Cosas Pequeñas

POLICÍA
Juan Antonio Nemi Dib


Cualquiera que se pregunta cómo fue posible que México llegara a una situación de inseguridad y violencia como la que estamos enfrentando concluye –con toda razón— que la carencia de una policía eficaz, honrada y confiable es una causa esencial del enorme problema. En la misma medida en que crece la presencia de los malos, con sus arbitrariedades, con sus agresiones a la paz pública, su absoluta falta de respeto por vida y la integridad de las personas inocentes, su continua siembra de terror y sus agravios a gente de bien que vive y trabaja dentro de la ley, se hace más notoria la orfandad que se resume con precisión en la angustiosa llamada para el Chapulín Colorado: “y ahora… ¿quién podrá defendernos?”


La gravedad de la crisis se acrecienta porque buena parte de los delitos son cometidos por ex policías y ex militares e incluso, por miembros activos de las corporaciones de seguridad. Todo esto se convierte en una patología a la que la sociedad se acostumbra, pero que no por ello es menos absurda y ruin: hay que cuidarse de los propios policías porque es un hecho cierto y posible que el contacto con ellos resulte más perjudicial que beneficioso. ¿Cuántas veces se extravían definitivamente los botines recuperados?, ¿cuántas veces hay que hacer contribuciones económicas a los “guardianes de la ley” para que “avancen las investigaciones”? Si la frontera entre el bien y el mal es de por sí sutil, en estos casos suele difuminarse hasta convertirse casi en invisible, haciéndose muy difícil, identificar a los que están en cada bando.


También es sabido que existen decenas de casos en los que los presuntos criminales alcanzan su libertad casi inmediatamente gracias a fallas procesales, a consignaciones deficientes o vacíos legales o a francos actos de corrupción de procuradores e impartidores de justicia. Por eso, algunos expertos afirman que 9 de cada diez infracciones legales permanecen absolutamente impunes, aunque se trate de cosas gravísimas como asesinar a las víctimas, después de cobrar los rescates pactados por liberarlas.


El resultado crítico de todo esto es que las víctimas prefieren no denunciar los delitos que sufren porque presumen: a) que no obtendrán beneficio alguno de su denuncia, b) que denunciar probablemente hará las cosas más complicadas y c) que es muy poco probable que los delincuentes paguen las consecuencias de sus actos.


Sin embargo, detrás de todo esto subyace un delicado problema de análisis que, de no asumirse correctamente, no sólo no facilitará que superemos esta circunstancia nacional (que algunos no dudan en considerar ‘guerra civil’) sino que muy probablemente la complicará: la mejora de las corporaciones policiales (o incluso la creación de nuevas corporaciones, con un perfil profesional más adecuado y confiable) es necesaria –vital— y urgente, pero está lejos, muy lejos, de ser la solución integral de este conflicto. Aquí algunas reflexiones al respecto:


1.- Más que una profesión, en México el de policía es un oficio residual. Me explico: antes de que las estadísticas la convirtieran en una ocupación peligrosísima, con alto riesgo de muerte, la de policía ya era una chamba más despreciable que respetable; la sociedad mexicana, históricamente, ha malquerido a sus policías. Me dirán con razón que dicho descrédito se ha ganado a pulso, pero la ecuación tiene otro componente aún más profundo que los policías abusivos: el policía, por naturaleza, es sinónimo de cumplimiento de obligaciones, de justicia y de consecuencias, cosas que no necesariamente apreciamos; no nos gusta que una autoridad nos imponga ciertas conductas y, especialmente, somos refractarios a que nos sancionen.


Los salarios dramáticamente miserables –algunos por debajo del nivel de pobreza— que recibe la mayor parte de los policías de este país no responden sólo a un problema de escasez, tienen que ver con la poca importancia que dicha actividad significa para la sociedad. Por lógica y sentido político, cualquier presidente municipal pavimentará una calle antes que aumentar los sueldos de sus gendarmes, es lo que socialmente se le demanda y parecería loco si hiciera lo contrario.


Consecuentemente, son muy pocos los que se convierten en policías por auténtica vocación, sabiendo que estarán lejos de contar con prestigio social, que castigarán a sus familias con muy bajos ingresos –y mala calidad de vida—, sabiendo que es muy probable que, por cumplir su trabajo, acaben procesados o sancionados y, peor aún, muertos. Con frecuencia, “entran de policías” quienes no tienen otra opción en el mercado laboral.


