Cosas Pequeñas



MIXTURAS

Por Juan Antonio Nemi Dib


1] El diario USA Today es probablemente el de mayor tiraje en los Estados Unidos, se estima que imprime y distribuye unos 2.3 millones de ejemplares cada día, con la particularidad de que la ubicación de rotativas en distintos sitios del País le permite cubrir todo el territorio de la Unión Americana y, también, aprovechar la diferencia de horarios –hasta 5 horas de un extremo a otro— para actualizar las noticias e incorporar a sus impresos las novedades de último momento.

Su estilo rompió con muchas tradiciones del periodismo impreso en EUA, incorporando gran colorido a sus ediciones, fotos de buen tamaño, gráficos y notas breves, redactadas en un lenguaje diferente al de los medios tradicionales. También innovó incorporando encuestas diarias y muchas estadísticas. Su sección deportiva es considerada la mejor de aquel país.

Los puristas lo critican con dureza: que trivializa las noticias, que en el ánimo de simplificar la lectura, lleva las notas al extremo de la llaneza; la enciclopedia abierta de la red dice que se han acuñado dos términos peyorativos: “McPaper” o “McNewspaper” haciendo referencia a la sencillez de la comida rápida, para relacionarlos con el manejo que USA Today da a la información.

Mientras un icono del periodismo como “The New York Times” debe que recurrir a financiamiento externo –en buena medida de Carlos Slim— para mantenerse a flote y muchos otros medios del mundo recortan drásticamente sus plantillas de personal, achican sus ediciones y reducen gastos en forma draconiana, USA Today mantiene su estilo y crece. ¿Cuál es el secreto?

2] Precisamente en el USA Today, en su edición del 16 de abril, casi perdida en la página 9 de su primera sección, una pequeña nota de seis o siete párrafos informa que Barack Obama y su esposa Michelle tuvieron ingresos de cinco y medio millones de dólares en 2009 y que pagaron impuestos federales equivalentes a 1.8 millones.

El matrimonio presidencial hizo donaciones de caridad por importe de 329 mil dólares, de los cuales 50 mil fueron para la Fundación Colegios Negros Unidos. En la nota se explica que la mayoría de los ingresos provienen de los derechos por los dos libros escritos por Obama: “Sueños de mi Padre” y “La Audacia de un Sueño”.

El periódico, citando a la agencia The Associated Press, dice que el salario presidencial es de cuatrocientos mil dólares anuales (cinco millones de pesos mexicanos), pero que en 2009 “apenas” recibió 374,460 dólares; los 25’540 dólares que le descontaron se deben a que empezó a chambear el 20 de enero. O sea que Obama gana 1’096 dólares diarios, 13’150 pesos mexicanos. Parece mucho pero es bastante menos que los salarios de los ejecutivos de Wall Street o que los ingresos (lícitos y no) de algunos políticos mexicanos.

También aclaran que en 2009 don Barack pagó al Estado de Illinois, donde está su domicilio, la cantidad de 163, 303 dólares por concepto de impuestos locales. Esta información no requiere de comentarios vinculados con nuestra mexicana realidad, ¿o sí?

3] Dicen los que saben de tauromaquia que José Tomás es, en este momento, el mejor torero del mundo. Arrojado y artístico, lo califican. El sábado, en medio de la Feria de San Marcos, de Aguascalientes, “Navegante” un toro de 470 kilos, lo empitonó de tajo en la pierna izquierda, seccionándole las venas femorales superficial y profunda y la iliaca. Informan los médicos que el diestro estuvo a punto de morir y que la oportuna intervención de otro torero, Diego Martínez, quien apenas levantó a su colega de la arena le metió la mano en la pierna y comprimió de inmediato la hemorragia, así como el hecho de que lo empezaran a operar de inmediato, en la enfermería, sin anestesia, evitaron un desenlace fatal… por ahora. La cirugía fue de casi 4 horas; le transfundieron 8 litros de sangre porque estiman que perdió seis. Mientras escribo José Tomás permanece en terapia intensiva y sus cercanos afirman que está fuera de peligro, pero los médicos aguascalentenses mantienen reservas y advierten que podrían surgir complicaciones graves: infecciones, trombosis y tromboembolias, además de una reacción de su organismo a tanto trasplante de sangre.

