Historias de Cosas Pequeñas

MIS PROPÓSITOS

Juan Antonio Nemi Dib



Si hay algo completamente artificial y hecho a mano es nuestro calendario; lo diseñaron para que se ajustara a las fiestas religiosas de la iglesia Occidental y, de paso, coincidiera en lo posible con los movimientos naturales del sistema solar y con los cambios de clima que se corresponden a las estaciones del año; de hecho, nuestro almanaque es inexacto y cada cierto tiempo hay que ajustarlo para compensar algunos atrasos debidos –entre otras cosas— a que en 1582, el papa Gregorio XIII no tenía a la mano computadoras ni relojes atómicos.

Sin embargo, por más artificiales e imperfectos que sean, los ciclos en que se divide ese calendario –precisamente los años, que son el tiempo que la tierra tarda en girar alrededor del sol— ejercen una influencia mágica en mucha gente: las profecías más inquietantes, las leyendas más conmovedoras y la mayor cantidad de expectativas y buenos deseos, se construyen alrededor de los inicios y fines de año.

El año que muere se lleva lo malo, lo inútil, lo desagradable, aquello que nos causó dolor; el año que nace convoca a la alegría, al movimiento optimista, produce la convicción de que las cosas serán mejores y los sueños se cumplirán. La fiesta del año nuevo tiene un propósito muy parecido en distintas culturas: la renovación de la esperanza, la creación de expectativas, sin las cuáles la vida sería un verdadero infierno (y parece una adecuada definición del infierno: cuando alguien no puede o no quiere esperar nada bueno de la vida; ése pesimismo atroz no es otra cosa que las tinieblas más profundas). Es evidente que vivimos de esperanzas, por pequeñas que sean, hasta el último momento de nuestra existencia, y el año nuevo sirve precisamente para renovar esas ilusiones.

Por eso es de esperarse la enorme disposición de numerosas personas para empezar el ciclo anual con buenas intenciones: bajar de peso, controlar el colesterol y la glucosa, hacer ejercicio, dejar de fumar, no emborracharse, reestablecer la comunicación con la suegra, leer más y ver menos televisión, ordenar la habitación, estudiar para aprobar el examen de matemáticas y pagar las deudas, suelen ser las finalidades más socorridas en la lista de compromisos personales para empezar el año.

Todas esas intenciones son saludables y si llegan a cumplirse aunque sea en parte, seguramente serán de beneficio hasta para terceras personas. Yo las asumo sin rubor, menos la de mi querida suegrita que de cualquier modo acabará horneándome como lechón con todo y manzana, pero también me propongo innovar un poquito en eso de los propósitos de año nuevo y estoy pensando en algunos adicionales para ampliar mi catálogo de opciones y portarme bien a partir del primero de enero:

1.- Como añejo visitante de la Internet y adicto a los juguetes tecnológicos (soy de esos que se interrogan cómo era la vida antes de los celulares) probaré a hablar más con las personas cara a cara y reducir al mínimo posible los intercambios de mensajes de texto, los correos electrónicos y los “chats”; eso podría recuperar el sentido realmente personal de la comunicación, rescatando la sensibilidad, los gestos, las inflexiones, las sutilezas y todo aquello que la técnica aplicada se empeña en quitarnos.

2.- Me tomaré un poco más en serio eso de proteger al planeta y evitar una catástrofe climática. Las acciones de un individuo, por pequeñas que sean, repercuten positivamente en la creación de conciencia por parte de otras personas. Usaré focos ahorradores, cuando pueda viajaré en el transporte público y, mejor aún, caminaré mucho más. Reciclaré y obedeceré sumisamente a mi esposa para optar por cristal en lugar de plásticos. Veré dónde siembro algunos árboles y ahorraré agua.

3.- Es infame y cruel decirle a un enanito que lo está, o a una novia que se ve fea el día de su boda. Y permanecer callado, en ciertas circunstancias, equivale a mentir. No se trata de justificar las “mentiras piadosas” ni pretender que es sano adulterar los hechos por compasión, pero siempre que pueda evitaré las apariencias que me sirvan para justificarme o aprovecharme de otros; si todas las falsedades son malas, éstas –las egoístas— son de la peor calaña. Un mundo más cercano a la realidad será más confiable y más habitable para todos.

