Cosas Pequeñas


CASI EL PARAÍSO

Juan Antonio Nemi Dib


La mañana de un domingo de Resurrección, hacia el final de la Semana Santa, cuando la carga de contaminación atmosférica es la más baja posible, ofrece a quienes se encuentran en el Valle de Anáhuac un espectáculo cercano a lo sublime: el cielo azul y nítido que permite llevar la vista a los límites del horizonte, un cierto silencio grato que parecería tocarse con las manos y un paisaje en el que hasta las informes masas de concreto y asfalto se fusionan en armonía con las montañas que las rodean, destacando las avenidas arboladas libres de tránsito vehicular, libres también las decenas de parques y espacios frondosos de la histeria colectiva que causa la lucha por la subsistencia; es un conjunto que luce armónico y francamente majestuoso. Aunque sea por un momento, la Ciudad de México se despoja de su uniforme de trabajo y se muestra tal cual es: “la región más transparente”, hermosa, única.


Por un momento guarde usted en el cajón sus legítimos prejuicios sobre los “IMECAS”, los embotellamientos y complejos traslados, sobre la inseguridad de la Capital de la República y sobre los radicalismos políticos; tome lo que queda: la mayor concentración de escuelas del país, incluyendo las mejores universidades y tecnológicos superiores, el mayor número de teatros experimentales y de comedia, de orquestas, coros, bandas y grupos musicales de todo tipo, de museos (112), de bibliotecas, de pinacotecas y galerías (48), de salas de cine comercial y de arte, de unidades deportivas, de centros comerciales, de plazas públicas, de fuentes, de esculturas al aire libre, de mercados y de plazas, de clínicas, hospitales y centros médicos de tercer nivel. En Ciudad de México funcionan las instituciones de vanguardia científica y la Capital concentra al mayor número de investigadores mexicanos; sólo la UNAM es reconocida como la 45ª mejor universidad del Mundo y la más buena de Iberoamérica, el Politécnico Nacional tiene lo suyo, y ambas instituciones están en el Distrito Federal.


Además de Tlatelolco, Cuicuilco y el Templo Mayor, allá están la Alberca Olímpica, los canales de Xochimilco (Meca turística) y los de Cuemanco –famosa pista de remo y canotaje—; entre otros, los institutos de cardiología, neurología y nutrición (de amplio reconocimiento en el exterior). La Capital presume excepcional arquitectura que llevó a Alexander Von Humboldt a llamarla “La Ciudad de los Palacios” así como zonas de impresionante desarrollo urbano vanguardista como Santa Fe y otras de gran tradición, impecablemente conservadas, como San Ángel, Coyoacán y Chimalistac; el estadio Azteca (tercero o cuarto en capacidad del Mundo) y muchos otros; la Plaza de Toros México, la de mayor aforo en el planeta; y, por supuesto, la Basílica de Guadalupe, que recibe cada año a más de veinte millones de peregrinos. No se olvide de las mejores salas de concierto (Ollín Yoliztli y Netzahualcóyotl, para empezar) ni del autódromo “Hermanos Rodríguez” ni del Palacio de los Deportes ni del “Foro Sol” ni de los zoológicos de Chapultepec y Aragón ni de los parques de atracciones para niños.


La Ciudad de México es un nudo estratégico de comunicaciones que enlaza norte y sur, oriente y poniente; el kilómetro cero de las carreteras federales nace en la inigualable Plaza de la Constitución; la ciudad es paso obligado hacia Teotihuacán, Malinalco y Toluca y ruta conveniente para Cuernavaca y Pachuca. El aeropuerto Benito Juárez presta servicio a poco menos de 30 millones de viajeros cada año y casi todas las rutas de ferrocarril del País confluyen en el Distrito Federal.


En realidad la Capital de la República es mucho más que los límites geográficos del DF: la “Zona Metropolitana del Valle de México” (ZMVM) abarca cuarenta municipios del Estado de México y uno de Hidalgo, aunque también impacta de manera directa a Puebla, Morelos y Querétaro. En esta zona se concentra el 20% de la población del País, que por cierto produce casi el 45% del Producto Interno Bruto de toda la Nación.


