Cosas Pequeñas


FIDEL CASTRO RUZ

Juan Antonio Nemi Dib

Es absolutamente cierto que con sus acciones algunos hombres definen el rumbo de la historia pero es todavía más cierto que son otros hombres los que la escriben, filtrando los hechos, los éxitos y los fracasos de los protagonistas por el tamiz de sus fobias, simpatías, gratitudes y agravios, por el insomnio y hasta por las agruras de los cronistas, además de los intereses, prejuicios y convicciones intrínsecos a toda persona.

Ni siquiera Fidel Alejandro Castro Ruz, a quien Hugo Chávez llamó –parafraseando a Neruda— “Padre Nuestro que estás en la tierra” escapará a ese designio cruel: ser descrito, analizado, interpretado y juzgado por humanos que amándole u odiándole, queriéndole o despreciándole, harán cada vez más lejano y más subjetivo lo que se sepa en el futuro respecto de ese hombre que justo ahora cumpliría 49 años de gobernar Cuba, un pequeño país de 11 y medio millones de habitantes pero de influencia notable en las últimas 6 décadas de historia del mundo.

Con o sin razón, muchos lanzan al aire opiniones en torno a este individuo presente en todos los grados del espectro emocional, que concita multitudes de fanáticos ardientes y también legiones de personas deseosas de desollarlo vivo y muy lentamente.

Ahora que el “Comandante en Jefe” anuncia su renuncia/jubilación/licencia médica/no reelección, yo no puedo sustraerme al tema de moda, puesto que llevo unos 35 años de mi vida observándolo y teniéndolo –igual que muchos en mi generación— como la referencia obligada de lo que constituye un político hábil, poderoso y, hasta ahora, imbatible. Lo conocí en septiembre de 1985, en La Habana, a propósito de un coloquio internacional sobre la deuda externa de los países del tercer mundo, al que acudimos convocados por Castro –con los gastos pagados por el gobierno cubano— cientos de jóvenes de distintas filiaciones políticas procedentes de todo el mundo.

Estuvimos en la isla 15 días y la estancia habría sido mayor de no cruzarse el terremoto del 19 de septiembre que nos hizo volver a México de inmediato; en esas dos semanas hubo numerosos y prolongados encuentros con Castro, para quien no había otra prioridad que cautivar con su encanto a las ingenuas delegaciones juveniles de todos los países que –en un modernísimo, cómodo y abarrotado Palacio de las Convenciones— nos suponíamos dictando línea al Fondo Monetario Internacional y al Banco Mundial para que cesaran de una vez por todas sus inmorales cobros; seguramente nuestras sesudas conclusiones pusieron a temblar a más de un banquero de Wall Street y en algún momento hicieron reconsiderar al Presidente De la Madrid, que para frustración nuestra, siguió pagando puntualito, sin moratorias, con todo y temblor, con todo y nuestro flamante congreso en Cuba.

En el lujoso vestíbulo del Palacio de las Convenciones había decenas de computadoras (nada comunes hace 23 años) que de manera impresionante compendiaban y mostraban la información estadística de todas las naciones del mundo, incluyendo los datos económicos, el impacto de la deuda externa sobre la calidad de vida, los niveles de acumulación de capitales y hasta las correlaciones ingreso/gasto familiar. Lamentablemente, “por razones técnicas” la única información no disponible –y la más solicitada— era la de Cuba.

Castro moderó en persona los debates todo el tiempo, nadie se atrevió a interrumpirle durante los 5 días que duró el encuentro, como si fuésemos la única prioridad de Cuba; nos hizo sentir importantísimos. Yo estuve físicamente muy cerca de Fidel unas cuatro ocasiones, una de ellas en la playa, cuando se nos apareció de repente, durante las jornadas de recreo y vi a jóvenes cubanas y no cubanas desmayarse –literalmente— en presencia de un líder sabido de su impresionante carisma y habilísimo para utilizarlo.