4.- Intentaré (¡Dios me ayude!) no gastar más dinero del que tenga. Sé que esta es una regla de oro que salva de muchas catástrofes y garantiza tranquilidad por sí misma; quizá también consiga yo un poco de frustración por no comprar todo lo que se me antoja, especialmente lo que no me hace falta y aquellas cosas que los comerciantes le meten a uno hasta por las orejas, pero el no deber a las tarjetas de crédito, “no tiene precio”.

5.- Me preguntaré si las cosas que hago le sirven realmente a los demás y actuaré en consecuencia.

6.- Seguiré disfrutando mucho el gran privilegio de estar vivo y empezaré en este momento por desearle a usted un maravilloso 2008, lleno de cosas buenas para todos. Felicidades, muchas felicidades.

antonionemi@gmail.com

Historias de Cosas Pequeñas

NAVIDAD

Juan Antonio Nemi Dib



Unas más que otras pero todas las religiones exigen a sus feligreses que cumplan con una serie de normas y que vivan sus vidas de acuerdo con ciertas reglas que por lo general son limitativas. En otras palabras, practicar una religión siempre va de la mano con prohibiciones: no comer carne de puerco, no tener sexo por placer, no abortar, no sacrificar animales y menos convertirlos en alimento, no ingerir aquello que el ministro no ha bendecido, no matar, no tener más de cuatro esposas, no trabajar en sábado, no gastar los excedentes que produce el trabajo… y decenas más de tabúes que fácilmente se pueden compendiar.

Además, todas las iglesias esperan contribuciones económicas de sus fieles, todas requieren que se acuda regularmente a sus celebraciones, que se practiquen ciertas fórmulas rituales y todas, sin excepción, condicionan la posibilidad de trascender a una etapa superior de la vida a que se cumpla con un mínimo de conducta deseable sin la que será muy difícil acceder al reino de los cielos, al paraíso, al edén, al nirvana, al Mictlán.

La fórmula es muy fácil de expresarse (una vida vivida de acuerdo con los principios religiosos facilita las cosas para quienes creen en un encuentro con Dios después de la muerte) pero es sumamente difícil de llevar a cabo, porque exige moderación, continencia, control de los apetitos, freno a las emociones y, muy especialmente, respeto a los otros. Ciertamente, la vida con sentido religioso puede entenderse como una existencia de privaciones y limitación que no todos estamos dispuestos a asumir, por lo menos en lo material.

Además de significar la voluntad suprema creadora de todo, la mayoría de los principios religiosos, si no todos, se sustentan en el concepto de amor por los demás, a partir del cual se hace obligatorio para quienes los siguen practicar la caridad, la tolerancia, la solidaridad a cambio de lo cual se espera un destino común en el que inevitablemente todos habríamos de coincidir.

Por eso, la religión practicada con fe y el individualismo contumaz son antípodas, contradicción. Vivir para la satisfacción propia sin anteponer a los demás, parece una negación explícita de la creencia en la inmortalidad del alma y el camino de santidad.

El placer aquí y ahora, la satisfacción llevada al extremo, la comodidad total y el alejamiento de cualquier tipo de penuria o sufrimiento definen al individuo que “soluciona” sus necesidades antes que las de otros y que antepone como condición existencial el bienestar pleno al precio que sea, incluso pasar por encima de otros. Ésa parece la filosofía de la sociedad de consumo en que vivimos, en la que acumular dinero y bienes es garantía de prestigio y reconocimiento y en la que el paraíso post mortem se vuelve secundario, lejano, inútil, hasta inexistente. El nuestro, es un ambiente que riñe absolutamente con el concepto franciscano de la vida en el que la feroz competencia profesional, la apariencia física, el límite de crédito que tiene la tarjeta o los metros cuadrados de terreno en el fraccionamiento de lujo son irrelevantes.

Si a eso agregamos la problemática de las religiones contemporáneas para asumir realidades complejas como el estatuto marital de sus ministros, la justificación del crimen político/religioso, la exclusión del reino de Dios de los “infieles” y los “gentiles”, la homosexualidad, las consecuencias prácticas del desarrollo tecnológico (específicamente en materia de reproducción humana) y las visiones racionalistas-neo positivistas que exigen evidencias científicas respecto del amor o la existencia de Dios, entenderemos que a la gente se le complica vivir de acuerdo a los preceptos y las devociones religiosas que le fueron inculcados.

