Cosas Pequeñas



COBRONES

Por Juan Antonio Nemi Dib




Por algo dicen los viejos que no es prudente escupir al cielo. Aquí una historia que lo confirma: hace años acompañaba a un amigo hasta las oficinas de una tarjeta de crédito por el sur del DF. Mi cuate intentaba un poco de orden y hasta donde se lo permitían en esa gigantesca corporación transnacional, protestar por los cobros indebidos, la demora en el asiento de los abonos (que parecía deliberada para cargar de más al estado de cuenta), extrañísimos e incomprensibles cálculos en los tipos de cambio, en fin... Eran principios de la década de los 80.

Vista la prepotencia de esos prestamistas de dinero plástico, me propuse no utilizar nunca sus servicios, aunque eso significara renunciar a una llave que prometía abrirlo todo y, especialmente, al estatus que implicaba el tener una de esas, o varias, como en la familia de mi colega. Cumplí mi propósito durante más de 2 décadas, hasta que otra amiga que las promovía profesionalmente me convenció (no en poco tiempo ni a la primera ocasión) de caer en las redes del consorcio y comprarles una tarjeta de crédito nada barata (ni en la anualidad ni en los intereses) pero que supuestamente permitía acumular millas de avión para obtener viajes gratis, con la “ventaja” adicional de que ahora aceptan pagos parciales contra una “módica” tasa de interés.

En cierta ocasión que tuve necesidad de cubrir unos honorarios médicos en el extranjero decidí estrenar la flamante tarjeta y les llamé anticipadamente para avisárselos. Me dijeron que no me preocupara, que podía usarla con confianza, pero a la hora de cubrir la factura -justo como yo temía- no autorizaron el cargo. Acabé pagando con mi tarjetita mexicana de siempre, preguntándome por qué caramba había caído yo en el garlito, gastando algo así como 300 dólares de cuota por una tarjeta rascuache.

Pero como premio, a partir de entonces empezó mi personalísimo viacrucis: al menos 3 veces por semana, las llamadas promocionales de la inútil tarjeta extranjera: “con base en su gran historial crediticio y el buen manejo de su tarjeta, le ofrecemos la promoción fulana, el descuento mengano”. Empecé con los amables “no me interesa, muchas gracias” y terminé con gritos e imprecaciones. Nada sirvió. Siguieron llamando. Un día me armé de valor y le pregunté con toda cortesía a la señorita por qué se atrevían a llamar a mi domicilio a las 7:25 de la mañana para ofrecerme un seguro (fondeado en Bonos del Tesoro) contra las ponchaduras de mi coche, a pagar en 6 meses sin intereses. Respondió tajante: “Señor Nene [¡!], el sistema nos marca que usted trabaja fuera de casa y queremos asegurarnos de que se encuentre disponible cuando le llamemos”. Le respondí que no me interesaban sus ofertas, ni en ese momento ni después, le expliqué que la ley “me protegía” y que podía yo denunciarles por hacer publicidad forzada en mi casa, sin mi consentimiento. De nada sirvió.

Resignado, me fui entonces a TELMEX y pagué el cambio de la línea telefónica, con un cargo adicional para que el número de casa no apareciera en el directorio. Fue un enorme problema, un caos con familiares, amigos y con los asuntos de trabajo, por haber cambiado el número. Pero tuvimos una mayor sorpresa: a los quince días, los señores de la tarjetita inútil me estaban llamando de nuevo, ofreciéndome esta vez tratamientos de cirugía plástica (¿quién les habrá avisado a los canijos de mis apremiantes necesidades?), por supuesto, a 18 meses sin intereses; ¿qué mentecato les dio mi nuevo número?, no dudo que TELMEX. Como de nada valieron las medidas precautorias, la instrucción para todos en casa fue clara: no responder llamadas con códigos de Ciudad de México, lo que nos obliga a rechazar comunicaciones que seguramente habríamos querido, una suerte de auto censura absurda pero ni modo, era eso o seguir recibiendo anuncios de los de la tarjetita.