Al verlo “operar”, entendí por qué ni aún sus más ácidos detractores restan méritos a este individuo que burló a todos y cada uno de los aparatos de inteligencia de Occidente, que trascendió sin doblarse la caída del emblemático Muro de Berlín, que convirtió peligrosísimas crisis en sus mejores momentos (Bahía de Cochinos, los misiles, los “marielitos”, Elian), que apenas un poco despeinado nomás, vio transitar a diez presidentes de Estados Unidos, que fue excomulgado en 1962 por Juan XXIII y acabó asistiendo a misa con Juan Pablo II, en La Habana.

Castro Ruz basó su liderazgo en las poderosas herramientas que le dio natura y también en las adicionales que cultivó siempre: inquebrantable disciplina personal, método en el trabajo, memoria excepcional, avidez de conocimiento y estudio incansable y sistemático sobre todo y sobre todos, gran orador, envidiable en el manejo de la propaganda y la contrapropaganda. Sin embargo, dicen los que le conocieron que su mayor ventaja fue la certidumbre y el cumplimiento cierto de los compromisos personales que asumía, lo que le garantizó la lealtad y la gratitud de quienes le rodeaban; sólo eso explica por qué superó más de cien intentos comprobados de asesinarle. “Hombre agradecido”, afirman quienes le siguieron y a quienes recompensó; a ello atribuyen realmente la permanencia y el éxito de Castro, aunque otros le cuestionen la partida de Cuba de Ernesto “Che” Guevara y el oscuro fusilamiento del general Arnaldo Ochoa, veterano de la Sierra Maestra.

Los que acusan a Fidel Castro de dictador salvaje tienen razones sobradas para hacerlo; los grandes logros de la Revolución –salud, educación, cultura, deporte— se han visto opacados por los efectos del devastador bloqueo económico contra la isla y aunque miles de cubanos lo idolatran y lloran sinceramente el retiro de Castro Ruz, otros miles están retenidos contra su voluntad y, si pudieran, hace tiempo que habrían dejado su país. Frente al racionamiento y la escasez, los cubanos se alimentan de mucha dignidad; quizá si estuviera en sus manos, algunos optarían por más comida en los anaqueles y menos orgullo nacional cubano. Cuestión de preferencias.

La pregunta importante que flota en el aire, y que nadie sabe responder, es si Cuba estará mejor o peor con Fidel jubilado, al tiempo que otros aseguran que esta separación es de “mentiritas”, en tanto su salud se repone o acaba muriendo. Por otro lado, para bien o para mal, ningún cronista podrá excluir a Fidel Castro de la historia, aunque sí, contarla a su modo.

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COSAS PEQUEÑAS

BUENOS DESEOS

(Constitución Jubilable 3… y ya)

Juan Antonio Nemi Dib


Entre las especialidades del menú se puede elegir el “Andouilette” tradicional de la casa con salsa, crema y papas “Pont Neuf” o el salchichón caliente “Lyonnais” con pistache y lentejas. Si le queda espacio, recomiendan su famoso gazpacho de frutas rojas con albahaca y helado de vainilla. Puede acompañar su comida con alguno de los 1’650 diferentes vinos de todo el mundo que tiene la impresionante cava del restaurante más ‘haute cuisine’ de México, ubicado en un hotel de la avenida Campos Elíseos (la de Polanco, no la calle parisina, por la que pasea la flamante y nueva madame Carla Zarkozy).

El restaurante –sucursal del original francés— seduce por varias cosas: tener el ambiente de mayor refinamiento en la Capital de la República, permanecer abierto las 24 horas y, por supuesto, garantizar exclusividad a sus selectos clientes.

Tristemente, unos 99 millones de mexicanos nunca serán esos clientes, nunca formarán parte del círculo de comensales superiores. No es sólo la imposibilidad que tendrían para cubrir 350 dólares promedio por consumo, sino otra dolorosa realidad más allá de la económica, que nos empeñamos en esconder y de la que preferimos no hablar. Baste con preguntarnos si un obrero, un campesino o un indígena –aún si tuvieran dinero con qué pagarlo— serían admitidos en el mundo glamoroso (“cool”, “nice”, “chic”, “high society”, “privée”) del que el restaurante forma parte, mundo que se reserva para unos pocos y que persiste muy al margen de las penurias, las limitaciones y la escasez cotidiana de la mayoría.