Es cierto que si alguien busca razones para justificar la pérdida de fe, las tiene de sobra, aunque debo decir también que aunque probablemente los haya, no he conocido hasta hoy a un ateo que a la hora de la verdad –en el lecho de muerte, frente a la enfermedad de un hijo, ante la grave penuria económica— no apele a la protección divina.

De cualquier manera, las prescripciones religiosas siempre ofrecen una referencia útil para la vida; se puede ser un buen hombre o una buena mujer (no en el sentido de tonto o tonta, por supuesto), sin esperar por ello una recompensa celestial. Convertir al amor y al respeto a los demás en principios de vida, no exige un sustento teológico ni una creencia dogmática, pero en cambio da sentido a la existencia, convierte en livianas muchas cargas que de otro modo son insufribles y facilita mucho la convivencia, pues esa forma de llevar nuestro paso por la Tierra produce de manera casi automática tolerancia y, cuando se hace necesario, ofrece la mejor de las herramientas para una vida realmente plena y equilibrada: el perdón, la capacidad de entender a los otros.

Sé que escribo sobre algo que cuesta muchísimo trabajo practicar, que a veces se hace improbable, pues somos humanos entre lo humano, temperamentales y falibles, pero es mejor ser concientes de que el pasado visto con rencores mata lentamente, para evitar esos resentimientos todo lo que se pueda.

Para los cristianos, la Natividad –la llegada de Jesús para vivir entre los hombres— es la fiesta más importante. Se crea o no en la divinidad y certeza de esta parábola, el mensaje que encierra es maravilloso: un padre que se desprende de su hijo, le envía a un sitio y hostil y permite que pase por atroces pruebas de sufrimiento; todo ello con un solo fin: servir a los otros. Aún desde el punto de vista meramente literario, si ese fuera el caso, esta historia expresa de manera nítida y precisa un gran mensaje de amor.

En este mundo vertiginoso, agresivo y en muchos sentidos esclavizante, en este momento de riqueza concentrada y pobreza infame, en esta etapa de incertidumbre y violencia incontrolada, infamia y bastantes más perversiones de las que esperaríamos, la Navidad ofrece paz y esperanza para todos aquellos que quieran tomarlas. Que usted y los suyos las disfruten en abundancia. Feliz Navidad.

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DEUDORES 2

Juan Antonio Nemi Dib



Con emoción y sincero respeto me referí ya a una generación de mexicanos que fue víctima de la grave crisis financiera de 1995 y que sufrieron dramáticas experiencias, perdiendo en muchos casos el patrimonio familiar, la tranquilidad y las esperanzas en un futuro promisorio. Nadie duda que fueron víctimas inocentes e involuntarias.

Pero lamentablemente ellos no son los únicos deudores incumplidos, los hay de otra naturaleza y motivaciones.

“Vivir de prestado” forma parte de nuestra cultura, o por lo menos es práctica común de buena parte nuestras familias. Resulta relativamente fácil localizar a personas que pasan toda su vida productiva accediendo al crédito para comprar objetos y pagar servicios, pidiendo dinero prestado y, muchas veces, dejando sin pagar compromisos que les reportaron algún beneficio material fiado. También es común, muy común, la práctica de conseguir préstamos para pagar deudas anteriores con la sabida consecuencia de que los pasivos se incrementan, a veces, a niveles asfixiantes: destapar un hoyo para tapar otro, suele decirse.

Condenado por muchos de los textos religiosos clásicos y en algunos momentos penalizado por considerársele pecaminoso y carente de ética, el crédito es tan antiguo como la misma acumulación, es decir, como la propiedad, y se le encuentra presente en la mayor parte de las culturas; hay que decir, también, que el crédito ha trascendido a todas y cada una de las maldiciones y que, como es obvio, hoy resulta totalmente legal y “bien visto”.

