Cosas Pequeñas


FEDERALISTAS


Juan Antonio Nemi Dib



Hay quien afirma que la nación mexicana originaria –con sus componentes territoriales y lingüísticos, con sus tradiciones y una historia común— se agotaba en el reino de Moctezuma Xocoyotzin, principalmente en la región que hoy se conoce como Valle de México; dicen que su presencia en otros sitios tenía un sentido imperialista, basado en el poderío de un ejército monumental dedicado a expoliar –mediante tributos— a cholultecas, mixtecos, totonacas, populucas, tarascos y otros pueblos, con los que incluso compartían un origen étnico pero no su fuerza ni su riqueza.


Uno de los soportes de esta hipótesis está en la acogida y el respaldo que recibieron las tropas de Hernán Cortés por parte del Cacique de Cempoala y los tlaxcaltecas (después de haberles causado una derrota militar) contra los Aztecas: los recién llegados fueron asumidos como libertadores del yugo mexica. José Vasconcelos llevó al extremo la idea, afirmando que Cortés, el conquistador, fue el verdadero padre fundador de la nacionalidad mexicana y que ésta sencillamente no existía antes del arribo de los españoles.


Lo cierto es que la unidad territorial (y todo lo que implica) nunca ha sido fácil para nuestro País; la pérdida de dos millones de kilómetros cuadrados de territorio y los intentos secesionistas de Yucatán y Chiapas son las muestras más evidentes de una historia compleja en la que, a 200 años de distancia de su declaración de independencia, la integración plena de México no se concreta, dado que los “beneficios de la civilización” aún no llegan a miles de personas que viven en comunidades dispersas y lejanas y los desequilibrios regionales ofenden (Santa Fe en el Distrito Federal contra Tehuipango en Zongolica o San Nicolás de los Garza en Nuevo León contra Metlatónoc en Guerrero, por ejemplo).


El “Plan de Casamata”, proclamado en 1823 por Santa Ana, Guerrero y Nicolás Bravo, entre otros, con la intención de desconocer a Iturbide como emperador, anular el “Imperio Mexicano” y proclamar la república, se considera como el primer intento de organizar con base en algunos principios federalistas a la joven y recién independizada nación. Servando Teresa de Mier intentó sin éxito que la Constitución de 1824 apostara por un federalismo progresivo en el que poco a poco se disolviera el gran poder central ejercido durante la época virreinal, en beneficio de las provincias. Inspirados en el modelo federalista estadounidense y en el espíritu libertario de la Constitución de Cádiz (1812), los constituyentes mexicanos –analiza Leonardo Lomelí Vanegas— limitaron dramáticamente la capacidad fiscal del Estado federal mexicano, al impedirle el cobro de impuestos a los ciudadanos.


Para 1835 la primera república federal mexicana era historia. Las “Siete Leyes” (1836) y las “Bases Orgánicas” (1843) dieron paso a un modelo centralista que sustituyó a los estados con departamentos y gobernadores designados directamente por la autoridad central, el pretexto adecuado para que Texas declarara su independencia de México. La segunda república federal nació en 1946, con la rehabilitación de la Constitución de 1824 y su actualización en 1847, cuando el país estaba ocupado por tropas de los Estados Unidos. En 1853, se interrumpió de nuevo el orden constitucional y Santa Ana ejerció el poder al margen de la legalidad. La Revolución de Ayutla lo derrocó en 1855 y luego de largas deliberaciones parlamentarias, se produjo una nueva constitución federalista, la de 1857, basada en un sistema de amplias libertades y derechos ciudadanos y un poder legislativo fuerte, de una sola cámara. Conocido como el periodo de la “República Restaurada”, fue un lapso de gran concentración del poder público que contravenía en los hechos el espíritu de la Constitución. Las tres décadas de porfiriato acabaron por consolidar un sistema federal en el discurso y dramáticamente centralista en los hechos.


