Cosas Pequeñas

FLATULENCIAS

Por Juan Antonio Nemi Dib




En latín flatus significa viento. Es el origen de la palabra castellana que se usa -cuando se quiere hablar con corrección y prudencia- para nombrar a los gases que expele el cuerpo de los mamíferos y de algunas especies de insectos; consideremos que “flatulencias” es el nombre culto de “pedos”.

Pero, en realidad, la Academia tampoco la hace de... problema con la palabra pedo, al que define como “ventosidad que se expele del vientre por el ano”, y es bien cierto que el término se usa tan comúnmente en nuestro idioma que con todo y lo vulgar que pueda considerarse, el terminajo de apenas cuatro letras y dos fonemas es tan versátil que puede ser lo mismo sustantivo que adjetivo y posee un dinamismo tal que viene ampliando sus significados de manera notable: un “pedo” puede ser borrachera (“estaba pedo”), fiesta, parranda (“se fue de pedo”), conflicto (“es un pedo”), ebriedad festiva y temporal (“traía un pedo”), alcoholismo permanente (“es un pedote”), duda sistemática (“¿qué pedo?”), dificultad (“es un pedo conseguirlo”) y, por extensión, un pedorro es un presumido, engreído, no sólo poseedor de mala digestión.

Pocos saben que la acción expulsiva posee su propio nominativo: peer es el verbo y se conjuga igual que leer.

Para algunos esto de los pedos constituye un asunto ofensivo cuya mención ha de evitarse en lo posible porque se trata de algo desagradable, que por lo general apesta. Para otros es un asunto de buen humor que mueve a risa. Artistófanes, Chaucier, Dante -Alighieri-, Quevedo, Zola y Joyce han convertido a los flatos en protagonistas de alguna de sus obras.

La mala noticia es para aquellos a los que el tema -y la terminología asociada- les produce repugnancia: ningún mamífero vivo y por ende ningún ser humano, aún el más refinado y propio, incluyendo a Manuel Antonio Carreño, autor del celebérrimo “Manual de urbanidad y buenas maneras para uso de la juventud de ambos sexos en el cual se encuentran las principales reglas de civilidad y etiqueta que deben observarse en las diversas situaciones sociales, precedido de un breve tratado sobre los deberes morales del hombre”, se escapa de la triste tragedia: todos producimos pedos, más o menos olorosos, más o menos ruidosos, más o menos notorios, más o menos conscientes, pero todos, sin excepción, nos “pedorreamos”. No hay escapatoria... o mejor dicho, sí la hay, pero ésta no es optativa sino obligada, so pena de reventar.

Las flatulencias son el resultado de la acción de ciertas bacterias alojadas en el tracto digestivo, cuya función es descomponer la estructura molecular de los alimentos como parte del proceso metabólico a fin de que, transformados en energía, el cuerpo los pueda aprovechar. Pero no es sólo insumo energético para las células lo que resulta de la función digestiva, sino residuos generalmente sólidos (tema de otra futura columna, aunque para los morbosos adelanto que, en promedio, se calcula que una persona “normal” excreta 200 gramos de sólidos por día), líquidos -a través de la uretra- y gases, estos últimos, resultado primario de la descomposición metabólica de la comida, una parte importante de la cual expulsamos mediante pedos compuestos de gases sin olor (nitrógeno, hidrógeno, dióxido de carbono, metano y oxígeno) y otros elementos muy, muy apestosos (ácido butírico, disulfuro de carbono y sulfuro de hidrógeno), causantes del famoso olor a huevo podrido.

De tal suerte que, siguiendo a la Academia -y a la fisiología- mientras estemos vivos, yo peo, usted pee, vosotros peéis, ellos peen, TODOS PEEMOS.

Y lo preocupante es que el asunto de las flatulencias apesta, pero en otro sentido, mucho más serio que el de los malos olores: se trata de un problema ambiental complejo porque echar pedos no es inocuo para el planeta. Resulta que varios de esos gasecillos son causantes -junto con otros- del tristemente célebre “efecto invernadero”, es decir, tienden a concentrarse en capas altas de la atmósfera, modificando las condiciones térmicas y causando un incremento de la temperatura que, a todas luces, desequilibra los ciclos naturales, incrementando las radiaciones, produciendo deshielos en los casquetes polares, subiendo el nivel de los océanos, modificando el clima, etc.

Quizá sería exagerado decir que las flatulencias son un problema ambiental si nos referimos exclusivamente a los siete mil millones de humanos que habitamos la Tierra. Pero el verdadero problema está en el ganado de todas las especies y razas, que realmente posee una gigantesca capacidad de pedorrearse -peerse, en correcto castizo. Una universidad argentina acaba de demostrar que una vaca lechera, en ciertas condiciones, produce ¡mas de mil! litros de gases de invernadero por día, contra 50 o 60 litros de leche cuando se trata de un buen ejemplar de raza fina en óptimas condiciones.

Y en tanto que el ganado ha crecido exponencialmente como fuente primaria de proteínas -lácteos y cárnicos- para consumo humano, no hay duda de que se trata de un problema causado por el hombre: aunque los flatos tengan diferente origen corporal comparten la misma causa última. Las concentraciones de metano de origen biológico en la atmósfera se han incrementado 150% en los últimos 250 años. Y las proporciones asustan: Nueva Zelanda apenas tiene 4 millones de habitantes, pero hay en sus hatos 50 millones de cabezas de ganado de diferentes razas, con las que producen carne, leches, quesos, pieles, harinas y metano, mucho metano...

Ya trabajan los científicos en vacunas, píldoras, nuevas fórmulas de alimentos balanceados que incluyen azúcares para disminuir los gases, también en prolongar la vida del ganado lechero para evitar el crecimiento de los rebaños. Pero los activistas ambientales son más determinantes: exigen quitar al ganado de nuestra dieta, porque cada trozo de queso de hebra es contaminación, cada bocado de bife, es contaminación, cada malteada de chocolate es contaminación. ¿Cómo sería el mundo sin mantequilla de Capulines, sin crema de La Noria, sin queso de Tempoal, sin salsa de chicharrón? Sufro.

antonionemi@gmail.com