Joaquín Sabina, el mismo que acusó de ingenuo al Presidente Calderón, estaba presente en la corrida.

Probablemente este incidente despierte de nuevo el debate sobre la fiesta brava, sobre la crueldad y el enorme riesgo que tiene intrínsecos. Quién sabe si el placer que producen las faenas justifique tanto dolor y tanta sangre, de unos –los que mugen, los más— y de otros, los menos. ¿Qué pasará con Navegante? Él no es culpable de nada.

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Cosas Pequeñas


DEMÓCRATAS A MEDIAS

Por Juan Antonio Nemi Dib




Es indiscutible que el triunfo del PAN en las elecciones federales del 2000 significó el fin del sistema político sustentado en el presidencialismo y en un partido hegemónico. También es un hecho que ese desplazamiento del PRI fue resultado de un proceso en el que intervinieron distintas fuerzas y en el que progresivamente se modificaron las estructuras políticas y jurídicas, creando la posibilidad objetiva de que actores diferentes pudieran triunfar en la disputa legal por el poder público. El tamaño de estos cambios y sus implicaciones no dejan duda respecto de que se trató de una transición, pacífica y socialmente aceptada.

Es cierto que la política del país cambió y el principal signo de ello fue la llegada al gobierno de un partido distinto al que venía ejerciéndolo de manera ininterrumpida durante casi 71 años. Pero, independientemente del tamaño de las expectativas que produjo dicho tránsito –en el propio México y en el extranjero— la cuestión de fondo reside en sus alcances, es decir, si se agota en el arribo al poder de protagonistas diferentes mediante elecciones confiables o si va más allá y si dicho proceso de transición se ha consolidado o no.

Es un valor cultural universalmente aceptado que los sistemas democráticos en los que se respeta la voluntad de los ciudadanos expresada mediante votos electivos son intrínsecamente buenos, que de ellos derivan beneficios para todos y que, por ende, no necesitan mayor justificación: el mero hecho de que las preferencias ciudadanas se asuman, se protejan y se ejecuten sin distorsiones, se interpreta como saludable y conveniente. (Algunas naciones como Suiza llevan esta convicción al extremo, limitando el número de decisiones que pueden tomar por propia cuenta los gobernantes y asumiendo un estilo de vida prácticamente plebiscitario, en el que los ciudadanos resuelven sobre la mayoría de los asuntos públicos).

Partiendo de ese principio, el sistema político mexicano habría tenido un gran avance democrático a partir del reconocimiento del triunfo electoral de Vicente Fox, la noche del 2 de julio del año 2000. Sin embargo, apenas 6 años después, Andrés Manuel López Obrador y la Convención Nacional Democrática afirmaban que durante los comicios presidenciales de 2006 se había llevado a cabo un “operativo de Estado” que mediante argucias y oscuros acuerdos, una cruenta guerra sucia y la complicidad de grandes corporaciones, arrebataba el triunfo legítimo al candidato de la izquierda, el famoso “peligro para México”. El 15 de agosto de ese mismo año afirmaban: “De consumarse el fraude electoral para imponer al candidato de la derecha en la Presidencia de la República, se estaría pisoteando la voluntad del pueblo expresada en las urnas el dos de julio y se estaría violando a la vista de todos la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos.” Como es sabido, desde entonces López Obrador califica al Gobierno de Felipe Calderón como “espurio”, “ilegítimo” y “neofascista” y a pesar de que han transcurrido más de 3 años insiste en que su presencia en el poder será transitoria.

No ha sido la única elección beligerante en la vida contemporánea de México; buena parte de ellas, federales, estatales, municipales, suelen terminar en los tribunales, que en cierta medida acaban convirtiéndose en “intérpretes” del mandato ciudadano. Los conflictos electorales y postelectorales, pan de todos los días en nuestro país, tienen dos componentes visibles: la existencia real e indiscutible de abusos, ilegalidades o interpretaciones mañosas y torcidas de las leyes y, por otro lado, la comodidad cínica de los actores políticos que prefieren llamarse defraudados, robados, antes que aceptar a la buena y con altura sus derrotas.

