Historias de Cosas Pequeñas

LADRONES

Juan Antonio Nemi Dib



Era media mañana. Habrían transcurrido apenas unos tres minutos de que el maestro sastre abandonó su taller para ir a comprar botones, cuando la señora entró como ráfaga e increpó al joven aprendiz de remendón por la ropa que había traído días antes para que se la repararan; le dijo al nervioso muchacho que no era justo que las semanas pasaran sin que el trabajo quedase terminado y ella no pudiera disponer de las prendas que tanta falta le hacían y que, a fin de cuentas, sólo requerían pequeños arreglos; la airada mujer gritó que no había denunciado al sastre porque había preferido que le hiciera el trabajo, pero que tanta flojera e irresponsabilidad ya habían llegado a límites insoportables.

Subiendo progresivamente el tono de su voz, la mujer exigió al imberbe principiante que le entregara de inmediato la ropa que había llevado a “diminutos ajustes”, en el estado en que estuviera, aunque “no le hubieran hecho nada”. Aterrorizado, el muchacho alcanzó a responder que eso era imposible, que la única instrucción expresa que había recibido de su maestro era precisamente la de no entregar ninguna prenda a nadie cuando él estuviese ausente. “¿Ah… sí? –gritó la mujer—, pues ahora mismo vas a ver lo que pasa…”. Tomó su teléfono celular, marcó algunos números y repitió, todavía gritando, la misma filípica que le había dirigido al aprendiz.“Ya lo vez, muchacho inútil… dice el maestro que me des la ropa de inmediato”. Estupefacto, el chamaco no pudo siquiera reflexionar que el sastre, supuesto destinatario de la llamada, no estaba al teléfono.

El balance fue demoledor: tres ‘trajes sastre’ con falda y saco (2 de ellos, de lana), varios pantalones y una chamarra cambiaron de dueña en segundos, una joven promesa de la confección se encuentra otra vez en el vía crucis contemporáneo que significa buscar chamba y un pequeño artesano independiente se quiebra los dedos de sus –de por sí— doloridas manos para reponer los enseres robados, principalmente la chamarra, traída del extranjero, a la que sólo tenía que recortarle las mangas a cambio de 120 pesos (menos de la vigésima parte de lo que costó a su clienta).

Esta historia real y reciente se repite decenas de veces por día en todo nuestro País. A fuerza de la costumbre y frecuencia, cuando nos enteramos de los robos que ocurren, ya no nos causan extrañeza y ni siquiera reparamos en las implicaciones terribles de vivir en una sociedad en la que el ingenio, la audacia, la fuerza y el apetito por el dinero fácil tienen mucho más arraigo y reconocimiento que los principios elementales de legalidad que, se supone, nos permiten vivir en paz.

En realidad, cuando nadie sale lastimado en estos hechos y los hurtos resultan de poca monta, hasta sentimos satisfacción y lo celebramos como si fuera el resultado deseable de un partido de futbol: “lo bueno es que te robaron cualquier cosa”, “qué suerte que no te golpearon”, “imagínate si hubiera sido en presencia de tus hijos”, “qué bueno que no te diste cuenta cuando te sacaron la cartera, quién sabe cómo habrías reaccionado”, “no tiene caso denunciarlo, se pierde más tiempo y luego tienes que sufrir a los policías que también te roban y no resuelven nada”, “te salió barato”…

Los criminalistas y la propia ley hacen una distinción clara entre los hurtos violentos y aquéllos, como el de la sastrería, que se practican con más o menos sutileza pero “sin violencia”. De hecho, en Veracruz se penaliza el asalto con mucho más rigor que el robo y, si se trata de irrupciones contra conjuntos de personas, contra comunidades, la sentencia de cárcel con que se castiguen puede llegar a los 30 años, mientras que –en cambio— un ladrón de cuello blanco que “sepa hacer las cosas” disfrutará impunemente de su botín (y aún de reconocimiento social, bajo la premisa aquella de que “el que no tranza no avanza”), gozando de fianzas y castigos menos severos porque no hirió ni mató cuando robaba y eso, suponiendo que las autoridades responsables sepan y quieran localizarle para aprehenderle y, luego, logren hacerlo.

En realidad, haya o no lastimados, heridos graves o muertos, todo robo, en presencia o no de las víctimas, constituye un acto grave de violencia. Aún el comunista más contumaz no podría prescindir de sus calzones ni de su cepillo de dientes; San Francisco de Asís, en toda su bondad, no es imaginable despojado de su ropa talar, maloliente y rasposa, por las manos de un ladrón.

No se trata de una defensa absurda e inconsecuente de la propiedad, sino el reconocimiento de que ninguna comunidad de individuos ofendida por el despojo, en la que los más fuertes o los más hábiles se apoderan ilícitamente de lo que pertenece a otros, útil o suntuario, susceptible de reponerse o no, puede mantenerse unida y en condiciones de crecer y asegurar bienestar a sus integrantes. El daño va mucho más allá del valor de los objetos sisados: se destruye la confianza en los demás y como decía un buen comercial, acaba uno encarcelándose dentro de su propia casa para suponerse protegido de los delincuentes que en realidad, debieran estar tras las rejas.

Entonces, la necesidad de protección se vuelve obsesiva, costosa y la vida, en suma, se crispa y distorsiona cuando se vive para cuidarse de los otros: bardas altas, cajas fuertes, rejas en lugar de ventanas, el poco dinero escondido en el zapato o en el “buche”, carísimas pólizas de seguro, alarmas, vigilantes de los cuáles desconfiar también, blindajes que al final quién sabe si servirán. Lo único cierto es la zozobra. Los ladrones son asesinos de la tranquilidad social.

A palo tras palo, se nos ha olvidado que cualquier forma de robo, cualquiera: chica, mediana, grande, hormiga, industrial, tecnológica, institucional, la de los políticos, la de los banqueros, la de los policías, la de los científicos, la de los sindicatos y sus líderes, la de los contadores, la de las asociaciones benéficas, la de los carteristas, la de los arquitectos e ingenieros, la de los jauleros, la de los ministerios públicos, es un acto –cruento o no— que lastima a sus víctimas directas, pero también a la sociedad dentro de la que ocurre, que tristemente debe acostumbrarse a vivir en la zozobra, que se sabe incapaz de defenderse por las buenas porque sus instituciones no le funcionan y cuyos miembros sufren incertidumbre sólo por saber cuándo serán las víctimas de un destino que parece ya fatal.

