Cosas Pequeñas


EDUCANDO

Juan Antonio Nemi Dib



Las cifras son implacablemente crueles, incluso aquellas que provienen de fuentes oficiales en el gobierno y en los sindicatos magisteriales y que se supondrían más benévolas. Aquí una muestra:


Durante el ciclo escolar 2004-2005, se inscribieron en las escuelas mexicanas 30.5 millones de niños y jóvenes (sin contar la educación superior), pero en promedio, cinco de cada cien abandonaron los estudios antes de terminar el curso. La ‘tasa neta de matrícula’ hasta el nivel secundario en México fue del 65% contra el 77.8% de Brasil, el 79.1 % de Argentina, el 81.8% de Chile, el 87.2% de Cuba o el 94% de España.


Para el ciclo 2005-2006, el índice nacional de deserción creció: 1.3 en primaria, 7.7 en secundaria, 15.7 en bachillerato y 23.9 en profesional técnico. El reporte de eficiencia terminal que ofrece el INEGI para el mismo lapso es más dramático: 8.2% de los estudiantes no concluyeron la educación primaria, 21.8% abandonaron la secundaria, 40.4% dejaron sin concluir la preparatoria y 52.4% desertaron del nivel de profesional técnico.


La conclusión más visible es que, a mayor nivel educativo, mayor fracaso de estudiantes, pero no es la única: estas cifras demuestran que está lejos de cumplirse el mandato constitucional que hace obligatoria la educación básica y que desconocemos cuál es el destino en el mercado laboral y el proceso de inserción social de aquéllos que se ven forzados a truncar sus estudios.


Las insuficiencias del sistema educativo afectan mayormente a las personas más vulnerables: entre los indígenas mexicanos de 15 años o más, el 21.5% de los varones carecen por completo de instrucción, mientras que lo mismo ocurre al 36.2% de las mujeres. Esto plantea un problema irresuelto de cobertura. En cuanto a resultados, durante el curso 2004-2005, de un total de 15.2 millones de niños inscritos en primaria, 1.4 millones reprobaron el año; de 5.9 millones inscritos en secundaria, 1.5 millones reprobaron el curso; respecto del bachillerato, casi un millón (¡el 33% de los matriculados!) reprobó algunas materias o todo el programa. ¿Cuántos de los que aprobaron lo hicieron de “panzazo”? ¿Malos alumnos?, ¿maestros deficientes?, ¿falla general del sistema?, ¿cuánto cuestan al país estas reprobaciones?


De acuerdo con la Secretaría de Educación Pública, en el año 2000 México tenía 6 millones 55 mil analfabetas (9.2%) y en 2008 hay “sólo” 5 millones 915 mil mexicanos que no saben leer ni escribir, un 1.3% menos que hace ocho años. La cifra de la UNESCO es un poco mayor y cuestiona la información de la SEP. El organismo internacional para la educación y la cultura asegura que la cantidad de de mexicanos que no sabían leer y escribir en 2006 era de 6.04 millones, el mayor número de iletrados en América Latina, después de Brasil. Aún aceptando las estadísticas gubernamentales de analfabetismo, sean exactas o no, al ritmo actual se requeriría de unos 30 años para erradicar esta que constituye una de las peores formas de injusticia, exclusión y discriminación, dando por hecho que la mayor parte de nuestros analfabetas tienen más de 40 años y muchos morirán antes de saber escribir. Luego está el tema del analfabetismo funcional, al que los investigadores sólo pueden hacer aproximaciones, más o menos subjetivas: el de los millones de personas que han abdicado de la facultad cognoscitiva que ofrecen la lectura y la escritura, porque debido al desuso de dichas habilidades, perdieron la capacidad para escribir y para leer que alguna vez tuvieron.


Las evaluaciones internacionales, especialmente las de la Organización para la Cooperación Económica y el Desarrollo (OCDE) no son precisamente favorables para México: en el tema de “medición de capacidades” nuestras calificaciones resultan pobres en lo que toca a la enseñanza de matemáticas y ciencias; las pruebas aplicadas concluyen que los estudiantes mexicanos aprenden sólo para memorizar y reproducir conocimientos, pero están mal preparados para el mercado laboral. La ortografía y la gramática tampoco son las mejores prendas de nuestros educandos.