Del primer caso son ejemplares las declaraciones de Luis Carlos Ugalde, quien narró detalladamente y sin que nadie lo desmintiera las presiones que recibió de Vicente Fox, Elba Esther Gordillo y el propio Felipe Calderón; respecto del entonces Presidente de la República Ugalde llegó a decir además que el Instituto Federal Electoral y él mismo en calidad de su Consejero Presidente fueron legal y políticamente incapaces de atajar y neutralizar la indebida intervención de Fox y su Gobierno en el proceso electoral de 2006. En cuanto al segundo caso: candidatos incapaces de reconocer los resultados adversos de las urnas, los ejemplos pululan.

Agréguese a todo ello el descrédito social (ganado a pulso) del IFE y de los organismos administradores de elecciones locales, la disfunción provocada por el hecho de que los “consejeros ciudadanos” de los órganos electorales sean designados como parte de negociaciones entre partidos políticos –el propio Ugalde lo reconoce— y respondan a éstos, no a sus deberes de neutralidad, los extraños criterios de los jueces electorales (a los que más de uno cuestiona su imparcialidad y objetividad) y las suspicacias que despiertan sus resoluciones, los presupuestos asignados a las autoridades electorales, la pérdida de credibilidad de los partidos políticos, principales actores de la vida política, el gran poder de los gobernadores en sus estados…

¿Es México una democracia plena, garante de la voluntad popular? Pareciera que apenas a medias.

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VIVIR PELEANDO

Por Juan Antonio Nemi Dib




“Uno de los visitantes, de manos sucias y rostro horriblemente picado de viruelas, tenía en su mirada algo inocentemente descarado; no expresaba su semblante la menor ironía ni inteligencia alguna, sino únicamente la necia embriaguez de su derecho, unida a una extraña necesidad de ser y de sentirse siempre ofendido.”

El Príncipe Idiota. Fédor Dostoievski




Las causas justas abundan: será verdaderamente garbanzo de a libra encontrar en el mundo a alguien que no haya sufrido un agravio –pasado o presente— digno de reparación, de resarcimiento o hasta de venganza. Por acción o por omisión, aun los más afortunados, los que han vivido en los ambientes más protegidos y asépticos, los predilectos del destino a los que todo suele irles bien, incluso ellos alguna vez habrán sido despojados, difamados, menospreciados, intrigados, defraudados, malqueridos o desamados, ignorados, robados, golpeados, desplazados, ofendidos en suma por alguien o algunos que, voluntaria o involuntariamente les causan daño. Con más razón los desafortunados, los débiles de espíritu o aquéllos a los que el teatro de la vida suele asignarles el papel de víctimas vitalicias.

De vez en vez, los celos de algunos hijos pequeños frente a los hermanos recién nacidos nos ofrecen una de las expresiones más crudas de una naturaleza humana egoísta y posesiva que luego las convenciones sociales se encargan de disfrazar y acomodar mediante códigos que buscar hacer la existencia más amable y, supuestamente, menos conflictiva. ¿Se deja de ser egoísta con la edad o simplemente se esconde el sentimiento detrás de las cortesías obligadas?

Pero no siempre las caretas, más útiles para la comedia que para disolver conflictos, dejan a la gente a salvo de la envidia, la avaricia, el desprecio por los demás y, en suma, todo lo que configura el absurdo prurito de acumular más de lo necesario (mucho más de lo que realmente podría disfrutarse), la rivalidad con el talento y los éxitos ajenos, el deseo de tener más que el resto y ser más que el resto. ¿Hay peor tragedia que la de familias que aparentan estar sólidamente construidas y que junto con los denarios heredan ruptura y agravio, incluso para terceros inocentes?, ¿podría alguien inventar una rama del derecho dedicada a litigar en pos de la armonía, la paz –interior y exterior— y el respeto sincero a los otros?

