendo, en carne propia, dolor, sufrimiento o incertidumbre ya sea ante la preocupación de morir de manera indigna o ante el entendimiento de la inexistencia, que bien puede quedarse en incomprensión al no lograr saber qué hay después de la muerte.”

Sin pretender con arrogancia que puedo filosofar sobre algo tan complejo como el miedo a la muerte (que nos lleva a voltear la cara, a pretender que no existe y que no habrá de afectarnos), sospecho que el primer ingrediente de esta actitud reside en el desconocimiento, en la incertidumbre, tanto del proceso terminal como de lo que le sigue. Frente a ese vacío, la creencia religiosa -la fe- es un bálsamo potente, una expectativa tranquilizadora pero sobre todo, una razón de ser para la vida misma que, de otro modo no pasaría de un hecho biológico, un accidente universal.

Después de todo no está mal que de vez en vez -sin necesidad de que sea estimulado por un peligro real- uno haga alto en el camino y produzca un balance, un ajuste de tuercas, una corrección del rumbo y quizá, hasta un replanteamiento de las prioridades de vida. Porque sabemos que el fin llegará, pero no sabemos cómo, ni cuando (pecaminoso privilegio reservado a los suicidas de vocación).

Así que, aunque arrancó de cuajo -literalmente- la puerta del coche, aunque no hizo el menor intento de detenerse y huyó sin recato, sin ver siquiera si me había aplastado o no, además del metal hecho charamusca y el cristal pulverizado, aunque seguro triplicaba la velocidad permitida para un autobús de pasaje en la zona urbana, aunque es uno más de los cientos de cafres homicidas que pululan en las calles del Puerto de Veracruz (poniendo en vilo la existencia de sus pasajeros cada minuto) machucando transeúntes con la omisión de las autoridades y la complicidad/connivencia de sus patrones, aunque no me mató apenas por un pelo de rana, acabo agradeciéndole a ese señor chofer y deseándole todo género de bendiciones: porque el verdadero responsable del incidente fui yo al descender del vehículo imprudentemente y sin ninguna precaución y porque me dejó algo bueno, muy bueno: me permitió recuperar un poco de conciencia entre la vorágine absurda e innecesaria que suele atraparle a uno.

La Botica.- Estuve en casa de don Pepe Iturriaga. En su maravillosa biblioteca que ahora es patrimonio de la Universidad Veracruzana. Nos prepararon un refresco a base de uvas y alguna otra fruta, pero lo más importante fue su conversación amena, su lucidez, su deseo de compartir. Ahora que ha muerto lo tendré presente en esa prolongada charla en la que respondió sin omitir una sola las numerosas preguntas. Fueron 96 años de prolija actividad intelectual, investigación histórica y sociológica, exitosa carrera diplomática y muchos, muchos amigos, como está visto. Para mi, lo más significativo es que hubiera escogido a Veracruz para vivir los últimos años de su existencia.

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