Pero por sí mismos, todos estos datos no son suficientes para un juicio sereno y justo de nuestro sistema educativo. Queda por evaluarse ya no la calidad y los contenidos de los programas académicos (incluyendo los libros y materiales didácticos en que dichos programas se apoyan) sino la cobertura completa y oportuna de éstos. Y le doy la vuelta al tema de los contenidos porque no hay discusión más ideologizada y explosiva que esa (¿educación sexual en las aulas?, ¿clases de religión?, ¿es un mito el de los Niños Héroes?).


También queda por estudiarse a fondo el cumplimiento de los calendarios escolares (generalmente más reducidos en México que el promedio mundial), incluyendo el impacto de las suspensiones de clases debidas a juntas académicas, asuntos gremiales, conflictos político-educativos e, incluso, contingencias climáticas. ¿Siguen perdiéndose días de clase porque algunos maestros deben ir a cobrar el importe de sus salarios pagados con los obsoletos y vulnerables cheques impresos?


Queda por saberse si los niños y jóvenes mexicanos son felices dentro de sus escuelas y además de los conocimientos técnico-científicos reciben lecciones para la vida, particularmente las que estimulan la buena convivencia y arraigan los valores cívicos que hacen viable a una comunidad, incluyendo en primer lugar el respeto a los demás en su integridad, en sus ideas y en sus bienes. ¿Contribuyen nuestras escuelas a fomentar en sus alumnos el amor a México y el compromiso que implica formar parte de la Nación? En pocas palabras, será necesario saber si nuestro sistema educativo contribuye a formar –junto con las familias, desde luego— buenos ciudadanos, hombres y mujeres de bien.


Igualmente, aún queda por evaluarse si el perfil de los egresados de todos los niveles responde a las necesidades de la sociedad, que hace un enorme esfuerzo para costear sus estudios. Sin embargo, cualquiera que sea la respuesta a esta pregunta ya sabemos que no se trata de un asunto de dinero: en México crece el gasto educativo, pero no la calidad de los estudios: de 1990 a 2005, el tamaño de los recursos invertidos aumentó de 4% a 6.9% del PIB, superando en porcentaje a Francia, Australia y Japón.


Pero todo esto tendrá que esperar. Por ahora, los maestros de Morelos (y de otros estados) tienen cosas más importantes que hacer, como proteger el derecho “legítimo” a vender sus plazas laborales al mejor postor y a impedir que se apliquen exámenes de oposición para plazas nuevas y ascensos. Es ésta una tarea tan ardua (bloqueos, mítines, manifestaciones) que les ha impedido acudir a dar clase, pero no hay problema; ellos saben que así, con su ejemplo, defendiendo causas tan patrióticas, igual están educando a sus alumnos, aunque no haya clases.


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Cosas Pequeñas
LA SOLUCIÓN

Juan Antonio Nemi Dib



Las granadas que detonaron en Morelia cobraron ya su octava víctima fatal: un adolescente de 13 años, que luchó por su vida durante 5 días y sus noches, pero no pudo superar las secuelas del estallamiento de vísceras y dos paros cardiacos. Otros 3 de los aproximadamente 90 heridos permanecen aún en estado crítico. Las pérdidas humanas reflejan la faceta más visible de esta frustrante crisis de seguridad nacional, pero sería erróneo limitar el análisis a los hechos notorios y omitir otras consecuencias igual de funestas, aunque menos evidentes.


Desde el 15 de septiembre quedó en claro que la delincuencia organizada le tomó la palabra al Gobierno Federal y que también “se encuentra en guerra”, con todas las implicaciones que eso lleva. Además de brazos y piernas desmembrados, esa noche también voló por los aires michoacanos el absurdo argumento que nos recetaron tal jaculatoria durante los últimos dos años, tratando de convencernos de que no había de qué preocuparse, que se estaban matando “entre ellos” y que estos “ajustes de cuentas” no afectaban a la población civil.