Si usted cree que las cosas terminaron ahí, carece de capacidad de asombro. Hace veinte días empezamos a recibir llamadas de unos gandules que se ostentan como representantes del “Despacho Jurídico Muñoz” y que ahora ni amables ni melosos como los de la tarjetita, con la peor agresión e infamia que usted imagine, reclaman a un señor G. H. M., vecino de la Calle Real... en Xalapa, que le pague lo que le debe al Banco Santander. Esta vez las llamadas empiezan de madrugada, antes de las seis, y no cesan hasta la media noche, casi siempre a gritos. He usado todos los medios para explicar que no conocemos al señor G. H. M., que la casa no está en la Calle Real, que en mala hora acabamos de cambiar el número telefónico y que Santander nunca nos ha prestado nada.

El “Despacho Muñoz” es una entidad amorfa que actúa cobardemente desde números privados, por supuesto no aparece en ningún directorio telefónico y en TELMEX no dan sus números, faltaba más. La presunta Ana Martínez (he de creer que es su verdadero nombre), la terrorista menos guarra y menos agresiva del “Despacho” me dice que “lo siente” pero que seguirán llamando, que en todo caso yo tengo que demostrar que no soy G. H. M. y que yo no le debo dinero al Santander. Ya fuimos a la sucursal del Banco, pusieron una notita en la computadora pero no sirvió de nada, nos siguen fregando la paciencia. También hablé al teléfono de cobranza de la sede central del Santander y me sugirieron que la próxima vez que llamen los pervertidos del “Despacho Jurídico Muñoz”, les sonsaque yo más datos por que en sus registros el señor G. H. M. como tal ¡no existe!

La culpa es de la economía monopólica que nos tiene indefensos, de la mugre tarjetita de crédito que me vendieron o es culpa mía, en realidad, por haberla comprado y escupir al Cielo... Con toda seguridad esos cobrones -se los he gritado muchas veces- son huérfanos. Los de la tarjetita, también.

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Cosas Pequeñas



JOSÉ NARRO ROBLES

(o refundar la República)


Por Juan Antonio Nemi Dib





Primero dudé que fuera él. Entró a la sala de abordaje del avión vestido con guayabera blanca y cargando una pequeña maleta, completamente solo. Se acercó al mostrador y entonces, al verlo de cerca ya no tuve duda: se trataba del Rector de la UNAM. ¿A qué irá a Veracruz?, me pregunté, e inmediatamente vinieron a mi memoria sus recientes comentarios sobre la realidad del país, que provocaron admiración en más de uno y que hasta ahora nadie ha refutado.

Caminó a la primera línea de asientos y mientras varios lo observábamos se sentó con una serenidad que no parecía corresponder con el responsable de administrar una comunidad escolar -considerada una de las 60 mejores entre 8 mil del mundo- integrada por 314 mil 557 estudiantes y 35 mil 057 maestros, de los que 3 mil 442 forman parte del Sistema Nacional de Investigadores.

José Narro Robles es titular de una institución, quizá la segunda o tercera del planeta por su tamaño, cuyo recinto principal es patrimonio cultural de la humanidad, que imparte 83 modalidades de maestría y doctorado, 85 licenciaturas (con 159 planes de estudio diferentes), bachillerato y dos carreras técnicas.

La Universidad Nacional, que está a 65 días de cumplir cien años de fundada, aunque en realidad sus antecedentes traspasan los siglos, tiene 13 facultades, 5 unidades multidisciplinarias, 4 escuelas superiores, 19 planteles de la Escuela Nacional Preparatoria, 25 del Colegio de Ciencias y Humanidades (CCH), 29 institutos, 16 centros y 8 programas universitarios. Es la misma universidad que tiene a cargo 18 museos y 18 recintos históricos, pero que además presta servicios directos al país a través del Servicio Sismológico Nacional, el Observatorio Astronómico Nacional, el Jardín Botánico Nacional, la Biblioteca Nacional, la Hemeroteca Nacional, la Red Mareográfica Nacional, el Herbario Nacional, Cuatro reservas ecológicas y el Monitoreo del volcán Popocatépetl.

Total que el Rector de semejante institución estaba ahí, solito, esperando tomar el mismo vuelo que yo. Se trataba de la misma persona que hacía apenas unas cuantas semanas había compartido su visión de la realidad nacional a los senadores de la República: “La disminución de los ingresos fiscales se debe, entre otras, a la caída en la actividad económica que, anualizada, se estima en cerca de ocho por ciento; a la dependencia estructural de la economía mexicana de un solo producto; a la pérdida de casi 600 mil empleos el último año; a la baja de las remesas de los migrantes que en México no encuentran oportunidades de vida digna; a la disminución en el consumo de alimentos provocada por la pérdida de ingresos de las familias; al incremento en el número de los más pobres entre los pobres”.