2.- No soy mayoría, pero existen policías honrados, comprometidos –quijotes, en pocas palabras— que creen en su oficio y asumen su responsabilidad, al costo que sea. Las más de las veces, estos individuos (hombres y mujeres) carecen de medios de trabajo (incluyendo equipo, capacitación, viáticos) y se enfrentan a un sistema legal deficiente y plagado de complicidades, pero sobre todo a la incomprensión de la sociedad a la que deben defender, muchas veces a pesar de ella. Por supuesto, son repudiados por sus propios compañeros que se benefician de las malas conductas.


3.- El gran problema sigue siendo la carencia de una cultura de legalidad, la ausencia de respeto a los demás y cumplimiento de los deberes cívicos como valor de la convivencia. Es mucho más fácil, más seguro y más cierto (aunque más tardado y menos espectacular) apostar a que no se cometan delitos que a perseguirlos. Seguir sólo por el camino de los súper policías contra las grandes mafias será una carrera sin fin, en la que los malos siempre tendrán ventajas, porque pueden matar y no necesitan ajustarse a las leyes para hacer su trabajo. También es cierto que no podemos esperar una generación a que las cosas se compongan.


Necesitamos buenos policías, pero también buenos ciudadanos, respetuosos de la ley. Será mucho más rentable para las próximas generaciones.


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Cosas Pequeñas

DISPARANDO

Juan Antonio Nemi Dib

Junto con el aborto y el monto de los impuestos, el derecho de los ciudadanos a poseer y llevar consigo armas de fuego es uno de los temas mas debatidos a lo largo de décadas de la historia contemporánea de los Estados Unidos de América, quizá más discutido que la pena de muerte. Mientras que un número importante de autoridades locales, principalmente jefes de policía, intentan poner límites a este supuesto “derecho fundamental”, decenas de legisladores abanderan la causa contraria y propician leyes que tutelan a los usuarios de armas con fines recreativos y para su “autoprotección”.


Actualmente, hay cientos de litigios pendientes de resolverse en distintos tribunales que deben decidir sobre el uso “legal” de pistolas y rifles por parte de la gente. Hace poco, el Congreso del Estado de Florida emitió una ley que permitía a los patrones el prohibir a sus empleados la portación de armas dentro de los locales de trabajo, sin embargo, el juez federal Robert Hinkle determinó que los dueños o gerentes de los establecimientos están en libertad de prohibir la portación a sus clientes y visitantes, pero no a sus empleados (¿?), con lo que canceló la vigencia de dicha ley. Por primera vez en su historia la Corte Suprema de los Estados Unidos ha intervenido directamente en este debate, al señalar –en junio pasado— que todos los ciudadanos del país vecino tienen derecho a poseer armas en sus casas, para protegerse.


En el lado de los “rudos”, la Asociación Nacional del Rifle (NRA, por sus siglas en inglés), creada en 1871, se define a sí misma como la “organización más antigua de los EUA dedicada a la defensa de los derechos civiles”. Esta agrupación administra muchos millones de dólares que recibe mediante donaciones deducibles de impuestos, colectas y banquetes de recaudación que utiliza para financiar becas, programas de capacitación, eventos deportivos y actividades culturales (incluyendo su famoso museo) pero especialmente para realizar un agresivo cabildeo frente a todas las autoridades de la Unión Americana, en defensa del uso de armas por parte de los ciudadanos.


Este poderoso grupo de presión frecuentemente vinculado a los programas políticos más conservadores y cuyo lema es algo así como “abraza la libertad”, resulta temido, respetado y repudiado pero nunca ignorado, debido a que posee cerca de cinco millones de afiliados, algunos muy famosos como el recién fallecido actor Charlton Heston, quien fue su presidente entre 1998 y 2003 y defendió radicalmente el uso de armas por parte de los ciudadanos.


La discusión de este tema se profundiza mientras que algunos expertos atribuyen a la proliferación de armas (legales o no) el incremento de los índices de violencia y una mayor disposición de los delincuentes –apoyados en estos instrumentos para matar— para cometer crímenes, además, por supuesto, de otros factores como los culturales, las psicopatías y los niveles de acceso a oportunidades de desarrollo personal. De una inferencia lógica se sigue que habría menos homicidios y agresiones si las armas y municiones no estuvieran disponibles en los mercados, como si se tratara de sombreros o manzanas.