El clima de psicosis que mantiene a la población en el desánimo, a veces en la desesperanza, dispone ahora –gracias a dos pequeños explosivos de fragmentación— de elementos objetivos para arraigar el terror en nuestra vida cotidiana, como si nos faltaran complicaciones y como si el país no enfrentara, de por sí, descomunales e históricos retos en materia de desigualdad y pobreza, calidad educativa, infraestructura, degradación ambiental, improductividad y, faltaba más, enormes peligros en materia de economía y finanzas.


La búsqueda de culpas y culpables y la reiterada pregunta respecto de cómo logramos –la Nación toda— llegar a este abismo de criminalidad, acercan siempre a una primera conclusión, elemental pero irrefutable: cada vez estamos peor, muy a pesar de los cientos de anuncios oficiales y los golpes tan promocionados a la delincuencia (detenciones, decomisos, desarticulaciones, liberaciones, etc.). Incluso hay quien atribuye el crecimiento exponencial de la violencia, precisamente, a la lucha de los mafiosos por mantener activas sus células delincuenciales.


Por otro lado, es obvio que nadie dispone de una solución mágica ni instantánea, que cualquier medida, chica o grande, tendrá costos para toda la sociedad (aunque desde luego, más costos para unos que para otros, como suele ocurrir) y que, tratándose de una auténtica competencia, los delincuentes –que no están nada mancos— no se dejarán vencer así como así, que harán lo posible por crecer sus redes criminales y, como lo ha dicho Felipe Calderón, seguirán intentando sustituir al Estado.


Aunque son lo mejor que tenemos por ahora como parte de una respuesta al binomio delincuencia-violencia, los compromisos asumidos por distintos actores, principalmente autoridades, en el seno del ‘Acuerdo Nacional por la Seguridad, la Justicia y la Legalidad’, han sido cuestionados por repetitivos, en algunos casos por superficiales y porque algunos de ellos dan la sensación de ser meras ocurrencias para cubrir el expediente, por ejemplo el número 25, maravilloso: “Ejercicio de recursos públicos en los Programas de Seguridad Pública”, como si el deber de gastar los presupuestos del erario fuera una aportación novedosa e imaginativa para enfrentar esta crisis, o la formulación de una estrategia contra el lavado de dinero, cuando hace al menos una década que existen normas, instituciones y convenios internacionales para combatirlo o bien la oferta de “garantizar la cobertura” de los teléfonos para denuncia pública. Más de lo mismo.


Habría que empezar por entrarle a fondo al tema de la procuración y la impartición de justicia. Si 95 de cada 100 delincuentes no tienen castigo por sus actos, es obvio que colocarse del lado de los malos es mucho más productivo que cumplir con la ley. Hay que combatir la opresiva y enorme corrupción de fiscales y jueces, pero también proteger a los que son honestos y a sus familias del terror, de la amenaza constante y el chantaje que se ciernen sobre ellos. Hacer eficaz al sistema judicial requiere actualizar las leyes, simplificar los procedimientos, clarificar los principios, reducir en mucho la demora de los tardíos juicios y, desde luego, minimizar la discrecionalidad en la interpretación y la aplicación de las normas. Yo no creo en la federalización de los códigos (un ladrillo más en el muro del centralismo exacerbado) pero sí en su urgente puesta al día.


El sistema carcelario hace agua por muchos lados. No rehabilita a los reos, con frecuencia los pone en libertad antes del tiempo debido, presumiéndose corruptelas en muchos casos. Las prisiones son escuelas de crimen y vuelven rudos a quienes han de luchar por su vida y su dignidad dentro de ellas. Y para colmo, la mayoría de los presos suelen ser pobres, es decir, sin recursos para una buena defensa o, incluso, para comprar su libertad. Por cierto, si sólo el 5% de los culpables están presos, ¿dónde meteríamos al resto si el sistema funcionara?


La política de promoción y protección de los derechos humanos ha logrado algunos avances en la defensa de los victimarios, pero no de las víctimas. Los procedimientos ministeriales, la falta de compensaciones y la incomprensión son un segundo martirio, un doble agravio para los ofendidos y sus familias.


La policía tiene que ser respetada y obedecida y eso implica que la integren personas respetables y con autoridad (no sólo legal, también la que deviene del profesionalismo, de la eficacia y, por supuesto, del ejemplo). Por ello, un policía debe ganar lo mismo que un médico o un ingeniero, tener garantizado el futuro de su familia y gozar de la gratitud y el aprecio de la sociedad a la que sirve, además de contar con las herramientas adecuadas para hacer su trabajo. La idea de una única policía nacional es absurda por poco viable y peligrosa.