Es cierto que hay humanos libres de esas bajas pero generalizadas pasiones que más de una vez son el verdadero motor de la vida cotidiana; esos humanos –cercanos a la santidad— están lejos de ser mayoría, mientras que el resto hacemos legiones. Pero el consuelo cínico consiste en que, al final, se trata de una cuestión de grado: qué tanta tolerancia se tiene a que a los demás les vaya bien cuando a nosotros las cosas no nos funcionan, cuando nos duele la cabeza o estamos de veras enfermos, cuando no obtenemos lo que queremos, cuando lo habido –bien o mal— parece insuficiente o no llena, cuando natura quita la belleza o las artes que a otros prodiga, haciendo ley aquélla sentencia ruin de que la vida castiga dos veces a quienes carecen de atractivo exterior e interior.

En pocas palabras: se es más o menos envidioso (a), se está más o menos [in] satisfecho (a) con la existencia, en grados que van de lo tolerable a la obsesión, extremo éste destructivo, que se torna en auto veneno para el que no hay inmunidad. La regla simple sería: ante lo inevitable, mientras menos envidia, mejor…

Siendo, como es, que a morir venimos, que la vida es breve –suspiro infinitesimal, en términos astronómicos—, de suyo incierta y no poco cruel por sí misma, ¿qué sentido tiene vivirla en función de los demás?, ¿qué magro provecho nos deja el medirla a partir de lo que otros poseen, de lo que otros son, de lo que otros consiguen?, ¿qué gozo puede hallarse en pasarla compilando afrentas ciertas o, las más de las veces, imaginarias?, ¿qué tan justas son nuestras causas justas?

Quizá esto se explique porque como mecanismo defensivo existe entre los hombres (y mujeres) un arraigado delirio de grandeza, un complejo de superioridad que permite e invita a acusar a los otros, responsabilizarlos de los propios errores, de los más profundos demonios, de la intolerancia y la insatisfacción permanente. Aparentemente es el camino más “fácil” para liberarnos de culpa. En realidad no es otra cosa que un círculo de destrucción en el que mientras más se odia, más se muerde la cola; disputar siempre no deja tiempo para disfrutar nunca, ni siquiera las cosas que otros nos envidian. Dolor creciente y acumulativo, frustración sin salida, desconfianza perpetua. Dolor que sirve para cobrar agravios, es cierto, pero sirve más para destruir a quienes lo sufren. Sirve, eso sí, para infringir “justificadamente” las peores ruindades, vengancitas de papel. Sirve para olvidar beneficios y provechos previos que siempre nos parecerán pocos. Es ingratitud. Es patología.

Me lo repito una y otra vez, cuando el temperamento me gana y pretendo clamar por una justicia que ni siquiera sé que me asiste: por justas que sean las causas, no vale la pena vivir peleando, es autodestrucción, deslealtad terrible con nosotros (as) mismos (as).

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CONSEJEROS

Por Juan Antonio Nemi Dib


Había una vez un consigliere. Le habían encargado que protegiera a su jefe, que le sugiriera las mejores rutas, las menos conflictivas, que le ayudara a transitar con la menor cantidad de magullones por las complejas sendas de la política y la administración; oportunamente le advirtieron que su superior poseía cierta buena fe, pero poca experiencia y menos herramientas para un trabajo sofisticado, demandante y lleno de adversidades e incomprensiones como el que tenía a cargo su aconsejado. Para colmo, al jefe le encantaba el chisme y solía confundir éste con la “intriga palaciega de altos vuelos”, dedicándole más tiempo y más energías de lo conveniente.


No habían sido propiamente amigos pero el trabajo que ambos desempeñaban –jefe y consejero— les obligaba a ir juntos en esa aventura y, como suele ocurrir, convertía en comunes sus causas y, bien o mal, ligaba el destino de ambos. Sin embargo, sus esfuerzos eran inútiles y el consejero sufría en silencio, vivía entre paradojas: algunos aseguraban que manipulaba al jefe –que lo “tripulaba”, en el lenguaje de la política aldeana— cuando en realidad el desconfiado jefe no sólo no le escuchaba sino que, por regla general, hacía exactamente lo contrario de lo que el asesor sugería.