La ciencia económica ha demostrado que el crédito es un instrumento no sólo útil sino necesario para lograr crecimiento de la riqueza (individual, familiar, nacional) y que es a través de financiamiento como se puede acceder a condiciones que permiten competir adecuadamente en el mercado (adquiriendo tecnología y equipamiento en las empresas, por ejemplo) y elevar la calidad de vida de las personas (con préstamos para la compra de casas o automóviles, sólo como muestra de todo aquello para lo que sirve el que uno se endeude).

En otras palabras: las deudas son buenas cuando se usan adecuadamente y con prudencia. Pero cabe entonces la pregunta: ¿cuándo es adecuado y prudente endeudarse?

Primero, parecería correcto hacerlo cuando el endeudamiento responde a un propósito de auténtico beneficio para quien recibirá el préstamo. Es cierto que al tratarse de gastos personales este criterio de utilidad se vuelve subjetivo porque no son pocas las personas que consideran de alta prioridad y enorme necesidad el financiar una generosa fiesta de quince años para la hija que debutará en sociedad; en cambio, endeudarse para jugar ruleta o black jack en Las Vegas no parecería un objetivo crediticio prometedor.

El segundo criterio para endeudarse es bastante más preciso puesto que simplemente se trata de reconocer que el dinero como tal es una mercancía en sí misma y que los que lo prestan han de recibir una compensación que normalmente se corresponde con el nivel de riesgo de sus inversiones; de otra manera: uno ha de devolver necesariamente más de lo que recibió prestado y, en ocasiones, ese excedente –el famoso “costo del dinero”— suele resultar muy elevado, demasiado. Se nos olvida que al comprar una televisión o un juguete fiados, en realidad nos están prestando el dinero para esa compra, de modo que el negocio de los vendedores está en prestar dinero, no en vender los objetos. Desde luego que la usura, el lucro desproporcionado y el salvajismo inmoral de algunas instituciones financieras y mercantiles contribuyen a la opresión que sufren muchos deudores y la permisividad con que se les permite operar a esas empresas es indignante y habría que ofrecer de inmediato mejores mecanismos de defensa a sus usuarios.

¿Podremos pagar lo que nos presten, agregando a esos pagos las utilidades y costos del prestamista? Ésa es la tercera y más importante premisa para endeudarse: ¿tenemos el nivel razonable de certidumbre de que nuestros ingresos futuros serán suficientes para cubrir nuestras necesidades cotidianas y, adicionalmente, liquidar lo que debemos al banco, a la financiera, al usurero, a la mueblería, a la casa de empeño? Todo crédito es un compromiso de los ingresos futuros; vale la pena recordarlo.

Cuando se paga la cuenta del supermercado con la tarjeta de crédito (quizá porque el dinero líquido del salario ya se nos acabó) hay que tener muy presente que el banco nos está prestando para comprar la comida, que estamos gastando anticipadamente una parte de nuestros ingresos del próximo mes y que, muy probablemente, el dinero líquido del que dispongamos entonces será menor del que tuvimos ahora, pues habrá que pagar, adicionalmente, los intereses del dinero que tomamos prestado para comer esta semana. Así empiezan los ciclos de deuda esclavizante, hasta que no queda más dinero disponible para la compra del supermercado y todo se va en pagar la deuda.

Por otro lado, sería sumamente injusto desconocer que hay miles de familias que tienen ingresos por debajo de los niveles de subsistencia razonables y que, debido a su pobreza, se ven forzadas a usar el crédito como complemento de sus precarias entradas; la condición material de estas familias suele ser verdaderamente frágil y se convierten en piezas de un lamentable círculo vicioso que les condena a ser rehenes casi perpetuos de financieras que cobran réditos feroces, de usureros crueles ávidos para apoderarse de los pírricos bienes otorgados en garantía, de casas de empeño multiplicadas como hongos y de las frustración que implica el empobrecerse más y más cada día, ahogadas por sus deudas y frustradas con razón por no ver mejora en su calidad de vida. Pobreza y deudas suelen formar matrimonios prolongados y dolorosos.

Están también los cínicos. Aquéllos que se endeudan a sabiendas de que no pagarán, aquéllos para los que la responsabilidad y la vida con base en principios son una extraña y ajena idea que no da de comer en el salvaje mundo contemporáneo. Ojalá que estos deudores nunca sean mayoría.