¿Racismo en México? Imposible, la Constitución lo impide. ¿Discriminación por origen étnico o condición cultural? De ninguna manera, la Constitución lo prohíbe.

Se reconocen 4 millones de mexicanos en condición de desempleo absoluto, pero es una cifra engañosa, pues hay millones de subempleados y dependientes de la economía informal, y eso sin contar con otros millones de “empleos precarios”, volátiles, mal pagados, opresivos, explotadores, pero que la estadística registra como “trabajos estables que cotizan al IMSS”. Aunque la Constitución tutela el derecho al empleo.

Sería injusto negar los avances: en 1955 la tasa total de mortalidad en México era del 13.15% y en 2005 fue del 4.45%. Sin embargo, unos 56 millones de mexicanos carecen de la protección de un sistema institucional de salud; con todo y esfuerzos como el seguro popular, este año morirán 18 de cada mil niños mexicanos, antes de cumplir un año de edad; buen número de mexicanos morirán a causa de enfermedades curables. A pesar de que la Constitución garantiza el derecho a la protección de la salud.

Entre 5 y 7 millones de familias mexicanas carecen de una casa funcional, lo que riñe con el principio constitucional que da derecho a “disfrutar de vivienda digna y decorosa”.

Así dice la Constitución, sin sarcasmos: “Toda persona tiene derecho a que se le administre justicia por tribunales que estarán expeditos para impartirla en los plazos y términos que fijen las leyes, emitiendo sus resoluciones de manera pronta, completa e imparcial. Su servicio será gratuito, quedando, en consecuencia, prohibidas las costas judiciales.” ¿Necesita una notificación, un desahucio, la copia de un expediente o –mejor— la desaparición de éste?, ¿cuánto está dispuesto a pagar por ello?, ¿y por un peritaje?, ¿y por la dispensa de autopsia?, ¿y por una sentencia absolutoria? ¿Cambió el significado de la palabra o debemos considerar “expedito” a un juicio penal que dura –en promedio— 20 meses?, ¿se denomina “pronta” a una resolución judicial sobre temas inmobiliarios que se prolongue al menos por 4 años, si todo “sale bien”?, ¿es realmente “imparcial” un sistema legal que prohíja enorme impunidad?

También dice la “ley fundamental” que: “Corresponde al Estado la rectoría del desarrollo nacional para garantizar que éste sea integral y sustentable, que fortalezca la Soberanía de la Nación y su régimen democrático y que, mediante el fomento del crecimiento económico y el empleo y una más justa distribución del ingreso y la riqueza, permita el pleno ejercicio de la libertad y la dignidad de los individuos, grupos y clases sociales, cuya seguridad protege esta Constitución.”

La terca realidad es muy otra: en 2006 la masa salarial mexicana representó aproximadamente el 30% del Producto Interno Bruto nacional, mientras que en España, por ejemplo, fue del 54.5% y en Europa del 57.8% para el mismo año. Esta cifra demuestra la insuficiencia de los salarios mexicanos pero también el hecho de que la tendencia estructural de la economía globalizada para acumular riqueza, aquí se nos vuelve salvaje y demoledora: muy pocas personas –cada vez menos personas— con muchísimo dinero –cada vez más dinero— y muchas personas –también en aumento— socializando penurias, cada vez más penurias. Dicen los que saben del asunto: “el problema no reside en la pobreza, sino en la desigualdad”, una desigualdad que de muchas maneras (teóricas) nos prohíbe nuestra llamada “Carta Magna”. Realidad mata propósito constitucional.

Calidad y cantidad de la educación. Prohibición de monopolios. Medio ambiente sano. Igualdad de hombres y mujeres. Reparación del daño a las víctimas. Administración pública eficaz y transparente. Federalismo en los hechos. Municipio libre con recursos. Enunciados verdaderamente poéticos que discurren por los reformados, actualizados, modernizados, corregidos –y vueltos a corregir— artículos constitucionales, preceptos que retratan cada vez menos nuestra realidad. Catálogo de buenos deseos.