En el fondo de todo está el cumplimiento a la ley: lograr que todos obedezcamos las normas (aún las mínimas, como no tirar basura y respetar el sueño del vecino) complicará la vida a los delincuentes y obligará a los gobernantes a ser mejores en todos sentidos. Esta es la parte más difícil porque implica la renuncia a muchas aparentes comodidades (las que surgen de hacer lo que se plazca, sin consecuencias) y auténtica disciplina cívica, una gran carencia del México actual. El respeto a los demás es la clave –lo será siempre: antes y después de la frase juarista— de la buena convivencia.


Venturosamente no todo el panorama parece oscuro e incierto: Monte Alejandro Rubido García es un funcionario de carrera, sensible y comprometido con su chamba. La suya, como Secretario Ejecutivo del Consejo Nacional de Seguridad Pública, es una buena designación, al margen de consideraciones políticas y partidistas (¡aleluya!). Que sea para bien, que sea parte de la solución.


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OPINANDO
Juan Antonio Nemi Dib


El pasado 22 de febrero, unas semanas antes de que le fuera diagnosticado un tumor cerebral, el senador Edward Kennedy sorprendió a los asistentes a un acto proselitista cantando en español una versión casi literal de “Ay Jalisco, no te rajes” que habría entusiasmado al mismo Jorge Negrete. La reunión era para convencer a los delegados demócratas de Texas de que respaldaran al entonces precandidato Barack Obama. Hace 12 años, en la campaña que permitió a William Clinton derrotar a George Bush padre, una promoción de este tipo no sólo era impensable sino que probablemente habría tenido funestos resultados políticos para el candidato y quizá para el propio cantante.


Sin embargo, el 3 de julio de este año –130 días después de la canción de Kennedy— el republicano John McCain visitó México procedente de Colombia y permaneció aquí 24 horas, suficientes para una entrevista en Los Pinos con Felipe Calderón, otras con el Procurador de la República y el Secretario Federal de Seguridad, para reunirse con empresarios de la Cámara Americana de Comercio, para una visita al Centro de Mando de la Policía Federal en Iztapalapa y, of course, una peregrinación a la Basílica de la Virgen de Guadalupe, cuyo rector Diego Monroy le impuso ambas manos sobre la cabeza, para bendecirlo.


Este giro en el activismo electoral del vecindario norteño no es superfluo ni carece de razones: de acuerdo con el Consejo Nacional de Población, en los Estados Unidos viven unos 8.5 millones de migrantes nacidos en México; de entre ellos, unos cinco y medio millones poseen permisos de residencia e incluso la ciudadanía estadounidense. Existen, además, 13 millones de ciudadanos norteamericanos de origen mexicano que conservan sus vínculos familiares e importantes elementos culturales, empezando por el idioma; de modo que en estricto sentido, se trata de más de 21 millones de personas, algo así como el 8% del total de la población de EUA y el 20% de la población de México.


Pero eso no es todo: la frontera entre nuestro país y los Estados Unidos es una de las más grandes del mundo: mide 3,326 kilómetros de largo y es, sin duda ninguna, la que más cruces legales registra en el planeta: alrededor de 350 millones de tránsitos por año; tampoco es despreciable la estimación de cruces indocumentados que, probablemente, también encabecen la lista mundial. Se calcula que sólo en la última década emigraron temporal o definitivamente hacia los EUA unos 350 mil mexicanos por año. Esto explica que México sostenga alrededor de 50 consulados generales y de carrera en territorio de la Unión Americana (el mayor número de un solo país en otro país) sin contar a los cónsules honorarios.


En materia económica, la Embajada de Estados Unidos en México presume emocionada: “Los Estados Unidos son el mayor socio comercial de México. Adquirieron 85% de las exportaciones totales de México en 2006. México es el tercer socio comercial de EUA, después de Canadá y China. El comercio bilateral de bienes llegó a 332 mil millones de dólares en 2006 –si se incluyen los servicios, cada día comerciamos más de mil millones de dólares. En términos comparativos, en poco más de un mes, el comercio de los dos países es igual a lo que México comercia en un año con el total de los 27 los países de la Unión Europea”.