En cualquier caso el abuso de quienes prestan, ni justifica ni perdona a quienes pudiendo hacerlo no pagan lo que deben, sean quienes sean.

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DEUDORES 1

Juan Antonio Nemi Dib



Donde quiera se cuecen habas, ni duda cabe. Aunque sus autoridades lo nieguen e intenten minimizarlo, la economía más grande del mundo, la de los Estados Unidos, enfrenta en estos días uno de sus momentos más complicados en el último decenio. La razón: bancos y sociedades hipotecarias prestaron dinero de más, sin verificar la capacidad de pago de sus deudores y en condiciones que han vuelto impagables muchos de los créditos para compra de vivienda, créditos que se otorgaron con demasiada ligereza y muy poca seguridad de que serán oportunamente recuperados.

A causa de esta problemática inmobiliaria, por lo menos dos grandes empresas financieras norteamericanas ya quebraron, llevando consigo a decenas de pequeños prestamistas incapaces de devolver a sus dueños el dinero que tomaron de ellos para financiar la compra de casas a 25 o 30 años de plazo y justo ahora los ojos de la opinión pública estadounidense están puestos en los presidentes de los consejos de administración de las mayores corporaciones bancarias e inmobiliarias –los famosos CEO’s— a quienes empieza a responsabilizarse directamente de la excesiva rapidez y el poco tiento con que prestaron el dinero que sus ahorradores les habían confiado.

Los expertos aseguran que ésta, la reconocida ya como “Crisis Hipotecaria Americana” , le pegó al menos con nueve puntos –hasta ahora— al mercado accionario de los Estados Unidos y la famosa FED, la Reserva Federal o Banco Central de aquél país, tuvo que disponer de un fondo inmediato de 24 mil millones de dólares para tratar de mantener la mayor estabilidad posible en su economía, presa de nerviosismo e irritabilidad.

Pero las verdaderas víctimas de todo esto son cientos de miles de familias norteamericanas de clase media y media baja que repentinamente se enfrentan al riesgo real e inmediato de perder sus viviendas y, con ellas, los ahorros de toda la vida que constituyeron los enganches y acondicionamientos de las casas cuya posesión ahora peligra; sólo en California, en apenas un año, los desahucios o ejecuciones, es decir, las expulsiones de las familias que no pudieron pagar sus hipotecas, creció en 360%, según las cifras oficiales.

Esto recuerda que miles de mexicanos ya pasaron por esas terribles experiencias después de diciembre de 1995; habían pactado créditos en ciertas condiciones que repentinamente cambiaron y la gente no pudo pagarlos más. Las amortizaciones que debían hacerse a los bancos crecieron exponencialmente, mientras que muchos perdían al mismo tiempo sus fuentes de ingresos y/o les aparecían dilemas como pagar los alimentos, las escuelas, el teléfono y la luz, los servicios médicos o las hipotecas.

Repentinamente, personas honorables y con una cultura de responsabilidad se vieron inmersas en infiernos de empobrecimiento, frustración y desánimo y decenas de miles de propiedades pasaron directamente a manos de los bancos y financieras que, al final, acabaron rematándolos a precios menores que sus valores de mercado; recuerdo particularmente los estacionamientos de un banco ubicado en Avenida Universidad de Ciudad de México, que se llenaron de coches casi nuevos cuyos dueños prefirieron entregarlos antes de verse sufriendo interminables, costos y desgastantes pleitos legales. Como siempre, los beneficiarios de todo esto, fueron los “coyotes” que se valieron de amigos y relaciones para comprar a precios de regalo los bienes recogidos a los deudores involuntariamente insolventes.

Está claro que la mayor parte de estos deudores fueron víctimas inocentes de una mala política financiera; se hicieron públicas las redes de corrupción y tráfico de influencias que, en aquél entonces, sirvieron para enriquecer voluminosamente a unos cuantos y, al mismo tiempo, borrar del mapa a cientos de pequeñas y medianas empresas que, a su vez, dejaron en la calle a numerosos desempleados.