Narro es el mismo que produjo silencio en la Cámara de Senadores al decir: “Cuando sostengo que debemos redefinir nuestro proyecto de desarrollo, lo hago con la convicción de que no se debe dar continuidad a esquemas económicos que no producen bienestar para la mayoría, que no se ocupan de la desigualdad, que no combaten debidamente la marginación, la enfermedad, la ignorancia o el hambre de muchas personas.”
Es cierto que no se trata de nada nuevo, nada que no sepamos, lo nuevo es que lo haya dicho el Rector de la UNAM, quien fue más allá:“[Hago] un llamado a la sociedad y sus organizaciones, a la inteligencia nacional, a los poderes instituidos, a las fuerzas políticas y a los grupos del sector privado. Debemos establecer entre todos un mecanismo que nos permita acordar los consensos necesarios para diseñar una nueva estructura de país, para sentar las bases de un futuro más alentador. Un mecanismo capaz de facilitar la elaboración de un nuevo proyecto de nación y de convencer a la sociedad de su viabilidad. A otras generaciones tocó establecer la República, a unas más defenderla y consolidarla, a la nuestra toca, como alguien ha propuesto, emprender su refundación. Enfrentemos el desafío histórico que nos corresponde.”

Cuando lo alcanzó otra persona -que después me presentaría como su yerno- se me quitaron los remilgos y me atreví a importunarlo. Le dije que su mensaje a los senadores fue especialmente meritorio y valiente y que además, pude observar desde hace muchos años cómo había construido su rectorado. Respondió con amabilidad y gentileza mi metralla de preguntas imprudentes. Me dijo, que sí, que en efecto se preparó toda su vida para concretar su máxima aspiración profesional: ser Rector de la UNAM. Me contó que cada mañana acude puntualmente a la Facultad de Medicina a impartir sus clases de salud pública. “Soy médico”, me dijo con orgullo. Le pregunté cuál piensa que será su principal legado cuando concluya su gestión y la cara se le iluminó; me quedo, de todo lo que me dijo, con la idea de una universidad cada vez mejor, con incremento constante en su calidad académica y, sobre todo, una universidad sensible, con rostro humano.

Conversamos brevemente de su paso por la Secretaría de Gobernación del Gobierno Federal, donde ocupó dos subsecretarías. Ya me pareció demasiado abuso preguntarle a qué hora escribe -tiene 170 artículos publicados y dictadas más de 400 conferencias especializadas- y prepara sus clases, si es cierto que corre diez kilómetros, por qué no usa guardaespaldas y sobre todo, si hay un cuasi requisito no formal para ser Rector: la profesión médica (Soberón, Rivero Serrano, De la Fuente, Narro). Ya le pediré una entrevista.

Lo que si me dijo es que estaba de vacaciones en Veracruz, que había ido al DF para una reunión de trabajo y que ahora, afortunadamente, regresaba a reunirse con los suyos. No todo huele mal en este País, claro que no.
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Cosas Pequeñas




LA LIRA DE NERÓN


Por Juan Antonio Nemi Dib




De repente me descubro cantando, tarareando una tonada. Y no es que decida hacerlo, que se trate de un acto voluntario, deliberado. No. Ahora me doy cuenta, es una especie de reflejo condicionado, de una respuesta inducida, una reacción. Lo pienso -lo “racionalizo”, dirán los terapistas- y me doy cuenta, de que se trata de mi herencia materna: la música como alternativa, la música como medicina de casi todos los males, especialmente los del alma, la música como opción.


No era profesional de la materia ni mucho menos, apenas una persona promedio si más derroteros que los de millones de mujeres como ella, que protagonizaron la segunda mitad del siglo pasado como “amas de casa” y “madres de familia” a las que la sociedad -y la economía- asignaban un rol por completo diferente al de hoy.


Fue la sexta de siete en la prole. A sus hermanos mayores les correspondió nacer en Soledad de Doblado, a ella y al benjamín de la familia en Córdoba, con una posición económica un poco menos precaria: ya no les tocó el patio de vecindad ni levantarse muy de madrugada a hornear el pan que luego durante la mañana habría que llevarse en canastos de casa en casa, tampoco cortar los lienzos ni coser las camisas que posteriormente la familia vendía en el mercado. Pero de cualquier manera, la infancia y la juventud de mi mamá no fueron precisamente de abundancia.