Hemos visto de todo: robo de helicópteros, robo de objetos sagrados, robo de inmensos y pesados traileres, robo de personas (sobre todo niños), robo de tecnologías, robo de arte, robo de donaciones filantrópicas, robo de impuestos, robo de medidores de agua, robo de camiones blindados, robo de cableado eléctrico, robo de pizarrones en las escuelas, robo de combustibles, robo de drogas confiscadas, robo de identidades personales. Pero nada nos obliga a resignarnos y menos a aceptarlo como algo común e inevitable. Los ladrones de cualquier tipo son una gran desgracia.

Los ladrones son ladrones, como tales hay que tratarlos.

Historias de cosas pequeñas

TAXIS Y TAXISTAS

Juan Antonio Nemi Dib


El viernes al llegar a casa, mi sobrino de 19 años me dijo que tenía algo delicado que comentar conmigo: que por primera vez se había enfrentado a la muerte y no como un asunto teórico sino como la posibilidad real y concreta de estar muerto. Como es bromista y su cerebro procesa mucho y rápido, me lo tomé a chiste y me dispuse a esperar la segunda parte de la ocurrencia, hasta que lo vi realmente demudado y comprendí que me hablaba en serio.

Me contó que ante lo caótico del tráfico –más agudo ese día— optó por caminar unas 20 cuadras desde la escuela, valorando que llegaría más rápido que en el camión urbano. Dice que al llegar a la esquina de El Tejar y 20 de Noviembre, un crucero de mediana densidad de tránsito, un impulso extraño lo contuvo de continuar pasando la calle y que incluso retrajo el pie que ya había puesto en el arroyo de la calle, apenas una fracción de segundo antes de que un taxi a toda velocidad que circulaba sobre la avenida diese vuelta intempestivamente y sin frenar, terminando estampado contra otro vehículo que se encontraba detenido; el taxi se incrustó literalmente bajo el otro coche.

Aunque sólo un pelo de rana lo salvó del aplastamiento, me platica que en ese momento lo que más le sorprendió fue la violencia salvaje con la que el joven taxista se bajó a reclamar airadamente al conductor del otro vehículo que, evidentemente, no tenía responsabilidad alguna. No sabremos el resto de la historia, porque mi sobrino optó por no “comerse el chisme” y siguió su camino hacia casa, pero fue precisamente en esa segunda porción de recorrido cuando “repasó la película” y se dio cuenta del peligro mortal que enfrentó.

Este incidente le pudo ocurrir a cualquiera que conduzca autos, especialmente a mi que en eso de manejar no soy precisamente virtuoso, pero no hay duda que los taxis –por su número, por los kilómetros que recorren cotidianamente, por las complicaciones propias de la actividad de transporte público— son mucho más vulnerables y susceptibles de verse involucrados en accidentes de tránsito que el resto de coches.

A esta circunstancia estadística la podemos considerar “lógica y natural” pues la ecuación “muchos taxis circulando” es igual a “muchas probabilidades de incidentes que involucran taxis”. Sin embargo, para que sea útil hay que agregar al análisis la conducta de algunos taxistas. No me atrevo a generalizarla porque desde luego existen taxistas educados, amables, respetuosos de la gente y de las normas de tránsito, pero son muchos los conductores de taxi que frente al volante sufren auténticas transformaciones de personalidad, desplegando niveles de agresión insospechados.

¿Algún pasajero hace la parada repentinamente? El taxi frenará bruscamente para que lo aborde ese nuevo cliente así el auto vaya transitando a 70 kilómetros por hora y se pare en medio de una calle congestionada. No importa. Él está trabajando y usted necesariamente va “sólo de paseo”. Pero si por cualquier circunstancia usted detiene su auto delante de uno de esos taxistas atrabancados prepárese para un concierto de improperios. ¿Cómo osa usted afectarle si él está trabajando?

A pesar de su indiscutible y valiosa contribución a la comunidad, transportando a miles de personas y en ocasiones mercancías, de día y de noche, por sitios inseguros y no pocas veces en urgencias médicas, los taxistas no tienen la mejor imagen pública ni mucha simpatía que digamos: algunos le rebasarán por la derecha, detendrán su marcha y pararán todo el tránsito justo cuando se ponga el “siga” en el semáforo, le negarán el paso, darán vuelta en sitio prohibido, se le “cerrarán” intempestivamente, usarán su claxon sin misericordia en lugar de los frenos y se colarán violentamente en el menor resquicio con tal de avanzar –inútilmente— apenas unos centímetros más, enfurecerán contra todo aquello que detenga su marcha así sea por segundos pero obstaculizarán a decenas de autos y peatones sin el menor recato, serán cruentos con quien logre avanzar más rápido que ellos y darán una acre sinfonía de pitidos exigiendo que avance pronto el coche que preceda, apenas un microsegundo después de ponerse la luz verde; de los que trabajan de noche, se puede contar otra historia.

Los excesos de velocidad, las agresiones al resto de vehículos y transeúntes y las constantes faltas a los reglamentos de tránsito que cometen los taxis o, mejor dicho, quienes los conducen, tienen una presunta explicación económica: mientras más tiempo invierten en el traslado de un pasajero, los taxistas estiman que ganan menos y disponen de menos oportunidades para que otro cliente les aborde. En realidad el argumento no es muy consistente: el consumo de combustible con acelerones y frenazos, el desgaste del automóvil, los tiempos muertos por incidentes, las multas, sobornos y reparaciones, seguramente son bastante más costosos que la supuesta utilidad de correr y ganarle el pasaje a los competidores.

Hay en esto, sin embargo, un hecho económicamente cierto: cuando los choferes de taxi son en realidad arrendatarios que tienen que pagar una cuota fija diaria (que suelen llamar “cuenta”), además del combustible y algunas reparaciones menores a cambio de usar el auto, deben disponer de la mayor parte de su ingreso para cubrir sus costos y con frecuencia, los ingresos de toda la jornada de trabajo apenas les alcanzan para liquidar al dueño del coche (y/o del “permiso”, es decir, de las “placas”), por lo que se ponen como locos a conseguir pasaje (a veces dos clientes distintos al mismo tiempo) y llegar así su destino lo más rápidamente posible, a fin de que el esfuerzo del día les alcance, siquiera, para llevar algo de comer a casa.