En contrapartida, la NRA afirma –citando estadísticas— que la idea de que las leyes de control de armas contribuyen a prevenir la criminalidad no es mas que una fábula y ejemplifica con el caso de Washington, cuyas autoridades prohibieron desde 1977 la venta de armas en esa ciudad; según la NRA, para 1990, el número de homicidios se había triplicado en la capital de EUA. Estos activistas hablan de casos similares para la ciudad de Chicago, para el estado de California y para Maryland y aseguran que los asesinatos con armas de fuego son bastante más altos en donde la venta de éstas sigue regulada o prohibida.


La utilización de armas como mecanismo de autoprotección conlleva riesgos y favorece los abusos que se pueden cometer cuando se argumenta “legítima defensa”, al amparo de la cual suelen esconderse crímenes sofisticados. Pretender que cada ciudadano deba estar armado para defenderse de posibles agresiones implica, en esencia, la negación del estado de derecho y, más gravemente, la imposibilidad de convivir pacíficamente de manera ordenada y de acuerdo con un mínimo de reglas sustentadas en el respeto mínimo que todos debemos a las personas y a los bienes de los demás.


Suponer que se necesitan pistolas y rifles para la autodefensa implica – también— que la sociedad es incapaz de formar a niños y jóvenes en torno a una cultura cívica en la que cada uno debe reconocer sus límites, empezando por la integridad física de los otros y los bienes que les pertenecen y de los que nadie tendría que apropiarse ilegalmente. Si cada persona tendrá sus propias armas para defenderse, policías, fiscales y jueces se tornan innecesarios. Esta es, en pocas palabras, la negación del Estado como ente jurídico o, en términos de Hobbes, la guerra de todos contra todos.


Sin embargo, en una etapa más de este agrio debate, la Junta Escolar del Distrito de Harrold, en Texas, aprobó de manera unánime que los maestros que reciban cierta capacitación en manejo de crisis y uso de armas, puedan llevarlas consigo dentro de las escuelas, durante la jornada laboral, para “protegerse a sí mismos y a los alumnos” en caso de agresión. La medida entra en operación el próximo 25 de agosto, con el inicio del ciclo escolar y, a decir de sus promotores, cuenta con el beneplácito de los padres de familia, seguramente impactados por el incidente de abril de 2007 en la Universidad Tecnológica de Virginia, en el que el estudiante Seung-Hui Cho asesinó con armas de fuego a 32 personas, antes de suicidarse.


Tal vez tengan la razón estos texanos. Tal vez convenga que, una vez más, les copiemos como solemos hacerlo cuando no encontramos mejores soluciones. Quizá OPORTUNIDADES debería repartir, en lugar de vales de despensa, becas y subsidios sin vocación partidista, revólveres magnum y escopetas de doble cañón que nos devuelvan la paz pública y la confianza en el futuro. Tal vez disparando unos contra otros… al final queden sólo los buenos ciudadanos, aunque sean poquitos... y excelentes tiradores.


antonionemi@gmail.com



Cosas Pequeñas


AISIANA

Juan Antonio Nemi Dib


Durante la campaña electoral de 2004 conocí a una organización de mujeres taxistas que buscaban abrirse paso dentro del gremio de chafiretes, como paso previo para la obtención de concesiones. Me quedé con la idea de que se trataba de mujeres resueltas, con un proyecto claro de vida que muchos veían con reserva por considerarlo poco femenino, “inapropiado” para ellas. A pesar de eso, eran mujeres con la energía suficiente para superar prejuicios sexistas y desenvolverse en un medio competido y hostil, en el que conseguir los permisos y las placas de alquiler es apenas uno de los obstáculos, sumado a los muchos riesgos inherentes al oficio; esas mujeres también tenían claro que hacer proselitismo político podía ayudarlas a conseguir sus taxis. De cualquier modo, eran unas cuantas, nada convencionales y, por ende, no dejaban de ser anecdóticas.


Pasaron los años y no hubo manera de dar seguimiento a las aspiraciones de las taxistas organizadas; desconozco si lograron su cometido y si les otorgaron concesiones o no. Sin embargo, pude observar el número cada vez mayor de mujeres que conducen vehículos de alquiler en distintas ciudades, probablemente más como “postureras” y arrendatarias que como titulares de los derechos y dueñas de los autos.