La de 1995 en México, como la de ahora en Estados Unidos, fueron crisis financieras de las que algunos cuántos sacaron provecho y por la que, en cambio, la mayoría pagó atroces consecuencias, sin que los responsables –al menos aquí— hayan sufrido consecuencias por sus faltas y sin que siquiera se conozcan a fondo las tripas del FOBAPROA, el fondo creado con dinero de los impuestos para compensar los boquetes económicos que se hicieron evidentes a propósito del famoso “error de diciembre”, fondo que curiosamente ha servido para proteger a los bancos y a las grandes corporaciones pero no a los pequeños ni medianos deudores, que hubieron de pagar el triple de lo que les prestaron o que, en la mayoría de los casos, perdieron su patrimonio.

Conocí a muchos de estos deudores mexicanos y vi de cerca sus padecimientos; se podrían escribir sus historias, equivalentes a tragedias griegas. La mayor parte se comportaron con honor y dignidad, defendiendo sus causas; otros, con el mismo derecho, prefirieron dejarlo todo y empezar de nueva cuenta, optando por su tranquilidad pero dejando atrás sus años, sus ahorros, sus sueños. Ellos merecen admiración y reconocimiento, ciertamente. En cambio, ya se ha hablado mucho de quienes, oportunistas, aprovecharon esa crisis para enriquecerse. Por eso, reconozco mucho a las familias mexicanas que sufrieron y a quienes siguen sufriendo las consecuencias de una crisis financiera que no buscaron, que no esperaban y para la que nadie les pidió prepararse.

Una economía basada en la especulación financiera siempre estará sujeta a altos niveles de peligro, la diferencia es cómo las instituciones y sobre todo, cómo los ciudadanos, en calidad de consumidores y/o deudores, están preparados para enfrentar esos riesgos. La economía de un país jamás será buena ni fuerte si no lo es, al mismo tiempo, la economía de las familias.

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CALAVERAS

Juan Antonio Nemi Dib



En la historia de mi familia se registra un siniestro que dejó huellas profundas en todos, incluso los que nacimos después de que mi abuela materna –Panchita pa’ los cuates—, Antonio –el hermano menor de mi mamá— y doña Nieves –la futura suegra de mi tío— murieron incrustados debajo de un camión cañero estacionado al comienzo de la “Curva de la Muerte”, en la carretera federal, por el rumbo de Cuihtláhuac.

A trozos, el relato se reconstruye cada vez más borroso en el tiempo: venían regresando de una fiesta de boda, viajaban seis en el Chrysler ‘De Soto’ 1959, la noche era obscura y –aquí empiezan las presunciones— repentinamente se toparon de frente con la mole del carguero bajo del cual se fue a meter el coche en que viajaban; los tres pasajeros de atrás –Blanca, la fallida novia, Victoria, también hermana de mi madre y Beto, el hijo de ésta— quedaron vivos pero gravemente heridos y, en el caso de mi tía, con dolorosas secuelas que le duraron toda la vida.

Me dicen mis hermanos que mi tío Antonio manejaba extraordinariamente bien, que era un gran conductor, como un profesional del automovilismo, pero que precisamente por eso, le “pesaba la pata”, es decir, que no se limitaba en aquello de manejar demasiado rápido; suponen que se deslumbró o que no vio con claridad y le fue imposible evitar el choque. Pero, por otro lado, algún testigo acomedido estuvo pronto a decir que la culpa del choque fue del chofer cañero, que había dejado su transporte mal colocado en el acotamiento y sin luces de advertencia.

Siempre me he creído esta versión, que explica al menos en parte un suceso brutal, trágico por donde se le vea, puesto que mi tío muerto y Blanca, su novia, estaban en los preparativos finales de su propia boda y se supone que él tenía la experiencia y las habilidades como para evitar un siniestro tan absurdo y tan fácil de prevenir.

Sin embargo, un poco de reflexión crítica obliga a replantearse los hechos, empezando por reconocer que la tecnología automotriz disponible hace 48 años era francamente rudimentaria, que se dificultaba mucho frenar un vehículo repentinamente (lo que hoy se puede hacer con relativa facilidad) y que muchos choques, por leves que parecieran, solían tener consecuencias fatales para las personas debido a la estructura de los coches, sumamente pesados, poco flexibles y, evidentemente, no diseñados para proteger la vida de sus ocupantes, que recibían de lleno y sin protección el impacto de los golpes (lo que en física llaman “energía cinética”). En aquéllos modelos de autos, los habitáculos protegían poco o nada a los pasajeros y, muchas veces, al ocurrir un choque, las mismas partes del vehículo se incrustaban en los ocupantes.