Casi el paraíso. Casi el paraíso si no fuera porque la ZMVM concentra uno de los mayores índices delictivos del planeta, porque sus niveles de contaminación tienen impacto claro y directo sobre la salud –y la vida— de sus habitantes, porque está documentado el daño emocional que sufren quienes cotidianamente la enfrentan en busca de sustento y saben que al menos doce de ellos no regresarán por la noche a sus casas, atropellados, asesinados a mansalva en un asalto violento o asfixiados… a causa de un operativo policial.


Las autoridades y los habitantes de la ZMVM pueden presumir que generan una enorme riqueza, pero el costo es altísimo y lo pagamos todos los mexicanos. Allá se subsidia la energía eléctrica, el diesel desulfurado (fabricado especialmente para ellos), el transporte urbano de pasajeros, el metro (¡con un escandaloso 78%!) y, por supuesto, el agua potable, cuyo consumo (destructivo en sí mismo para la Ciudad, por los hundimientos que causa la desecación de los mantos freáticos) alcanza niveles irracionales: 327 litros diarios por habitante, en una de las zonas de mayor escasez hidráulica del País. Se subsidia también con los segundos pisos de las enormes vialidades, con los mega túneles y toda la infraestructura que, insaciable, imparable, trata de compensar la pérdida de calidad de vida de esos 20 millones de mexicanos con obras cada vez más costosas y de mayor impacto que, apenas terminadas, se ven saturadas e insuficientes. A propósito, ¿cuándo empiezan los terceros pisos?


La ZMVM es una megalópolis o “Ciudad Global”, como las llaman ahora, cuyas consecuencias las sufrimos todos los mexicanos, incluyendo a los que vive en Playas de Rosarito, Baja California o en Puerto Progreso, Yucatán, que nunca conocerán la Capital. Además del ambiental, por el uso brutal de recursos, es un costo financiero que pasa por tamices políticos y que incluye temas tan delicados como el dinero que se regala a los viejitos y que por humanitario y justo sería fantástico y muy bienvenido, si no se tratara de dinero que se convierte en deuda pública de todos, sencillamente porque no existen los recursos de dónde tomarlo, como tampoco los beneficios económicos que se entregan a taxistas y jóvenes, sin que nadie sepa de donde salen esas millonadas, aunque todos entendamos su sentido político.


Marcelo Luis Hebrard Casaubon es un hombre de inteligencia superior al que considero impulsado por buenos propósitos. Lo último que quiero es sumarme al clima de linchamiento que le han enderezado en las últimas semanas, no sin ánimo vengativo y descalificatorio por aquello de la consulta ciudadana que lanzó sobre la reforma de PEMEX. A fin de cuentas, Hebrard representa la parte más racional e ilustrada de la izquierda práctica, capaz de hacer gobierno sin mayores aspavientos ideológicos y con –al menos eso demuestra— compromiso serio con las mejores causas de todos, al estilo de la socialdemocracia europea.


Sin embargo, ni aún Hebrard puede justificar, en su calidad de Jefe del Gobierno de la Ciudad de México (sumados a él Enrique Peña Nieto y el Gobernador de Hidalgo) la nueva afrenta contra los ciudadanos de otras entidades federativas que tenemos necesidad de ir en auto a la ZMVM: resulta que por razones ambientales se nos ha prohibido ingresar a “La Ciudad de Todos”, “La Ciudad de la Esperanza”, antes de las once treinta de la mañana, debido a que somos mexicanos de segunda.


Independientemente de que me parece una clarísima violación a la libertad de tránsito que consagra la Constitución, me pregunto si a las flamantes autoridades de la ZMVM no se les ocurrió una solución mejor para disminuir las emisiones atmosféricas y si de veras creen que al impedir el acceso de vehículos foráneos harán de todos los días un Domingo de Resurrección, libre de partículas suspendidas y de fecalitos en el aire. Lo cierto es que los provincianos ya no podremos ir al paraíso capitalino, a menos que lo hagamos en avión, desde luego, porque la flamante economía de las corporaciones globales se bajó de los trenes de pasajeros, hace buen tiempo. Pero de cualquier modo, en la ZMVM siguen consumiendo, sin límite, los recursos que –se supone— son de todos. Que les aproveche.


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