Y agrega: “En los últimos 10 años, 90% de los turistas extranjeros que visitaron México han sido de de EUA. 72% de las importaciones agrícolas de México vienen de EUA; han crecido anualmente 11% en promedio en los últimos 5 años. En 2006, México fue el segundo abastecedor de petróleo para EUA. EUA proporciona hasta 50% de todos los insumos para las empresas maquiladoras, manufactureras y de ensamblaje, lo que origina ventas anuales por más de 41 mil millones de dólares”.


Lo cierto es que al margen de posiciones ideológicas, de filias y fobias, de los profundos agravios constituidos por 200 años de historia compartida (incluyendo la pérdida de la mitad de nuestro territorio), al margen también de las grandes discrepancias que implican los respectivos “proyectos de nación” y las abismales diferencias entre los índices de desarrollo humano de uno y otro país, asumiendo la enorme dificultad mutua para entendernos e, incluso, la intolerancia y la hipocresía que permean –por ejemplo— el concepto norteamericano de inmigración indocumentada (a la que en realidad EUA debe buena parte de su gigantesca economía), es evidente que ha quedado muy superado el concepto de “vecinos distantes” que sustentaba la creencia de que cada país marchaba a su aire y con mínimos niveles de vinculación e interdependencia.


La relación bilateral es, por muchas razones, incluyendo –para bien o para mal— la mutua penetración cultural, un proceso que seguramente crecerá y se intensificará sin retorno; la geografía, la historia y la economía nos condenan a ello. Por eso, las elecciones presidenciales de noviembre en Estados Unidos son de gran trascendencia para México. Por eso, demócratas y republicanos hacen campaña con México y con los mexicanos. Tal vez por eso Felipe Calderón expresó, en el marco de una entrevista fallidamente imparcial y nada sutil que “…si bien el candidato demócrata Barack Obama tiene un importante apoyo de la comunidad mexicana en Estados Unidos, el republicano John McCain conoce mejor la realidad de México”.


Ojalá que esta declaración presidencial no agravie a Obama que, según las encuestas, lleva una nada despreciable ventaja de 8% en las preferencias electorales y que, de por sí, ve con recelo al Tratado de Libre Comercio y, según se percibe, tampoco simpatiza con la idea de un acuerdo migratorio de fondo con México. En cualquier caso y haciendo uso del derecho que todos tenemos a opinar –aunque sean imprudencias— desde aquí le digo a don Barack (a nombre de todos los mexicanos, por supuesto) que no hay tos, que es un morenito simpaticón, muuuuuuuy inteligente y entusiasta y que aunque despreció a la Hillary –sus razones tendrá—, “lo queremos, Obama, lo queremos…” (aunque queremos más a McCain). Ah… y le pido por favor que nunca opine sobre nuestros candidatos mexican curios, porque eso nos enoja mucho.


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Cosas Pequeñas

ABORTANDO
Juan Antonio Nemi Dib


Las iglesias y, particularmente la católica, no exageran cuando definen al aborto voluntario en cualquier etapa de la gestación como interrupción de un proceso de vida. La discusión respecto del momento en que un óvulo humano fecundado se convierte en “viable” resulta muy ambigua desde el punto de vista ético puesto que equivale a preguntarse hasta cuándo es válido eliminar a un ser vivo, dependiendo del grado de madurez física que tenga (algo así como “si aún es muy pequeñito, podemos prescindir de él”).


Contrariamente a esta tesis, a principios de 2007 y con motivo de la modificación –en la Asamblea de Representantes— al código penal del Distrito Federal para permitir el aborto inducido, se conoció un informe del Colegio de Bioética que afirmaba: “el embrión de 12 semanas no es un individuo biológico, ni mucho menos una persona: carece de vida independiente, ya que es totalmente inviable fuera del útero. El desarrollo del cerebro está apenas en sus etapas iniciales y no se han establecido las conexiones nerviosas que caracterizan al ser humano. El embrión, por tanto, no experimenta dolor ni ninguna otra percepción sensorial”.


A este respecto, la Doctrina Católica postula que “…[el aborto] es un delito abominable y constituye siempre un desorden moral particularmente grave”.