El consejero sentía muchísima pereza de tener que elaborar sofisticadas y engañosas estrategias para servir a su jefe (dorándole la píldora para tratar de ayudarle), de modo que pocas, muy pocas veces logró serle útil. Más rápido que el gallo que delató a San Pedro, el jefe y el consigliere estaban “de patitas en la calle”, como era de esperarse. Sólo la generosidad del Príncipe impidió que ambos fueran al ostracismo total. Probablemente el jefe no se haya dado cuenta nunca de lo que ocurrió y seguramente atribuyó su fracaso a la falta de fortuna y no a su supina falta de oficio.


Esta fábula pudo ser de Nicolás Maquiavelo, quien nunca se resignó ni aun a costa de su propio perjuicio (ni siquiera en la última parte de su vida) a estar en silencio y dejar de avisar de los peligros o sugerir vías de salida para los atroces conflictos que le tocó presenciar, incluyendo el fin de la república florentina a la que amaba con verdadera pasión. La capacidad de observar los fenómenos políticos que tenía Maquiavelo era francamente superlativa y difícil de igualar, por ello sorprende que hubiera sido objeto de tanta incomprensión y prejuicio –en su tiempo y después—. Como dijo Roberto Ridolfi: el pueblo “por culpa de El Príncipe, lo odiaba; a los ricos les parecía que ese Príncipe suyo había sido un documento para enseñar al duque a quitarles todo, y a los pobres, la libertad; a los Llorones [el viejo nombre de los secuaces del monje Savonarola, que profesaban un rígido moralismo] les parecía que era un herético; a los buenos, deshonesto; a los malvados, más malvado o más osado que ellos; de manera que todos lo odiaban.”


Parece que eso no constituyó un problema para Maquiavelo, que no buscaba la popularidad. Como dice Chevallier: Nicolás ha frecuentado a los hombres, carece de ilusión, sabe distinguir entre el bien y el mal; preferiría el primero, pero no cierra los ojos ante lo que considera la necesidad del Estado y las servidumbres de la condición humana. Sabe que todo hombre de poder quisiera ser recordado como clemente y no como cruel, pero afirma que eso no siempre es posible y que, además, la clemencia no debe utilizarse de manera imprudente. Dice ‘Machio’ que sería estupendo ser amado y temido, pero es muy difícil lograr ese equilibrio, de modo que es mejor optar por lo segundo. Y da una explicación lógica: los hombres reparan mucho menos en ofender al que se hace amar que al que se hace temer; el lazo de amor lo rompen a la medida de su interés, mientras que su temor permanece sostenido por el miedo al castigo, que no abandona nunca. Y es que no depende del príncipe ser amado (los hombres aman a capricho) pero sí depende de él ser temido.


En una de las sentencias más dramáticas de su obra, Maquiavelo asegura que los príncipes están llamados a hacer grandes cosas, no a cumplir su palabra y afirma que las cuestiones de honor son irrelevantes y hasta absurdas, cuando se trata de conservar el poder y ampliarlo. En materia de promesas el príncipe debe ser zorro, es decir, no observar la fe pactada, cuando su observancia se volviese contra él y hubiesen desaparecido las razones que le habían hecho prometer. “Si los hombres fueran todos buenos, este precepto no sería bueno; pero como son malos y como ellos no mantendrán su palabra para contigo, tampoco tú tienes que mantenerla para con ellos”.
Al final de sus días, Maquiavelo escribe una carta a su amigo Guicciardini. Hay que verla con reservas dado que se trata de alguien que rebosa ironía y es brutal crítico de sí mismo: “porque desde hace algún tiempo jamás digo aquello que creo, ni creo jamás lo que digo, y aun si alguna vez me ocurre decir la verdad, la escondo entre tantas mentiras que es difícil volver a encontrarla”.


No cabe duda: hoy, Nicolás Maquiavelo sería un gran consigliere, en todo el mundo disputarían sus servicios y le pagarían muy bien. Seguro que esta vez le harían caso...



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