También es cierto que las especificaciones de construcción de carreteras eran sumamente limitadas comparadas con las actuales, al punto de que yo mismo recuerdo dos o tres rectificaciones y trazos nuevos a esa tristemente célebre Curva de la Muerte, en la que los siniestros se contaban por decenas hasta que se construyó la autopista que corre paralela, bajando drásticamente la densidad de tráfico y se corrigieron definitivamente su nivel de peralte y los grados de la curva.

Habría sido necesario demostrar si las luces traseras del camión estacionado estaban realmente apagadas cuando debieron estar encendidas y, por otro lado, si mi tío –viajando a velocidad conveniente y con las precauciones debidas— habría evitado el encontronazo; pero eso no se sabrá nunca. De cualquier modo, José Luis Peralta, Comisario de la entonces Policía Federal de Caminos y entrañable amigo de la familia, logró localizar al chofer del cañero que, a pedido expreso de mi mamá no fue detenido ni procesado, por dos razones simples: podía tratarse de una injusticia y, por otro lado, aun en el remoto caso de que fuese justo el castigarle, decía mi madre que nada, ni la cárcel del chofer, iba a devolverle la vida a mi abuela y a mi tío, tampoco a doña Nieves.

No sé por qué las llaman “calaveras” pero uno no entiende la importancia de estas luces traseras de los vehículos hasta que de noche, en la autopista nublada, se topa uno con el coche o camión que no las lleva o que no le funcionan.

Me ocurrió precisamente ayer, regresando con mi esposa de un compromiso nocturno en Veracruz; subiendo sobre un tramo en pendiente y también curvado, a la altura de Plan del Río: intempestivamente apareció frente a mi, a unos cuatro o cinco metros de distancia y con una lentitud pasmosa, como si su añejo motor diera los últimos alientos a modo de espasmos, una camioneta chatarra repleta de carga a la que logré distinguir por sus menguadas luces frontales y que pudo ser mi último destino o el de cualquier otro automovilista. Por suerte la libramos sin mayor contratiempo, pero entonces me acordé de la triste anécdota familiar.

El conductor de un vehículo sin “calaveras” es un homicida en potencia; no hay penuria económica, prisa por viajar ni escasez de refacciones que lo justifique; un vehículo sin luces no debe circular y menos aún, por carretera. Quienes tripulan sus coches y camiones sin luces, y en general, en malas condiciones mecánicas, en realidad expresan una profunda indolencia, enorme desprecio por su propia vida y especialmente, por los demás. Manejar sin luces es igual y a veces más grave que manejar sin frenos, es igual que conducir borracho (a), es igual que jugar a la ruleta rusa pero con la vida de otros.

Las reglas de tránsito se hacen no para completar los ingresos de los encargados de aplicarlas, sino para evitar accidentes y salvar vidas. Por lo menos a estas calaveras hay que respetarlas y mantenerlas con vida.

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GRAFFITI


Juan Antonio Nemi Dib




Se llama Calet. Aprendí más con él en diez minutos de charla que en decenas de artículos y sesudos análisis sobre esta práctica que nos molesta a muchos y que, sin embargo, crece y crece en cualquier parte donde haya jóvenes y un sitio que pintarrajear. A sus 18 años, se expresa muy propiamente, no en el sentido de que hable bonito, sino que posee ideas claras, definidas, y las transmite puntualmente y sin reparos.

Su técnica para pintar es completamente empírica, la aprendió en la calle, según confiesa. A pesar de ello, no sólo ha llegado a galerías de arte con sus creaciones sino que ya ha recibido algunos encargos formales para hacer pinturas, sobre todo murales y, a estas alturas de su incipiente carrera pictórica, ya “vive de su oficio”. Su vocación artística es evidente, al punto de que hace tiempo que ha dejado los estudios escolares y se dedica de tiempo completo a la plástica, de modo que puede definírsele sin problema como un profesional de la pintura.