Hay quienes piensan, en el otro extremo, que el derecho de la mujer a decidir libremente sobre su maternidad es intrínsecamente superior al derecho a vivir que pudiera tener un hijo suyo al que, por razones obvias, es imposible preguntarle su opinión.


A dicha opción de las mujeres, la Iglesia responde: “…lejos de ser un derecho, es más bien un triste fenómeno que contribuye gravemente a la difusión de una mentalidad contra la vida, amenazando peligrosamente la convivencia social justa y democrática”.


En esta misma línea de defensa del aborto, apoyándose en las nuevas tendencias de la psicología conductista, algunos aseguran que el nacimiento de hijos no deseados es la causa esencial de muchos problemas para la sociedad y para los propios bebés, que seguramente crecerán sin el afecto indispensable para un buen desarrollo de la persona, probablemente en condiciones materiales precarias y, quizá, con una percepción de rechazo que complicará su adaptación al medio social (de aquí siguen con una fórmula casi aritmética: desadaptado es igual a presunto delincuente).


Desde el punto de vista estrictamente biológico, no hay duda de que el aborto inducido es la negación del principio de reproducción que –se supone— constituye la función primaria, si no la única, de todo ser vivo. Sin embargo, cualquier demógrafo responderá que faltarían algunas décadas, quizá muchas, para que los abortos inducidos, por sí mismos, pongan en peligro la viabilidad de la especie humana y que es de mayor preocupación la tasa negativa de crecimiento poblacional que empieza a hacerse endémica en varios países.


Pero detrás de las posiciones ideológicas y de los ácidos debates que se producen en torno al aborto, hay algunos hechos inobjetables:

1.- La Suprema Corte de Justicia de la Nación declaró por mayoría de votos que la despenalización del aborto en la Capital de la República fue constitucional y apegada a derecho, por lo que esta medida adquiere carta de naturalización (al menos legalmente) y no es remoto que pudiera replicarse en otros sitios del País.

2.- Durante el primer año, la vigencia de la ley no produjo una avalancha de “abortos legales” en la Ciudad de México.

3.- Independientemente de que la ley lo permita o no, se estima que cada año se producen en nuestro país alrededor de 535 mil abortos inducidos, considerando que la proporción corresponde a 21 por cada 100 nacimientos y asumiendo que en 1977, el 19% de las mujeres en edad fértil lo había experimentado alguna vez por lo menos.

4.- Buena parte de dichos abortos se realizan en condiciones deplorables de higiene y técnica quirúrgica, que a veces terminan con daños graves a la salud de las madres e incluso las matan. Se estima que entre 2 mil y tres mil mujeres mexicanas mueren cada año a causa de “hemorragias” e “infecciones” vaginales que, en realidad, son consecuencia de legrados mal hechos.


Quizá para algunos el tema legal esté resuelto pero evidentemente no es el caso en la perspectiva ética. A fin de cuentas, en ningún caso aplica mejor la expresión “contra natura” que en éste: la interrupción inducida del embarazo.


En una de las aristas más filosas de este problema y ante la evidencia de que la actividad sexual precoz alcanza niveles sin precedente en nuestro país, dado que se tienen registros ciertos de que, por ejemplo, en algunas regiones las niñas sostienen relaciones sexuales incluso a los once años de edad, la liberalización de las prácticas abortivas puede agravar los problemas de salud pública, más que resolverlos y encontrar salidas “fáciles” a un problema que para los ideólogos liberales se resume en el “derecho a decidir” que corresponde a la posible madre prematura, cuando en realidad es evidente la falta de madurez y la carencia de elementos informativos ciertos para el ejercicio de una sexualidad plena y responsable.


Yo no espero que una adolescente impulsada por un medio agresivo y entrenada en la cultura del placer total, aquí y ahora (vertiente clarísima de la sociedad de consumo que nos avasalla), se encuentre en las mejores condiciones físicas y emocionales para ser madre, pero mucho menos para decidir si aborta o no a su bebé no deseado. Queda el camino de educar, de formar realmente, de entender que no todo en la vida es placer sin costo ni consecuencia, que no todo se resuelve abortando.

antonionemi@gmail.com