Es más grave si hay enfermo en la familia, pues la atención médica también cuesta; muchos taxistas no tienen acceso a la seguridad social, ya no digo a una pensión. Los días de descanso (indispensables para un trabajo tan desgastante) y las vacaciones no se cobran. Los dueños no absorben, por lo general, las consecuencias económicas de los siniestros. Por eso, se infiere que la constante presión económica también es causa de la agresiva conducta del taxista, además del efecto emocional de soportar 10 o 12 horas diarias frente al volante todos los días, reto nada sencillo para nadie.

Otro asunto es que el oficio de taxista se convirtió en refugio de los que pierden su empleo o que no consiguen un trabajo adecuado a sus aptitudes. Se ignora que la de taxista es una actividad compleja, que requiere formación y experiencia por lo que no cualquiera (yo por ejemplo) reúne las condiciones emocionales, los reflejos, la pericia, el conocimiento legal, geográfico y mecánico y, sobre todo, la paciencia para transportar sin riesgos a pasajeros inocentes.

Tengo familiares cercanos taxistas; tengo amigos en el gremio (choferes y propietarios) y les debo cosas que agradeceré siempre; con frecuencia conversamos y conozco sus tribulaciones y penurias; sé que la mayor parte de los taxistas sufren su trabajo y eso, por principio, ya es malo para ellos, para sus clientes y para quienes los enfrentan en las calles.

Habría que profesionalizarlos, limitando las licencias sólo a aquéllos taxistas realmente aptos y entrenados; habría que garantizarles el acceso a la seguridad social; habría que hacer obligatorio el seguro amplio de responsabilidad civil para enfrentar rápida y adecuadamente las consecuencias de los siniestros y proteger a sus usuarios, a terceras personas inocentes, pero también a los propios dueños y choferes; habría que promover el establecimiento de mutualidades y cooperativas para mejorar su calidad de vida. Tendríamos entonces un mejor transporte público y menos, muchos menos accidentes protagonizados por taxis. Tendríamos, también, taxistas felices.

Historias de Cosas Pequeñas

TRANSPORTISTAS

Juan Antonio Nemi Dib



No apuesto por mis conocimientos de geografía, pero creo que Ciudad Camargo, Chihuahua (la tierra de David Alfaro Siqueiros y Lucha Villa) es uno de los puntos más lejanos al mar del territorio de México: en línea recta, 536 kilómetros la separan del Mar de Cortés y queda a 786 kilómetros del Golfo de México; si la distancia se mide por carretera y no linealmente, el mar se aleja más para los camarguenses, unos 150 kilómetros. Sin embargo, ellos no tienen problema para despacharse unos camarones frescos o un lomo de pescado a la plancha cuando se les antojan.

En cualquier supermercado Mexicali se hallan las famosas ‘glorias’ fabricadas en Linares, Nuevo León, aunque la distancia entre esas dos poblaciones es de 1’938 kilómetros lineales. En Ciudad Juárez se pueden comer tacos de cochinita pibil condimentados con achiote procesado en Mérida, a 2’100 kilómetros volando sobre el mar, pero más de 3 mil si el viaje se hace por tierra.

Alimentos y todo lo necesario para la vida cotidiana como medicinas, ropa, combustibles, fertilizantes, libros y revistas, discos, muebles, materiales de construcción y refacciones, utensilios domésticos, papel sanitario y hasta la aguja y el hijo necesarios para zurcir calcetines rotos, viajan de un lado a otro del país en una dinámica que a simple vista pasa desapercibida pero que apenas se detiene un poco, provoca un enorme caos.

Salvo productos muy sofisticados o escasos, gracias a nuestra red de transporte público de carga se puede encontrar casi de todo, en todas partes. Es afortunada la metáfora que llama a las carreteras “el sistema arterial de la nación”; sin exagerar, por ellas transita –como la sangre de un cuerpo humano— la vida del país. México es impensable sin los miles de tráileres, “tortons”, “rabones”, plataformas, tolvas y pipas que van de un lado a otro sin descanso, llevando y trayendo cosas indispensables y permitiendo nuestras actividades diarias como lavarnos los dientes, sacar una fotocopia, inyectarse un antibiótico o disponer de pieles curtidas para fabricar zapatos.

Y no se trata nada más de lo que consumimos, sino también de los millones de toneladas de materias primas y mercancías elaboradas que México exporta y que viajan todo el tiempo hasta los puertos marítimos y aéreos desde donde se envían al exterior o hasta las fronteras terrestres que deben cruzar.

Por todo ello, hay que decir sinceramente gracias a los permisionarios del transporte público de carga, federal y local. Gracias a los choferes y a sus frecuentemente desatendidas familias, a los mecánicos, a los técnicos de laboratorios diesel, a los “talacheros” que reparan miles de llantas, al personal administrativo de las transportadoras, a los gasolineros, a las refaccionarias, a los lavadores y “macheteros” y a todos los que permiten que esta enorme red funcione, nos alimente y nos permita vivir.

Pero… toda esta hermosura transportada es como un amor caro del que nadie quiere hacerse cargo y por ello es indispensable preguntarse: ¿quién responde de las carreteras destrozadas por vehículos con carga que a veces supera las 80 toneladas de peso muerto y que ningún pavimento –ni el más resistente— podría soportar?, ¿quién repone a los muertos y heridos causados por choferes irresponsables, no aptos para su oficio o presionados por sus patrones para conseguir más fletes?, ¿quién absorbe los costos de una economía cuasi monopólica, costos que suelen estar muy por encima de los promedios internacionales y que lamentablemente repercuten siempre en el precio final a los consumidores?, ¿quién asume las consecuencias de la mala logística, de, robo, pérdida y daño de mercancías y las demoras en traslados y maniobras de carga y descarga?, ¿quién evita que los choferes consuman drogas y estimulantes para permanecer despiertos y resistan jornadas extenuantes, aunque eso altere su conducta, baje su rendimiento, los torne agresivos y disminuya sus reflejos, causando accidentes?, ¿quién ataja la gran red de falsificación de facturas y comprobantes fiscales que permite la comprobación apócrifa de gastos en demérito del erario?, ¿quién controla las nocivas emisiones atmosféricas, el ruido y los derrames causados por los transportes de carga mal operados?

