Cosas Pequeñas


LA TAREA

Juan Antonio Nemi Dib


Dicen que el fut bol soccer –balompié, en correcto castizo— es ‘el deporte de México’, con preeminencia sobre otras disciplinas y espectáculos. Dicen que su capacidad para atraer a miles de aficionados que lo practican, lo disfrutan y/o lo sufren en calidad de público supera a cualquier actividad; un locutor de la televisión comercial se va al extremo asegurando que se trata de “el juego del hombre”, calificando de sublime –como si tuviera origen divino— a uno de los más grandes negocios que hay en nuestro país, pero no el más transparente o ético, tampoco el de mejor desempeño.

Yo no estoy de acuerdo. Aún con los estadios repletos, con el señor Vergara regenteando equipos centroamericanos, con la reventa de entradas a tope y el apabullante triunfo de la selección Mexicana sobre la de Costa Rica, me atrevo a disentir. El deporte más intenso, que involucra a muchos más mexicanos que el fut bol, que tiene más practicantes –millones— que observadores, muchos de ellos profesionales, usa de cancha el territorio nacional, carece de reglas formales y no depende de los mandatos de una federación, ni siquiera de una modesta liga amateur.

Sin árbitros, sin uniformes, con tiros de esquina y aún más “penalties”, con muchas “Perras Bravas”, el verdadero deporte nacional admite todas las categorías: niños, adolescentes y adultos, mujeres, hombres, clérigos, laicos, pirómanos, bomberos, recluidos, prófugos, de cuello blanco, de overol, sobrios, dipsómanos, francos, mentirosos, doctos, iletrados, criollos, mestizos, zambos, leales arrepentidos y traidores redimidos. Somos muchos los mexicanos aficionados a la queja, a la expresión de protesta, de dolor, de pena, de sentimiento, de desconfianza, de resentimiento, de desazón, de aburrimiento, de pesimismo. Solemos quejarnos por mayoreo, casi de todos, casi de todo, casi todo el tiempo. Y esto se explica: la queja es, por lo general, un mecanismo de defensa, una reacción contra algo que consideramos peligroso, agraviante, molesto o injusto, algo que en mayor o menor medida nos perjudica o suponemos que podría hacerlo.

La queja puede ser mayormente fundada, o no; puede partir de razones objetivas y evidentes o puede ser resultado de una percepción, de una conjetura, de una creencia o un estado de ánimo; puede ser legítima, en tanto que el agravio –cierto o supuesto— es algo que atañe (y afecta) involuntariamente al quejoso. Pero también se usa la queja como instrumento de legitimación, es decir, como método para justificar nuestras propias acciones y omisiones cuando sabemos (o intuimos) que nuestros actos (o la falta de ellos) pueden resultar en injuria o daño para otros y entonces necesitamos una excusa que nos sustente. Existe un ejemplo típico: “no pago impuestos porque el gobierno se los roba”, pero hay bastantes más en la cultura nacional, cada uno más creativo que el otro.

A partir de las tesis Sigmund Freud, los psicoanalistas han estudiado el fenómeno que denominan ‘transferencia’ y que, linealmente interpretado, se refiere al “mecanismo psíquico a través del cual una persona inconscientemente transfiere y reactiva en sus vínculos sociales nuevos sus antiguos sentimientos, afectos, expectativas o deseos infantiles reprimidos”; por extensión, se trata de culpar a otros instintivamente de las fallas que uno comete. La cultura popular define estas prácticas como ver la paja en el ojo ajeno y ser incapaces de ver una viga dentro del propio.

Según los psiquiatras, la transferencia estaría presente en todos los seres racionales (¿?) pero si ése es el caso, en México abusamos: el clima, los precios, la corrupción (de los demás), la basura (de enfrente), la tardanza (ajena), la ineficacia (del vecino), los políticos, las mentiras (de los otros); promesas incumplidas, servicios públicos, comerciantes abusivos, el desempeño de nuestros atletas, el tráfico, la mala calidad de los bienes y servicios, la obra pública, la falta de agua (que resulta insuficiente para desperdiciarla a gusto). Siempre hay alguien a quien responsabilizar de lo que ocurre incluso, de lo que nos pasa individualmente: el mal gobierno, los señores diputados, los senadores y la profesora Gordillo; la CIA, los partidos, la herencia española y la Iglesia, los grandes contaminadores, al crimen organizado, los jueces y fiscales corruptos, los policías ineficaces, los sindicatos, los líderes charros. Con esa turbamulta de culpables, hay más que suficiente para eximirnos a nosotros, como individuos y como nación, de cualquier responsabilidad. Que los linchen a ellos.

La denuncia es conveniente, necesaria y útil en el ejercicio democrático, cuando se orienta a corregir fallas, a enmendar injusticias y, en general, a mejorar y servir, pero cuando la queja se vuelve excusa, justificación o salvoconducto, corroe más que ayudar. La pregunta obligada, sin rodeos, es: además de quejarnos, ¿qué hacemos nosotros, de qué forma atendemos –y cumplimos— nuestras obligaciones cívicas para con la comunidad a la que pertenecemos? Esperar a que los otros atiendan nuestras quejas sin cumplir con nuestra parte equivale a suponer ingenuamente que las cosas se resolverán solas y que no podrán empeorar. Las naciones que tienen sistemas eficaces de justicia social e instituciones que funcionan bien –los países nórdicos, Nueva Zelanda, Suiza y varias más— se administran con eficiencia y responsabilidad, pero las aportaciones de sus ciudadanos no se limitan a la queja: horas de trabajo comunitario y actividades sociales no retribuidas son parte esencial de esos países cuya gente entiende lo que significa interés general, el bien para todos, y la manera de lograrlo.

Roberto García conduce el taxi 2745 de Xalapa, en el que traslada gratuitamente a discapacitados que no pueden pagarlo; recibe llamadas a su celular y ya sabe que, a pesar de su hernia cervical, tendrá que cargar a los pasajeros, sus sillas de ruedas y hasta los enseres personales de viajeros a los que regresará a sus casas luego de la consulta, la terapia o una visita familiar, sin cobrarles un centavo. No es moda: tiene 28 años haciéndolo. En su taxi está pintada una leyenda que lo avisa e invita a llamarle. Pero es uno entre muchos. Hacen falta más Roberto García para cambiar realmente a este país, limpiando parques, conversando con ancianos solitarios, apoyando en la formación de hijos de madres trabajadoras, haciendo trabajo voluntario en albergues, hospitales y escuelas, apoyando a grupos filantrópicos. La lista de opciones es infinita.

México sería mucho mejor si cada uno de los mexicanos destinara un poco de su tiempo a servir a los demás sin esperar nada a cambio salvo un país mejor para todos. Además del servicio comunitario en sí mismo, la actitud de las personas cambia, se genera solidaridad, se reducen el egoísmo y las quejas y se aprende a respetar las diferencias. Se crean lazos firmes de afecto y respeto entre la gente. El trabajo comunitario hace mejores personas y, por ende, mejores países. Es una gran tarea y aún está pendiente.

antonionemi@gmail.com