Sería difícil desconocer a ese centralismo político como una de las causas primarias de la Revolución social iniciada en 1910 que dio pie a una multiplicidad de liderazgos –y caciques— regionales, amos absolutos, literalmente señores de horca y cuchillo, varios de los cuales llegaron a emitir su propio papel moneda, por no hablar de su personalísima impartición de justicia.


La Constitución de 1917, producto del movimiento revolucionario, resultó portentosamente federalista… en el discurso: “Es voluntad del pueblo mexicano constituirse en una república representativa, democrática, federal, compuesta de estados libres y soberanos en todo lo concerniente a su régimen interior; pero unidos en una Federación…”. En los hechos, el régimen constitucional favoreció la concentración de los recursos y las decisiones en la mayoría de los ámbitos de la vida nacional. Además de la corporativización de la sociedad, la centralización del poder político fue justificada como una condición sine qua non para el desarrollo nacional, la homogeneización de las políticas, la anulación de los defenestrados liderazgos regionales y la posibilidad de un crecimiento igualitario y proporcional en todo el País. De acuerdo con ese enfoque, la acumulación del poder presidencial llegó a tales extremos que alguien la bautizó como “La Presidencia Imperial”.


Pero está probado que los ciclos históricos concluyen aceleradamente cuando sus actores se tornan disfuncionales. El dramático control del Presidente de la República sobre casi todos los actores políticos y especialmente sobre los gobiernos locales –que ciertamente fue mermando de manera progresiva en las últimas décadas del siglo pasado (el presidente Ernesto Zedillo quiso pero no pudo destituir a Roberto Madrazo como Gobierno de Tabasco, por ejemplo)— llegó a su fin en el año 2000, con la elección de Vicente Fox, permitiendo que los gobernadores de todos los signos políticos adquirieran un nivel de autonomía y discrecionalidad sólo comparables a los que detentaban durante la época revolucionaria, convirtiéndoles a todos, independientemente de su origen partidista, en una suerte de virreyes plenipotenciarios. Por eso, a varios de los gobernadores priístas no les interesa el triunfo de un candidato priísta a la Presidencia de la República, ¿para qué compartir el poder con un jefe que les imponga sucesor?, pensarán.


Sin embargo, este proceso de dilución del poder público de la federación hacia los estados no se ha replicado de éstos hacia los municipios; en distintos grados, los ayuntamientos de todo el país siguen siendo dependientes y limitados, especialmente por la subordinación económica y los mecanismos de control que se les aplican como las mayorías parlamentarias en los congresos locales con autoridad legal sobre ellos y el manejo político de las instituciones responsables de fiscalizarlos. De cualquier modo, la descentralización política empieza a percibirse y es deseable que avance hasta consolidar un sistema político equilibrado en el que los tres niveles de gobierno adquieran su justa dimensión, en función de sus responsabilidades y atribuciones.


Donde las cosas no prosperan es en el ámbito fiscal y de la administración. Allí, el centralismo puede calificarse de opresivo. El Gobierno Federal recauda más del 90% de los impuestos y gasta una cantidad similar, transfiriendo a estados y municipios sólo una pequeña parte del gasto público y concentra –la Federación— las mayores facultades de fiscalización. Paradójicamente, el Partido Acción Nacional que durante décadas pugnó contra estas fórmulas asfixiantes de gobierno controlador y omnipotente, no ha hecho más que reproducirlas y reafirmarlas durante las dos administraciones que le ha correspondido encabezar.


Hace unos días el PRI recuperó una añeja demanda panista, para desaparecer las delegaciones federales y transferir sus recursos a estados y municipios, en un auténtico ejercicio de federalismo y racionalización del gasto. A ver si no reculan de la propuesta, pensando que en 2012 ya no estaría disponible ese instrumento de control político. Un panista connotado me respondió, cuando le pregunté su opinión sobre esto, que la preocupación de su Partido estaría en garantizar que, de transferirse a estados y municipios, los recursos se manejaran con eficacia, oportunidad, transparencia y honestidad; de ello se colige que en el Gobierno Federal así lo están haciendo, ¿o no?


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