Algunos discípulos de la teoría de la conspiración sostienen convencidos que la falta de crecimiento y los malos servicios que históricamente ha prestado el ferrocarril mexicano [y sigue prestando] son consecuencia de una política deliberada para favorecer al transporte privado de carga; aunque dicho argumento es excesivo, resulta indiscutible que hoy por hoy –y creo que por muchos años más— México no tiene más opción que sus tráileres, “tortons”, “rabones”, plataformas, tolvas y pipas para seguir viviendo.

Está claro que nuestros transportes de carga son estratégicos e indispensables. Entonces hay que voltear a verlos ya, con seriedad e interés, y propiciar una profunda reforma pensada para que realmente funcione y que, si fuera posible, permitiera a todos los involucrados en el transporte de carga ganar aún mucho más dinero del que actualmente obtienen, crear más riqueza y por ende más empleos, pero pensado primero en el interés público y después en sus dividendos.

Esos cambios en el transporte de carga tendrán que hacerse respetando la salud y la vida de las personas, protegiendo el medio ambiente, conservando calles, carreteras y equipamiento urbano, elevando la eficiencia de los vehículos para bajar los costos en beneficio de los consumidores y de toda la economía, invirtiendo para modernizar, profesionalizando realmente a los choferes y limitando enérgica y cuidadosamente sus jornadas de trabajo, achicando los volúmenes de carga permitida, controlando adecuadamente el desempeño y mantenimiento de conductores y unidades para garantizar la disminución y gravedad de accidentes, aplicando con certeza las normas para el transporte de materiales peligrosos, evitando las maniobras y “encierros” en la vía pública, respetando, además de los federales, los reglamentos locales de tránsito.

En realidad, me doy cuenta de que no hace falta dicha reforma que obligue y castigue a nadie; bastaría la buena voluntad de los transportistas. ¿Es mucho pedir?

HISTORIAS DE COSAS PEQUEÑAS

AUXILIO, DON JORGE

Juan Antonio Nemi Dib



La luz del semáforo se puso en rojo y nos detuvimos justo en el límite de la calle, en lo que llaman el “paso de cebra” reservado para que los peatones crucen, e instintivamente volví mi vista a los estudiantes de secundaria que en tropel abandonaban el edificio escolar, probablemente hartos de la mañana escolar, hambrientos, sudorosos y con miles de explosivas calorías listas para consumirse en actividades más apetitosas que la física o la química.

Apenas comenzaba yo a envidiarlos y a preguntarme si preferirían ir a casa a comer, a los videojuegos de la esquina o al parque con la novia (o), cuando nuestra camioneta empezó a moverse de manera muy rara, acompasada por un explosivo y sordo sonido que retumbaba en todas partes, haciendo vibrar las ventanillas.

Inmediatamente vino a mi memoria el temblor de 1973, que me dejó una profunda huella por su capacidad de destruir, pero también por la evidencia (que nos empeñamos olvidar y que la naturaleza nos recuerda cuando menos lo esperamos) de que el planeta se gobierna por fuerzas que ni siquiera conocemos y que cuando lo desean, acaban con todo vestigio de vida en segundos, sin compasión ni prejuicios. Aquel prolongado sismo de la madrugada del 28 de agosto llegó acompañado de ruidos enormes: los de muros al derrumbarse, los de cristales al romperse y estallar en pedazos, los de objetos estrellándose contra el suelo, los gritos de gente consternada, pero también de la tierra que parecía desgarrarse por dentro y aullar de dolor a todo pulmón, como si fueran explosiones subterráneas.

Con ese vertiginoso recuerdo encima me pregunté si el nuevo temblor sería tan potente y cruel como el de mi infancia y volví a ver a los adolescentes que continuaban despreocupados con su algarabía y sin prestar la mínima atención a “mi” sismo personal. Entonces noté que mis acompañantes volteaban consternados hacia el otro carril de la calle en el que también esperaba por la luz verde del semáforo un coche tripulado por un muchacho de unos 20 años, que movía la cabeza frenéticamente y daba golpes al volante con las palmas de sus manos, “entonando” a voz en cuello los mismos acordes arrítmicos y estruendosos que escupía su equipo de sonido. El temblor resultó ser simplemente la estridencia incontrolada del vehículo vecino.

Ajeno a lo que pasaba fuera de su coche, el enajenado joven nunca reparó en los efectos del sistemático “pum-pum-pam”-“pum-pum.pam” que reverberaba en todo y en todos, sumando su estrépito al de los camiones de carga, al de otros coches acelerando, al de los estudiantes, al silbato del agente de tránsito, al escape del viejísimo autobús de pasajeros, a la horrenda cancioncilla del vendedor de tanques de gas, al de las sirenas, al de los coches de perifoneo… a todo ese extraño paisaje cotidiano que, de repente, se volvió normal y permanente. El ruidoso joven, cantando (¿?), simplemente arrancó su coche a toda velocidad con un acelerón que agradecimos todos y pasó el seísmo.

Habitamos un mundo escandaloso que las máquinas, los transportes, los aparatos electrónicos, las modas musicales y el ritmo febril de vida se han convertido en nuestra realidad inevitable y agresiva. Pero de todas las causas del ruido, la más cruenta y quizá la menos visible es la falta de respeto por los demás; la indolencia e indiferencia respecto de los daños que causamos a terceros ejerciendo nuestra supuesta “prerrogativa a hacer ruido”.

En este caso la ecuación es simple: el escándalo contemporáneo es una forma nada sutil de desprecio por los demás, una exacerbación ilimitada y aberrante de un “derecho” individual que cancela a los otros el legítimo derecho al descanso, el derecho a la tranquilidad, el derecho al espacio propio y, consecuentemente, una penosa confiscación de la privacidad de los demás.