La tarde del sábado tuve la oportunidad de que una de ellas me llevara de un sitio a otro, el tiempo suficiente como para que muchas de mis ideas preconcebidas quedaran hechas añicos en apenas unos minutos de charla. No me di cuenta de que era mujer quien conducía el taxi al que hice la parada hasta que estuve al lado de la conductora, seguramente acostumbrada a las expresiones de sorpresa de quienes abordan su vehículo y se encuentran con una chofera. Contra lo que yo hubiera supuesto, condujo pulcramente, sin apartarse ni un ápice de las reglas de tránsito, a la velocidad correcta –ni más ni menos—, sin los bruscos cambios de carril ni las maniobras extremas que caracterizan a sus colegas masculinos, sin pelear con nadie y sin tocar el claxon una sola vez. Si acaso, un crítico exigente le habría observado que manejó todo el tiempo con el pie izquierdo sobre el pedal del clutch (embrague, dirá con razón algún purista de la lengua, aunque la palabreja suene rara y petulante), pero no más que eso.


No perdí un minuto y ella, generosa –quizá acostumbrada o, incluso, considerándolo parte de su oficio, como el consejo del cantinero o la anécdota del viejo peluquero— accedió a responder al interrogatorio obligado. La charla no tuvo desperdicio.


Se llama Aisinana. Tiene 33 años de edad. Es madre de dos hijos; el primero, un adolescente de 14 y la segunda, una niña de 5. Su esposo es maestro albañil. Hace ocho meses decidió convertirse en conductora de taxi, un poco “porque le llamaba la atención” y un mucho, porque pensó, con buena dosis de ingenuidad que podría contribuir a la economía familiar. Al principio su esposo le dijo, literalmente, que estaba loca, pero ella se valió de las artes propias de su género y al poco tiempo el marido estaba de acuerdo en esta nueva incursión femenina al mundo del transporte público. Esa labor de convencimiento fue, por sí misma, más que meritoria.


A Aisiana, su talla pequeña no la amedrenta. Sabe que la noche es peligrosa, pero confía en su instinto y asegura que no le ha ocurrido nada, ningún incidente. Todos los días cumple un turno de doce horas de trabajo que empieza a las tres de la tarde y termina a las tres de la mañana del siguiente día. Al concluir su jornada, debe entregar el coche limpio –lavado por dentro y por fuera—, en perfectas condiciones de funcionamiento (se lo revisarán detenidamente) y con el tanque de gasolina lleno; además cada día tiene que pagar al dueño del coche (y de las placas) doscientos diez pesos por “la cuenta”, es decir, el importe del alquiler.


Necesita ingresos de 360 pesos para pagar el combustible, la limpieza y el alquiler del taxi. Considerando que el viaje promedio se cobra a 23 pesos, Aisiana debe conseguir 16 “corridas” para salir a mano y es a partir del viaje número 17 que empieza a “ganar dinero”. Obviamente no siempre hay 17 pasajeros al día y es entonces cuando el asunto se pone feo, porque ella debe pagar lo pactado al dueño del auto, independientemente de que haya tenido pasajeros o no. Ya le ha ocurrido en dos o tres ocasiones que no sólo no gana nada, sino que tiene que poner dinero extra para completar la famosa cuenta. La experiencia le enseñó a guardar fondos de reserva, para cuando tiene que “pagar por trabajar”.


Dice que estos son días malos, “porque los chamacos no están en la escuela” y a ello le atribuye que las últimas dos semanas ha regresado a su casa con 50 o 60 pesos por día, lo que equivale a una utilidad neta de cinco pesos por hora (bastante menos de lo que recibiría en un crucero, limpiando cristales de autos). Todo esto, a cambio de que su familia –especialmente sus hijos, en plena etapa de formación— prácticamente no la vean durante el día, y a que ella duerma apenas unas horas, pues sus deberes de ama de casa y esposa siempre la esperan, sin compasión.


Aisiana es optimista por naturaleza y confía en que el inicio del próximo ciclo escolar incremente el volumen de pasaje –y de ingresos—; también espera que “Tránsito” suba pronto las tarifas que “tienen años sin cambiar”, de lo contrario tendrá que “renunciar a esta chamba”, lo que no le entusiasma en absoluto, porque manejar el taxi le “gusta mucho”. Aisiana no piensa todavía en su propio juego de placas, tampoco le preocupa carecer de seguro social o la inequidad de su empleo, por ahora sólo quiere pasajeros que le permitan trabajar, para mejorar las condiciones de vida de su familia.


Aisiana seguramente no lo sabe pero su principal mérito no está en manejar un taxi de noche sino en romper esquemas y demostrar, una vez más, que las mujeres son un gran activo –no sólo económico— de la sociedad mexicana.


antonionemi@gmail.com