Dadas las actuales condiciones de México, con su gran polarización y los enormes intereses económicos en juego, dada la precariedad del equilibrio entre las distintas fuerzas del escenario nacional, parece improbable que se genere el clima propicio para producir un nuevo pacto social; sería una verdadera epopeya titánica que sólo un loco se atrevería a convocar, por lo menos ahora. Sin embargo, es innegable que la Constitución vigente sirve muy poco para vivir en paz y desarrollarnos armónicamente, como individuos y como nación. Reformas del Estado, reformas electorales, reformas fiscales, reformas energéticas, no dejan de ser lo que son: paliativos incompletos, insuficientes, inconexos y hasta contradictorios.

No tengo nada contra la alta gastronomía francesa, al contrario. Me gustaría mucho que todos pudieran disfrutarla, sin exclusiones, sin discriminaciones, sin las modernas formas de esclavitud económica y de injusticia. Quizá al amparo de una nueva constitución, más eficaz, más viable, más cierta.

COSAS PEQUEÑAS

RECULES CONSTITUCIONALES EXTREMOS

(Constitución Jubilable 2)

Juan Antonio Nemi Dib


Cuando Venustiano Carranza convocó al Constituyente que sesionó en Querétaro entre 1916 y 1917, no pensaba en una nueva constitución, sino en modificar algunos postulados de la que estaba vigente, promulgada en 1857; el lema de su convocatoria era revelador: “Constitución y Reformas”.

El ‘Primer Jefe del Ejército Constitucionalista’ tenía claro su proyecto: evitar la supremacía del poder legislativo y despolitizar al judicial, consolidar el presidencialismo, regular el ejercicio de las profesiones, normalizar la aplicación de las leyes civiles, limitar la libertad de tránsito en casos de peligro para la salud y las seguridad y dar un cierto margen de libertad a los ayuntamientos. No más.

Lo cierto es que Carranza no las tuvo todas consigo y menos en el tema constitucional. La integración del Constituyente no derivó en una diputación sumisa y dúctil como pretendía el dirigente revolucionario y además de los Convencionistas de Aguascalientes y del disenso –en su propio flanco— de Álvaro Obregón, don Venustiano tuvo que lidiar con un grupo importante de diputados que se negaron a recibir su iniciativa de reformas como un mandato incuestionable e inamovible.

Antes de que empezaran los debates Carranza intentó una maniobra, también fallida, para enviar al general Francisco J. Múgica en calidad de su representante personal en Tabasco, con el obvio propósito de excluirlo de los trabajos del Constituyente; Múgica no sólo le ganó la partida sino que logró que le eligieran Presidente de la Comisión de Gobernación y Puntos Constitucionales desde la que encabezó la “línea progresista” que impuso un texto final mucho más complejo y diferente que la iniciativa original.

Las crónicas describen la forma en que se introdujo un catálogo de derechos obreros que incluía el de huelga, la manera en que se legitimó el reparto de tierras (es decir, la expropiación de latifundios y, a veces, de minifundios), cómo se radicalizaron las limitaciones a los cultos religiosos, se impusieron límites a la propiedad de extranjeros y curas y se ampliaron las limitadas facultades municipales que Carranza pretendía. Obviamente, la de 1917 terminó siendo una constitución diferente a la de 1857, dejando en el limbo el propósito original de meramente reformarla y rompiendo la tradición jurídica clásica de incluir en las constituciones sólo principios generales para –en cambio— meterse a regular asuntos de detalle (razón por la que muchas veces las modificaciones a sus postulados se vuelven inevitables).

Y a lo largo de estos 91 años de vida, igual que en 1916-1917, la Constitución ha sufrido dramáticos cambios de identidad francamente extremos, conmovedoramente opuestos entre sí.

Por ejemplo, en materia educativa, la Constitución empezó postulando la instrucción de enfoque universal y humanista pero negando cualquier posibilidad a las escuelas religiosas, lo que en sí mismo era excluyente y contradictorio. Lázaro Cárdenas convirtió a la educación en “constitucionalmente socialista” y apenas unos pocos años después, el principio de educación socialista desapareció de la Constitución, pero prohibiendo aún –en la ley, pero no en la realidad— las escuelas religiosas. Yo mismo –entre 1969 y 1974— estudié la primaria en un colegio religioso cuando la Constitución no lo permitía y después, en alguna universidad, nos hacían rezar al inicio y al final de las clases. Así, se hace evidente otra pasmosa realidad del sistema legal mexicano: numerosas disposiciones que aparecen en atractivas leyes que hasta solemos presumir, pero que nadie se molesta en obedecer. Hoy, la Constitución permite la formación teológica en escuelas particulares.