Pero también es una forma de inconciencia y autodestrucción. El crecimiento de los “ruidos de fondo” en la vida cotidiana no sólo produce alteraciones en la convivencia y aumento en las conductas neuróticas, sino que causa daños –a veces irreparables— en el sistema auditivo, lo que llaman técnicamente “Pérdida de Audición Causada por el Ruido”, que sólo en Estados Unidos (un país con altos y eficaces controles a la contaminación auditiva) ya es causa de sordera en más del 10% de la población.

Bien mirado, el escenario no es halagador: una sociedad que avanza deteriorando progresivamente las relaciones humanas por falta de respeto entre sus ruidosos integrantes, que cada vez estamos más sordos, gritando más y más para intentar que nos oigan, haciéndonos insensibles a los sonidos de otros que no podemos controlar y, consecuentemente, dejando de oír lo que deberíamos.

Acaban de cumplirse 65 años de que el gobernador Jorge Cerdán promulgó una ley –aún vigente— contra el ruido. Ese ordenamiento desconocido que deberíamos cumplir siquiera en una partecita para vivir con menos intranquilidad, tiene mandatos exquisitos como prohibir expresamente que el claxon se use “con el propósito de sustituir frases injuriosas”, es decir, para mentar la madre, exige que el sonido de las sinfonolas, receptores de radio y equipos de sonido no exceda los locales donde se encuentren instalados, fija un horario específico para los “gallos”, serenatas y convites, limita hasta las once de la noche la hora para “echar cohetes y petardos” durante fiestas y protege del ruido los centros históricos de las ciudades y los hospitales, bibliotecas y escuelas, entre otras disposiciones. Por supuesto que no regula los MP’3, los IPOD’s ni los subwoofers de 600 hertz, que no solían usarse en 1942.

Pero una vez más, se demuestra que de poco sirven las leyes sin la voluntad de cumplirlas. En todo caso, la derrota del escándalo se convirtió ya en un urgente objetivo de vida que sólo podrá nacer –y tener éxito— desde dentro de cada uno de nosotros: bajarle el volumen, respetar el silencio de los demás y vivir mejor.

Don Jorge: donde quiera que esté, por favor venga a ayudarnos a aplicar su previsora ley.

Historias de Cosas Pequeñas

CELEBRACIONES

Juan Antonio Nemi Dib



Es difícil convencer al niño huérfano de que la vida es hermosa y más complicado llevar el mismo mensaje a una madre que observa a su hijo morir enfermo o en la repentina tragedia de un accidente; ¿cómo hablarle al campesino hambriento de las sutilezas de la pintura de Diego Velázquez o sublimarlo con las campanadas y los cañonazos de la Obertura 1812 de Tchaikovsky?

Se requiere de una predisposición de ánimo y un estado general (de salud, de calidad de vida) propicios para que una persona se declare feliz (o casi), complacida con sus vivencias y optimista respecto del futuro; cuando todo es adverso y las perspectivas no son halagüeñas, sólo los individuos de férrea voluntad y plena confianza en sí mismos pueden remontar sin ayuda y superar las contrariedades a fuerza de ánimo y determinación.
Pero no se trata sólo de la voluntad de ser felices o la falta de ésta. Hoy sabemos que las sensaciones de tristeza, nostalgia, abatimiento y desamparo se deben al entorno agresivo que causa daños físicos y patrimoniales, duelos, fracasos profesionales y todo aquello que pone obstáculos a la vida plena y satisfactoria pero está científicamente probado que también ciertas formaciones cerebrales provocan alteraciones en las substancias que actúan como mensajeros dentro del cerebro (serotonina, acetilcolina, catecolaminas) y que dichas alteraciones, sumadas a deficiencias y/o excesos de algunas hormonas en el cuerpo, son causa principalísima de los estados depresivos.
Consecuentemente, parece que la lotería de la vida distingue a los guapos de los feos pero también a aquellos que por ciertas características de su cerebro son más o menos proclives a la felicidad. ¿Individuos predestinados para sufrir? Si esa era la maldición, parece que no lo es más...
Así como la cirugía plástica y las nuevas técnicas de “mejoramiento corporal” han resuelto los problemas de identidad de millones de personas que adaptan sus caras y cuerpos a las exigencias estéticas contemporáneas que se basan en la apariencia, la buena noticia es que la evolución de una nueva rama de la medicina –la farmacología neurológica— es vertiginosa y cada día se ofrecen en el mercado nuevos antidepresivos y ansiolíticos muy exitosos que ayudan mucho a personas jóvenes y viejas, de todos los sexos y estratos socioeconómicos a superar este flagelo de la depresión que afecta a uno de cada cinco habitantes del planeta, a uno de cada tres ancianos y por lo menos una vez en la vida, en episodios temporales, a la mitad de las mujeres.
Quizá veamos el día en que una píldora sea capaz de eliminar de raíz toda tristeza, permitiéndonos una visión más clara y optimista de las cosas y facilitando nuestro paso por este mundo, en beneficio de quienes nos rodean y, al menos por ahora, sufren las consecuencias de nuestros malestares emocionales. Por lo menos, así lo describió en 1932 Aldous Huxley en su fantástica, visionaria –y depresiva— novela “Un Mundo Feliz”.
Pero mientras llega ese deseable día de la tableta mágica (esta vez inocua, sin adicciones ni efectos colaterales), es importante recordar que, igual que ocurre con el dolor físico, las personas presentan distintos umbrales de resistencia a la tensión emocional. Y distintos tipos de respuesta.
En el mismo sentido, la felicidad es un propósito imposible de igualar y hacer equitativo, pues necesariamente está condicionado por las expectativas de cada persona. Por ejemplo, basta un dulce para que un niño indígena habitante de zona marginal y remota vea concretadas sus aspiraciones inmediatas de vida, sintiéndose realmente feliz, pues no necesita nada más, mientras que un joven habitante de zona urbana sin acceso a los “satisfactores” de la vida moderna pero ávido de ellos, es candidato natural a la frustración, el desánimo y el resentimiento.
Vivimos en medio de sociedad hedonista que postula el placer inmediato y sin límites y sitúa en la acumulación de bienes materiales el destino de todo esfuerzo es el caldo de cultivo natural para la infelicidad. El éxito parece medirse en pesos y centavos, no más. Estas neurosis por falta de logros materiales nada tienen que ver con la bioquímica cerebral, pero igual afectan a quienes las padecen pues la comunidad parece declarar como fracasados a aquellos que no consiguen los nuevos requisitos del triunfo socialmente reconocido: acumulación de dinero, a veces sólo para gastarlo en cosas innecesarias, cultura de lo superficial incluyendo por supuesto la apariencia física y “triunfo” sobre los demás al precio que sea.
Yo no tengo y con toda seguridad no tendré nunca un Ferrari Testarrosa, difícilmente podré juntar 100 mil euros para comprarme un reloj de oro rosado de 150 complicaciones con cristal de zafiro y ¼ de quilate de diamantes y probablemente nunca pueda invitar a cenar a “La Tour d’Argent” a la señora Angelina Jolie. De modo que si quiero evitar el suicidio, inevitablemente tengo que apelar a otros motivos para dar sentido a mi existencia.
Lo cierto es que sin duda tengo esos motivos: una maravillosa familia, extraordinarios amigos, mejores compañeros de trabajo, actividades que me realizan (como esta de escribir tonterías que usted me hace el favor de leer) y muchas personas a las cuáles servirles, aunque sea un poco. Todos estos –y muchos más, como “Las Meninas” y el “Vals de las Flores”— son motivos de celebración y agradecimiento. Aún no es mi tiempo para los antidepresivos. Sí lo es para celebraciones.