A mi abuelo -un inmigrante sirio que llegó muy joven a México, casi adolescente y sin nada en los bolsillos- un general revolucionario de estos lares le “expropió” al menos en un par de ocasiones todas sus pertenencias: las valijas llenas de mercaderías que don Salomón vendía en abonos y creo que también, en ambos casos, los caballos. Ambas pérdidas fueron verdaderas debacles, pero sólo materiales. Mucha, mucha gente me hablaba de su generosidad y buen talante: aprendió el Náhuatl y llegó a manejarlo con fluidez, tampoco le eran ajenas algunas lenguas indígenas de la región oriental de Oaxaca. Ya en la última etapa de su vida, era común verlo traduciendo correspondencia y documentos oficiales de personas que le pedían ayuda para que les leyera o explicara un texto o bien para que les escribiera una carta.


Total que ni la posición económica de la familia ni los usos de aquéllos tiempos permitieron a mi mamá una educación más allá de la escuela primaria, que si bien era de buena calidad y ricos contenidos -conocían de historia universal, leían estrofas de Homero y hacían operaciones aritméticas complejas- no dejaba de ser primaria. En algún momento participó de un coro infantil, dirigido creo que por el doctor Teodosio Pérez Peniche (espero no equivocarme con este dato y ser injusto con alguien) que presentó en teatro Pedro Díaz la zarzuela “La Gran Vía”; allí cantaron “Los Marineritos” (“Somos los marineritos que venimos a Madrid..."). Esto debió ser entre 1936 y 1938, el debut y la despedida de su carrera musical. De haber podido, se habría dedicado a la música profesionalmente, creo. Nunca le pregunté.


Mi mamá recordaba con una sonrisa en los labios los enormes esfuerzos del doctor para mantener la disciplina del grupo de niños cantores; alguna vez contó sus travesuras, especialmente que le sacaba canas verdes a la maestra Leonor Hernández Palacios en la escuela Ana Francisca de Irivas (la “Mascarón”).

Casi que la oigo: “Allá en la penitenciaría, Ladrillo llora su pena, cumpliendo injusta condena, aunque mató en buena fe”. Agustín Lara, faltaba más, era de sus predilectos: “Si me mata tu ausencia, si me ahoga la inquietud, si no tienes clemencia para esta esclavitud. Que las aguas se lleven mi llanto y mi dolor... que recoja Janitzio el perfume de mi amor.” Recuerdo a mi madre y confirmo que la música es la mejor cara que se le puede plantar a la vida, aún en las circunstancias más difíciles. La leyenda del TITANIC lo ilustra bien: la orquesta del barco dirigida por Wallace Hartley tocando sin cesar aún a sabiendas de que el trasatlántico se hundía irremediablemente.


Cantar es solución cuando el espíritu requiere recargas, que por cierto no han de comprarse en la caja de súper ni con tarjetas de prepago. Cantar es gratis. Cantar para expulsar los demonios (“Son muchos, muchos más los que perdonan que aquellos que pretenden a todo condenar”), para la buenas vibras (“el color de la naturaleza se pintó por amor”), para querer (“llegaste a mi sufrir, resurrección de luz, amor, pasión y vida”), para pedir clemencia (“el beso que negaste, ya no lo puedes dar”) y también para recordar al amor perdido (“hoy quiero saborear mi dolor, no pido compasión ni piedad”).


Cantar para celebrar las cosas buenas de la vida (“Nadie puede inspirar lo que tú inspiras, nadie puede expresar lo que tú expresas”, “mi niña cree en mi y me siento tan dichoso ante este amor”), para honrar a los buenos amigos (“cuando un amigo se va, queda un espacio vacío, que no lo puede llenar la llegada de otro amigo”). Cantar, en fin, para olvidar la violencia, las disputas políticas, los abusos, los berrinches, el narco, la ausencia de madurez política, la corrupción, los intereses de las grandes corporaciones, la ineficacia, la pérdida de identidad, la mentira. Aunque no falte un ácido que nos acuse de tocar la lira mientras Roma se incendia...


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