El ejido como forma de posesión de la tierra adquirió carácter sacrosanto y las prescripciones constitucionales para estimularlo y protegerlo fueron “dramáticas e inamovibles”. “Dramáticas e inamovibles”, claro, mientras no se le ocurrió a alguien dar paso a los célebres “certificados de inafectabilidad” y permitir el amparo en materia agraria, antes proscrito. Después, en 1991, con la fórmula del “dominio pleno” se puso fin al postulado revolucionario que impedía la compra venta de tierras ejidales y se legalizó una práctica que, en los hechos, ocurría desde siempre sin que nadie lo evitara: miles de ejidatarios vendiendo sus tierras aunque lo prohibiera la Constitución.

La política liberal destinada a limitar la intervención de las iglesias en política, específicamente la iglesia católica, derivó en guerras, persecuciones, intrigas malsanas, alianzas secretas de dudosa ética y ningún compromiso nacionalista y varios miles de muertos. Después de eso, la convicción secular de que sacerdocio y política no debieran juntarse terminó de un plumazo al modificarse el artículo 130 de la Constitución para permitir a los ministros religiosos el derecho a votar, aunque esa “concesión constitucional” parece pequeña a algunos sectores que ahora exigen los cambios para que los sacerdotes ejerzan el poder público.

Constitucionalmente, pasamos de la “economía estatista” a la “economía mixta” y de allí, a una de las economías más abiertas del mundo, tan abierta que la piratería nos escuece las entrañas como cáncer imparable. Millones de pesos viejos y nuevos se perdieron por ineficiencia y corrupción de empresas paraestatales pero también, al amparo de reformas constitucionales, enormes empresas en quiebra, saneadas con dinero público, pasaron de nuevo a manos de privados, a veces a precios ridículos, en ocasiones, sólo para quebrar de nuevo. El monopolio de las comunicaciones, que reservó durante decenios al Estado el control de ese “sector estratégico” se rompió de golpe para que hoy tengamos el gran privilegio de que uno de los grandes y rentables consorcios de la telefonía en el mundo, sea de capital privado.

La lista de recules constitucionales extremos sigue. Me acuso de haber sancionado algunos de ellos con el dedo índice de mi mano derecha de diputado. Cada vez que pienso en esas reformas y también en las muchas que yo no voté, me pregunto qué tanto han servido a México y si acaso ha sido más caro el caldo que las albóndigas.

antonionemi@gmail.com

COSAS PEQUEÑAS


CONSTITUCIÓN JUBILABLE 1


Juan Antonio Nemi Dib




Mañana, en cientos de plazas públicas de México se harán honores a la Constitución de 1917. Muchos niños cantarán himnos y recitarán poemas y quizá todavía algunos adolescentes pronunciarán discursos festejando los primeros 91 años de vida de nuestra ley fundamental; se recordará fervorosamente a los diputados constituyentes de Querétaro y a don Venustiano Carranza; políticos y jurisperitos afirmarán que dicho estatuto ha dado un marco de estabilidad a nuestra convivencia y que las diferentes crisis político/sociales del último siglo, incluyendo la “transición” electoral del año 2000, se han superado gracias a la Constitución vigente.

En mi generación, en muchas generaciones antes que la mía y en algunas después, hemos crecido con la idea de que nuestra Constitución es baluarte del estado de derecho, una especie de garantía de unidad nacional y herramienta de progreso a la que debemos honrar y celebrar pues de ella nace –entre otras cosas— el poder legítimo de los que tienen autoridad para gastarse el dinero de todos, y para recaudarlo por supuesto, también de la Constitución nace la fuerza legal para castigar (incluso físicamente) a quienes se portan mal, para negociar con otras naciones a nombre de todos nosotros y, teóricamente, para proteger a los débiles e igualar sus oportunidades.