HISTORIAS DE COSAS PEQUEÑAS

Mercadotecnia

Juan Antonio Nemi Dib



Seguramente usted recuerda que hasta hace unos meses estuvo vigente una de las normas más injustas e incomprensibles para los consumidores mexicanos, que nos obligaba a pagar por las llamadas de larga distancia que se recibían en los celulares. El impacto de este cobro absurdo era tanto, que a partir de su derogación, el uso de teléfonos portátiles ha crecido geométricamente.

A propósito de eso, un domingo al medio día viajando con mi familia por la autopista, recibí una llamada que me sorprendió por dos cosas: primero porque estábamos en un sitio como muchos otros del país, donde la señal de las antenas de telefonía es peor que mala y, sin embargo, en ese momento me llegaba con nitidez y, por otro lado, se trataba de un número (desde donde me hablaban) extraño y por lo mismo muy fácil de retener: el 00000012.

Un joven me pidió hablar conmigo, como titular del contrato y, cuando le dije que era yo, pasó sin más a preguntar: “¿se encuentra usted en su ciudad?”; extrañado le respondí que no había razón alguna para que yo le respondiera dónde estaba, sin saber siquiera quién era él ni qué quería. Entonces, con voz indignada pero tratando de mantener el mínimo de amabilidad exigida por sus manuales de ventas, me dijo que en realidad me estaba haciendo un favor, pues al preguntar si estaba yo de viaje, me ahorraba un costo en mi facturación de teléfono y me haría el servicio de llamarme después.

Ante tal muestra de bondad y embargado de sincera gratitud opté por decirle que sí, que en efecto me encontraba yo de viaje y ya con cierta pena me atreví a preguntarle el motivo de su llamada, a lo cual, muy ufano, respondió con un catálogo de nuevos e inútiles servicios telefónicos que esperaba venderme a precios “módicos”, para incrementar el monto de mi factura mensual (en promedio siete veces más que en Estados Unidos, que eso pagamos los mexicanos por nuestro pésimo servicio celular, según la “Pagina del Consumidor” del diario “La Jornada”).

Interrumpiéndolo, antes de cortar y con gran rapidez, le dediqué dos frescas al presidente de su compañía telefónica y las hice extensivas al pobre hombre que a fin de cuentas sólo hacía su trabajo. Increíblemente, con una gran dosis de ingenuidad, el joven intentó liberar su frustración llamándome de nuevo y seguramente esperando que yo respondiera el teléfono.

Después de esa experiencia (que por supuesto me facturaron) he tenido el cuidado de registrar las llamadas telefónicas que recibo para felicitarme por mi gran expediente crediticio y proponerme que cambie de banco, las llamadas que me ofrecen 4 días de estancia gratuita en un conjunto habitacional de Playa del Carmen o incluso, las que me “regalan” una nueva tarjeta de crédito, las más osadas y ostensiblemente fraudulentas, que me declaran ganador de una lotería millonaria a la que no he jugado y que me piden un depósito de cinco mil pesos para garantizar el premio por el que nunca concursé. Muchas llamadas con cara de dinero fácil forman parte de una extensa red de fraudes que se esconde muy bien al amparo del anonimato telefónico y nuestras ambiciones, fácilmente excitables. Dos amigos me presumieron ufanos sendos mensajes recibidos en sus celulares, que los declaraban ganadores del “Boletazo” y les pedían dinero a cambio como requisito para recoger su auto Jetta último modelo.

Estafas o no, las llamadas de vendedores llegan sin recato y por decenas a los teléfonos de la oficina, a los de casa y a los propios celulares. Las más osadas son las de una tarjeta de crédito que se dice “la llave del mundo” y que a mi juicio es la más inmoral y abusiva de cuantas corporaciones financieras hayan existido en el planeta y que, aunque usted no lo crea, se han comunicado a las seis con cincuenta y cinco minutos de la mañana no sólo para hacer las veces de mi despertador (justo cuando menos lo necesito) sino para sugerirme que por treinta dólares mensuales, cuando yo me muera, harán lo imposible por regatearles a mis deudos el pago de un seguro de vida que evidentemente no les he pedido ni pienso contratarles. Muchos improperios no han sido suficientes: persisten, persisten, vuelven a llamar, total que los bancos –y menos ése— no tienen dignidad ni progenitora por la que se pudieran sentir agraviados. Lo único que queda es cortar la llamada.

El tráfico de información personal es infame y nadie se molesta en regularlo, mucho menos en penalizar a quienes con toda impunidad distribuyen sus bases de datos de clientes y usuarios como confeti en desfile de carnaval; ¿quién caramba dijo quién soy y dónde vivo a una inmobiliaria de Los Cabos que generosamente me ofreció utilizar mi línea de crédito bancario para financiar la compra de un terreno a precio de remate por 800 dólares el metro?