Empezó confesando: dijo que la emoción causada por una pinta –la primera de su vida— lo introdujo en un mundo novedoso y atractivo que se prolongó por varios años. También dijo que él, como seguramente muchos de sus colegas “graffiteros” tampoco, jamás pensó que sus pintas, leyendas y dibujos fueran algo indebido y, por el contrario, sus mensajes sólo respondían a una profunda necesidad de expresarse. A pregunta concreta, reconoció que jamás había reflexionado –mientras graffiteaba— sobre el daño que estaba causando a terceras personas.

Sin que yo le preguntara, habló de que la compra de sus insumos de “trabajo” constituye una verdadera proeza para los graffiteros pues las pinturas en aerosol son particularmente costosas y de difícil acceso para un joven sin ingresos. Después hizo una distinción determinante para él, significando a quienes “hacen arte en la calle, con autorización y sin violar leyes”, lo que evidentemente nada tiene que ver con la práctica del graffiti vandálico que agravia a la sociedad. Dijo que es precisamente lo que él empezó a hacer en la segunda etapa de su vida de pintor callejero, enfrentando el juicio popular no como vándalo sino como artista.

Ahondando esa distinción entre graffitero y creador de arte, el pasado 14 de noviembre, 49 diputados de todos los partidos representados en el Congreso del Estado de Veracruz aprobaron por unanimidad la introducción al código penal de un nuevo delito, llamado GRAFFITI ILEGAL, en estos términos: “Artículo 228 Bis. A quien, sin importar el material ni los instrumentos utilizados, pinte, tiña, grabe o imprima palabras, dibujos, símbolos, manchas o figuras a un bien mueble o inmueble, sin consentimiento de quien pueda darlo conforme a la ley, se le impondrán de tres meses hasta diez años de prisión, multa hasta de trescientos días de salario y trabajo en favor de la comunidad y de la víctima u ofendido.”

Independientemente de las causas que dan origen a este fenómeno que daña sitios de propiedad pública y privada, monumentos y componentes del mobiliario urbano, a veces de manera irreparable, los diputados locales coincidieron en que ahora se cuenta con una herramienta jurídica eficaz para combatirlo, pues antes de esta adición al Código no existía una sanción específica para sus responsables de esos daños al patrimonio. El dictamen votado en el Congreso del Estado, expresa que a fin de cuentas, el graffiti es una conducta antisocial que resulta necesario inhibir.

Estas travesuras dejaron de serlo, para convertirse ya en un delito, así sea la semilla de grandes artistas en potencia.

A los jóvenes verdaderamente necesitados de espacio para decir cosas les queda ahora el recurso de pedir permiso para hacer sus pintas en lugares disponibles y apropiados para sus expresiones, aunque a decir de los expertos, la autorización pedida y concedida le quita todo sentido a unos mensajes que deben ser “…filtrados por la marginalidad, el anonimato y la espontaneidad y que en el expresar aquello que comunican violan una prohibición para el respectivo territorio social dentro del cual se manifiesta” En pocas palabras: un graffiti autorizado no es graffiti, no tiene sentido pues deja de ser una atrevimiento.

A quienes hemos sufrido en carne propia (o mejor dicho, en pared propia) la aparición furtiva de una leyenda, de un símbolo imposible de entender, de un manchón de lodo o pintura o de un dibujo por bueno que sea (y que pocas veces lo son, por cierto, dado que no todos los graffiteros son Calet), nos cuesta mucho trabajo la interpretación del sociólogo Michel Maffesoli que define al graffiti como “…el hecho de compartir un hábito, una ideología, un ideal, determina el ser conjunto y permite que éste sea una protección contra la imposición, venga de donde venga.”

Cualquiera puede decir a los jóvenes graffiteros, con toda razón, que con toda libertad compartan sus hábitos, sus ideologías y sus ideales, que hagan equipo y que se protejan contra las imposiciones, pero que lo hagan por favor, en las bardas de sus casas. Como establece el sabio aforisma: “Si tu padre fue pintor, y heredaste los pinceles, píntale el… a tu… y no rayes las paredes”.

Calet piensa que es imposible erradicar esta práctica, que el graffiti subsistirá; ojalá que se equivoque, sólo en esto, pero que se equivoque.