Ahora mismo recuerdo a varios maestros llenos de orgullo sincero, diciéndonos que la nuestra es una de las mejores constituciones del mundo, que muchos de sus contenidos han sido copiados y que fue pionera en eso de incluir entre sus postulados un modelo de desarrollo social equilibrado y justiciero.

En realidad, una constitución es mucho más que una lista de cosas permitidas y otra de cosas prohibidas, es mucho mas que un reglamento deportivo que dispone la forma en que se acomodan los adversarios sobre la cancha y cómo se decide quién gana y quién pierde la competencia; una buena constitución no sólo resume derechos y obligaciones y distribuye el poder público de una u otra forma. Una constitución modela, describe y organiza a una comunidad, una constitución es un proyecto de futuro que –se supone— reúne y sintetiza las aspiraciones de todos y establece la forma más adecuada de responder a las necesidades de los miembros de esa comunidad, sin exclusiones.

Por eso las constituciones son, en realidad, pactos sociales, acuerdos colectivos que necesitan del más completo consenso para funcionar y tener validez. Una constitución fracasa si se le impone por la fuerza y fracasa más si aquéllos a quienes mandata no la respetan, no la aceptan e incluso, en ocasiones, ni la conocen. La teoría constitucional propone que, una vez aprobada y filtrada por los mecanismos adecuados, una constitución debe cambiarse lo menos posible, para respetar la esencia de los “acuerdos fundacionales”, acuerdos que deben ser muy reflexionados antes de convertirse en principios constitucionales inamovibles. A eso se debe que los requisitos para modificar una constitución sean muchos más que los exigidos para cambiar sólo una ley.

Ciertamente, la constitución que celebraremos mañana no se ajusta a esa idea de estabilidad y unidad. Apenas el 6 de febrero de 1917 –a 24 horas después de ser promulgada— fue objeto de su primera rectificación mediante el procedimiento de “fe de erratas”. Actualmente, uno va a la librería y compra un ejemplar de la constitución vigente sabiendo bien que será un libro desechable, como libro de novela por entregas que pronto se hará obsoleto, quizá en el inmediato período de sesiones del Congreso.

Mediante aclaraciones, declaratorias, leyes, decretos y esa fe de erratas, la Constitución ha sufrido, hasta ahora, 467 reformas, ¡si!, cuatrocientas sesenta y siete reformas. Estadísticamente, cada artículo de la Constitución se habría cambiado ya en 4 ocasiones. Ello significa que, en promedio, se han modificado, reducido o agregado 26 preceptos constitucionales en cada periodo presidencial, aunque esta cuenta es muy relativa si consideramos que durante las gestiones de Portes Gil y Ruiz Cortines sólo se cambiaron dos artículos, mientras que 77 se modificaron en tiempos de Zedillo, 66 con De la Madrid, 40 con Echeverría, 55 con Salinas y 31 con Fox.

En promedio, desde que nació, la Constitución cumpleañera ha sufrido 5.1 innovaciones por año, es decir, un cambiecillo cada dos meses y medio. Esta realidad es concluyente: queda muy poco del proyecto original de México en que pensaron los constituyentes de 1917; y lo que sigue es evaluar el propósito que motivó tantos cambios y medir, en cada caso, los beneficios y perjuicios que se produjeron con esas transformaciones constitucionales.

El gran conflicto no está, sin embargo, en el número de reformas a la Constitución, pues también es cierto que una ley eficaz debe ser flexible y capaz de actualizarse al mismo tiempo que evoluciona la sociedad a la que regula; el gran conflicto está en la percepción errónea (pero muy arraigada y más socorrida), de que cambiar y volver a cambiar la Constitución es el [único] camino para resolver problemas ancestrales de México, como si la ley tuviera poderes mágicos y fabricara por sí misma buenos ciudadanos, buenos gobernantes y buenas instituciones, como si –por ejemplo— por decreto legal se controlara la economía. El gran conflicto está en la falta de identidad y los “recules constitucionales extremos” que en estos 91 años han proliferado en muchos temas de fondo.

El gran conflicto es que en apenas 17 meses de esta legislatura federal y 15 del Gobierno de Calderón, la Constitución ha sufrido ya 25 modificaciones… y las que faltan.

antonionemi@gmail.com