Se supone que instituciones como el Buró de Crédito dan certidumbre a las operaciones mercantiles y propician una cultura de responsabilidad en los acreditados, pero el intercambio de información excede claramente los límites de esa certidumbre deseable y se convierte en una agresión a la gente, que una vez más queda indefensa en medio de la economía monopólica. Los abusos cometidos contra los consumidores al amparo del famoso Buró de Crédito son enormes y a fin de cuentas se trata de una entidad privada que se arroga el derecho de sentenciar la solvencia y la moralidad de las personas, como si fuera el justo juez Salomón. Pero en cambio, estas corporaciones no hacen absolutamente nada para proteger la privacidad de sus clientes pues, a fin de cuentas, ellos están para proteger sus dividendos y no a los usuarios.

Igual de grave todavía es el abuso de los bancos y otras entidades comerciales que usan nuestros datos personales para bombardearnos mañana, tarde y noche, con una mercadotecnia infame, útil sólo para endeudarnos más y hacernos comprar justo lo que no necesitamos.

Lo confieso: pasé de victimario a víctima, pues al menos en dos ocasiones usé el teléfono como vía de proselitismo; creo que no debo hacerlo más.

Historias de Cosas Pequeñas

PROSTITUCIÓN

Juan Antonio Nemi Dib



Algunos datos históricos hacen suponer que el primer prostíbulo formalmente establecido con el propósito de comercializar servicios sexuales se fundó y operó en Atenas, seiscientos años antes del nacimiento de Jesucristo; hay quienes se atreven a afirmar que, en siglo V antes de la era cristiana, el precio de una prostituta era un sexto de dracma, es decir, el salario de un jornal de trabajo.

Con toda probabilidad, estas actividades nacieron desde el momento mismo en que un (a) oferente descubrió que podía obtener beneficio a cambio de alquilar su cuerpo y encontró un (a) cliente (a) dispuesto (a) a pagar por ese servicio sexual, de modo que la invención de los burdeles no tuvo que coincidir necesariamente en tiempo y espacio con la aparición de las prostitutas (os). Nótese por favor el cuidado que pongo a los asuntos de género, para ofender lo menos posible a los lectores (as).

Hay registros de prostitución en Sumeria, en el Japón de la Geishas, entre los aztecas, en Cerdeña, en Sicilia, y en Israel, en donde según la Wikipedia, “era común, a pesar de estar expresamente prohibida por la ley judía”. Siendo capital de imperio, Roma llegó al extremo de la prosopopeya, clasificándoles por categorías: desde la más baja, correspondiente a las “cuadrantarias” que eran las más barateras –en el caso de las mujeres— hasta las “felatoras” muy especializadas en la práctica que les daba nombre y que no es prudente detallar.

Algunas culturas utilizaban con sentido ritual los servicios sexuales de varones, otras regulaban las prácticas de prostitución cobrando impuestos, estableciendo uniformes distintivos como los famosos vestidos de color púrpura, delimitando sitios de “trabajo” e incluso, en el siglo XVI -durante la Reforma— las epidemias obligaron a reducir a tres el número de clientes con los que podía yacer durante el día, una prostituta de ciertas regiones de Europa.

Hoy, a finales del 2007, la palabra prostitución no establece diferencia de género, pues el oficio lo ejercen por igual mujeres y hombres, de todas las preferencias e inclinaciones sexuales. El tema de las edades se hace crítico pues, como se sabe, la plaga de la pedofília, la pornografía que protagonizan niños y jóvenes y la prostitución infantil se han generalizado, de modo que no se trata ya de un tema exclusivamente de adultos. Y esto involucra a quienes prestan los servicios, pero también a quienes los utilizan, puesto que el inicio de la vida sexual activa ocurre cada vez a fechas más tempranas y la precocidad en el sexo tiene efectos para clientes y proveedores.

Se necesita una investigación enciclopédica para documentar los intentos de prohibir la prostitución, que ha sido proscrita y castigada una y otra vez de muy diversas maneras, incluyendo la promesa del infierno para los que ponen la materia prima y para los que pagan por ella. En cambio, sin caer en generalizaciones absurdas, es posible afirmar que sistemáticamente han fracasado supinamente, uno tras otro, todos esos intentos de prohibir el arrendamiento temporal de cuerpo.

La prostitución subsiste, permanece y, como es evidente, “evoluciona” hacia formas cada vez más sofisticadas y se asocia a fenómenos complejos como la delincuencia organizada, la trata de blancas, las redes de distribución de drogas y otras condicionantes que dificultan y hasta impiden su control y aún más, su persecución. Hoy los servicios de prostitutas (os) se contratan por teléfono, en la aldea o en la metrópoli; los catálogos de sexo servidoras (es) aparecen en la Internet, con todo y tarifas, y las secciones de “masajes” de los anuncios económicos de los diarios suelen incluir las variantes y peculiaridades de cada servicio, generalmente con ofertas generosas de temporada, a veces hasta un irrechazable “2 por 1”.

Pero si el (la) cliente (a) no desea exponerse a las consecuencias de un encuentro “de bulto”, basta una llamada telefónica a un servicio “hot line” para que reciba una completísima y activa sesión de sexo virtual, según ofrece su masiva publicidad, a cambio de once pesos más iva el minuto (que por supuesto se incluirán en su próxima factura telefónica sin que nadie lo impida).

Al margen de las consideraciones éticas y la convicción de algunos ciudadanos legítimamente preocupados que insisten en la proscripción como única alternativa, la pregunta esencial es la misma: ¿será posible erradicar la prostitución?

En medio del debate de prohibicionistas y permisivos, mientras esa disquisición se resuelve y se encuentra la fórmula mágica para borrar del mapa “el oficio más antiguo del mundo”, miles de sexo servidoras (es) viven esclavizados por mafias opresivas que les obligan a ejercer la profesión contra su voluntad, muchas otras (os) lo hacen sencillamente porque no tienen mejor alternativa para el sustento de sus familias y de ellos mismos. Quizá algunas (os) lo hagan por verdadera vocación, pero incluso las (los) de esta categoría –los que disfrutan su chamba— no están exentos de la violencia y los graves peligros que acompañan a la actividad. A los (las) clientes (as) no les va mejor y no salen siempre bien librados cuando la venta de servicios sexuales esconde robos, secuestros y extorsiones: no son pocos los que han muerto o han sufrido daños irreparables en su salud al ser intoxicados (as) por sus proveedores (as) de sexo servicio. Ya no hablemos de los enormes riesgos sanitarios de las prácticas sexuales promiscuas y sin control.

En realidad los caminos se acotan: a los sexo servidores y a quienes les aprovechan, el debate sobre el tema les tiene muy sin cuidado, pues mientras partidarios y contrarios continúan discutiendo si prohibir o permitir, si regular y proteger, si fiscalizar o no, el mercado impone su lógica salvaje y al final las prostitutas (os) lo único que están haciendo es abastecer puntualmente, de día y de noche, a un público demandante, ávido y listo para consumirles. Parece que el tema no está en la ética de los opinantes sino en los apetitos sexuales de los clientes. ¿Terminarán éstos algún día?

Historias de Cosas Pequeñas

GRAFFITI

Juan Antonio Nemi Dib



Se llama Calet. Aprendí más con él en diez minutos de charla que en decenas de artículos y sesudos análisis sobre esta práctica que nos molesta a muchos y que, sin embargo, crece y crece en cualquier parte donde haya jóvenes y un sitio que pintarrajear. A sus 18 años, se expresa muy propiamente, no en el sentido de que hable bonito, sino que posee ideas claras, definidas, y las transmite puntualmente y sin reparos.

Su técnica para pintar es completamente empírica, la aprendió en la calle, según confiesa. A pesar de ello, no sólo ha llegado a galerías de arte con sus creaciones sino que ya ha recibido algunos encargos formales para hacer pinturas, sobre todo murales y, a estas alturas de su incipiente carrera pictórica, ya “vive de su oficio”. Su vocación artística es evidente, al punto de que hace tiempo que ha dejado los estudios escolares y se dedica de tiempo completo a la plástica, de modo que puede definírsele sin problema como un profesional de la pintura.

Empezó confesando: dijo que la emoción causada por una pinta –la primera de su vida— lo introdujo en un mundo novedoso y atractivo que se prolongó por varios años. También dijo que él, como seguramente muchos de sus colegas “graffiteros” tampoco, jamás pensó que sus pintas, leyendas y dibujos fueran algo indebido y, por el contrario, sus mensajes sólo respondían a una profunda necesidad de expresarse. A pregunta concreta, reconoció que jamás había reflexionado –mientras graffiteaba— sobre el daño que estaba causando a terceras personas.

Sin que yo le preguntara, habló de que la compra de sus insumos de “trabajo” constituye una verdadera proeza para los graffiteros pues las pinturas en aerosol son particularmente costosas y de difícil acceso para un joven sin ingresos. Después hizo una distinción determinante para él, significando a quienes “hacen arte en la calle, con autorización y sin violar leyes”, lo que evidentemente nada tiene que ver con la práctica del graffiti vandálico que agravia a la sociedad. Dijo que es precisamente lo que él empezó a hacer en la segunda etapa de su vida de pintor callejero, enfrentando el juicio popular no como vándalo sino como artista.

Ahondando esa distinción entre graffitero y creador de arte, el pasado 14 de noviembre, 49 diputados de todos los partidos representados en el Congreso del Estado de Veracruz aprobaron por unanimidad la introducción al código penal de un nuevo delito, llamado GRAFFITI ILEGAL, en estos términos: “Artículo 228 Bis. A quien, sin importar el material ni los instrumentos utilizados, pinte, tiña, grabe o imprima palabras, dibujos, símbolos, manchas o figuras a un bien mueble o inmueble, sin consentimiento de quien pueda darlo conforme a la ley, se le impondrán de tres meses hasta diez años de prisión, multa hasta de trescientos días de salario y trabajo en favor de la comunidad y de la víctima u ofendido.”

Independientemente de las causas que dan origen a este fenómeno que daña sitios de propiedad pública y privada, monumentos y componentes del mobiliario urbano, a veces de manera irreparable, los diputados locales coincidieron en que ahora se cuenta con una herramienta jurídica eficaz para combatirlo, pues antes de esta adición al Código no existía una sanción específica para sus responsables de esos daños al patrimonio. El dictamen votado en el Congreso del Estado, expresa que a fin de cuentas, el graffiti es una conducta antisocial que resulta necesario inhibir.

Estas travesuras dejaron de serlo, para convertirse ya en un delito, así sea la semilla de grandes artistas en potencia.

A los jóvenes verdaderamente necesitados de espacio para decir cosas les queda ahora el recurso de pedir permiso para hacer sus pintas en lugares disponibles y apropiados para sus expresiones, aunque a decir de los expertos, la autorización pedida y concedida le quita todo sentido a unos mensajes que deben ser “…filtrados por la marginalidad, el anonimato y la espontaneidad y que en el expresar aquello que comunican violan una prohibición para el respectivo territorio social dentro del cual se manifiesta” En pocas palabras: un graffiti autorizado no es graffiti, no tiene sentido pues deja de ser una atrevimiento.

A quienes hemos sufrido en carne propia (o mejor dicho, en pared propia) la aparición furtiva de una leyenda, de un símbolo imposible de entender, de un manchón de lodo o pintura o de un dibujo por bueno que sea (y que pocas veces lo son, por cierto, dado que no todos los graffiteros son Calet), nos cuesta mucho trabajo la interpretación del sociólogo Michel Maffesoli que define al graffiti como “…el hecho de compartir un hábito, una ideología, un ideal, determina el ser conjunto y permite que éste sea una protección contra la imposición, venga de donde venga.”

Cualquiera puede decir a los jóvenes graffiteros, con toda razón, que con toda libertad compartan sus hábitos, sus ideologías y sus ideales, que hagan equipo y que se protejan contra las imposiciones, pero que lo hagan por favor, en las bardas de sus casas. Como establece el sabio aforisma: “Si tu padre fue pintor, y heredaste los pinceles, píntale el… a tu… y no rayes las paredes”.

Calet piensa que es imposible erradicar esta práctica, que el graffiti subsistirá; ojalá que se equivoque, sólo en esto, pero que se equivoque.