Cosas Pequeñas

NUEVA REALIDAD


Juan Antonio Nemi Dib



Los que conocieron el estado de bienestar y disfrutaron de sus beneficios tuvieron suerte. Parece que se ha ido y no por poco tiempo. Ese fórmula de organización social, política y, sobre todo, económica, en la que prácticamente cualquier necesidad básica podía resolverse, los gobiernos atendían con más o menos eficacia casi todo y las instituciones podían compensar las inequidades y los factores de desigualdad mediante el gasto público y la intervención estatal, sencillamente ya no es posible.



En mayor o menor medida pero en prácticamente todo el mundo existe una sensación de insuficiencia e insatisfacción derivada de la magnitud y complejidad de los actuales problemas pero también de un factor aún más determinante: la escasez. Y es que hoy son más notorios los efectos de la falta de alimentos, de fuentes energéticas, de espacios habitables, de medicamentos, etc.



Y, como se sabe, es un problema de oferta superada por la demanda (se necesitan más bienes y servicios de los que están disponibles) pero también es asunto de distribución (acumulación exacerbada y dispendio de pocos contrastan dramáticamente con penuria e infortunio de muchos) entre los países y dentro de los mismos países.



Hay varias paradojas que componen esta nueva realidad: la indiscutible elevación en la calidad de vida, la mejora en las prácticas sanitarias y los sistemas de previsión social, entre otras cosas, han propiciado una era de longevidad que permite a los humanos vivir –y consumir— mucho más que antaño, demandando mayores recursos; por ejemplo, México ha duplicado su población en prácticamente dos décadas pero hay países que superan este record de crecimiento poblacional.



Los sistemas de financiamiento han propiciado que las familias aspiren –legítimamente— a disponer de viviendas, gastos vacacionales y de ocio, automóviles y otros bienes de consumo cuya disponibilidad impacta a la economía y al medio ambiente.



Es un hecho que la tecnología, la investigación farmacológica y los avances en la precisión diagnóstica han logrado una mejora en la práctica de la medicina y, por ende, combaten con más eficacia la enfermedad. Por primera vez se anuncia en los Estados Unidos de América una reducción, ligera pero al fin reducción, en la incidencia de casos de cáncer detectados en 2007.



Sin embargo, estas prestaciones médicas no son de calidad homogénea y tampoco están disponibles para todos los que las necesitan. Al mismo tiempo en que funcionan fábricas de piel en las que un pequeño trozo de muestra permite reproducir su propia dermis a personas que requieren transplantes de ésta y que se realizan microcirugías basadas en la robótica y sofisticados equipos de cómputo, todos los días mueren miles de personas en el mundo, incluso en los mismos Estados Unidos, por falta de dinero para pagar los tratamientos de enfermedades curables.



Los sistemas de pensiones empiezan a hacer agua. La gente vive más tiempo del que se esperaba cuando se diseñaron los procedimientos jubilatorios y ante la disminución de las reservas financieras, cada vez con mayor frecuencia las aportaciones de menos trabajadores en activo financian los ingresos de más trabajadores jubilados; frecuentemente los gobiernos se ven obligados a compensar este déficit mediante el uso de recursos públicos. Habrá que ver si en el futuro, los sistemas individuales como las “afores” mexicanas garantizan niveles de vida dignos a quienes hoy invierten en ellas.



La crisis alimentaria es parte sustantiva de nuestra realidad contemporánea. Dicen los expertos que se trata, en principio, de un problema de insuficiencia, es decir, que no se producen los alimentos necesarios para que todos los habitantes del planeta coman lo que necesitan comer; sin embargo, hay economistas que lo asumen como un asunto de precios en el que la rentabilidad y la recuperación de inversiones priman sobre la más básica de las necesidades, la comida. Y ahora identifican otro componente: la utilización de granos para la producción de biocombustibles eleva el precio del maíz, por ejemplo, y lo convierte en materia prima para la producción del etanol que consumirán los vehículos.



Y a propósito de la energía, los grandes devoradores de ésta (Estados Unidos, China, India, Europa entre otros) continúan gastándola en magnitudes que, con la oferta energética actual, serán insostenibles en poco tiempo, si no se explotan con eficacia fuentes alternas de al menos la misma potencia. Pero no se trata sólo de disponer de energía barata y suficiente, sino de los efectos de este gasto energético en la vida de todos, incluso de los que no obtienen provecho directo por utilizarla, porque si hay algo auténticamente globalizado son los efectos mundiales de la sobreexplotación de los recursos energéticos, independientemente de quién los aproveche. La contradicción en este caso es exigirle a ciertos países en desarrollo que limiten su gasto energético y sus emisiones, cuando las grandes economías no tuvieron que enfrentar esas condicionantes ni barreras; reducir el consumo energético y, al mismo tiempo, crecer, no es un reto nada sencillo.



Queda el tema de los recursos naturales, finitos y cada vez más exiguos. Y no sólo el agua a la que se vaticina el protagonismo de guerras futuras, también las tierras de cultivo, el suelo para uso urbano, bosques y selvas y bien mirado, hasta el oxígeno limpio que necesitamos para respirar.



Los retos suelen ser cada vez mayores y las capacidades para resolverlos no crecen en la misma proporción; de hecho, en ocasiones la posibilidad de respuesta institucional de lo gobiernos sencillamente decrece, como en el caso de la seguridad pública que se complica progresivamente en todo el mundo. Hay quienes afirman que el Estado como ente jurídico capaz de superponer al interés general por encima de los intereses individuales y tutelar éstos mediante sistemas legales confiables, está cediendo terreno, aunque alguno ha llevado la idea al extremo, asegurando que ese Estado, tal y como lo conocimos dejó ya de existir.



Será erróneo –y frustrante— seguir esperando de los gobiernos tengan respuestas exitosas para todo. Empezar por un replanteamiento de expectativas y una redefinición de objetivos pueden ser un buen camino, sobre todo si se asume con franqueza y claridad que las soluciones mágicas, instantáneas, totales, forman parte de los cuentos de hadas.



El otro componente de la fórmula está en las personas, en los ciudadanos. Una mayor participación cívica orientada no sólo a la exigencia de derechos sino a la intervención directa en acciones concretas, de beneficio a la comunidad, redundará en provecho para todos. Como muestra, cuando la gente mitiga los riesgos personales y cumple con las normas legales, los índices de seguridad aumentan y se hace más complicado y menos viable que otros delincan; si la gente no arroja basura en las calles, es más fácil mantenerlas limpias; si a nivel individual se reduce el consumo innecesario, se contamina menos y la suma de muchos ciudadanos evitando contaminar favorece mucho el equilibrio ecológico. La suma de muchas pequeñas acciones produce grandes cosas. Frente a la nueva realidad el protagonismo debe regresar a las personas, parece el mejor camino.



antonionemi@gmail.com












Cosas Pequeñas



COMO MOSCAS


Juan Antonio Nemi Dib




Es posible que me equivoque, pero siempre he creído que el homicidio constituye no sólo un tabú sino una auténtica esencia genética que contribuye a la preservación (¿?) de la especie. Adicionalmente, es un hecho cierto que la mayor parte de las culturas y religiones condenan en forma categórica el privar voluntariamente de la vida a un congénere.



Incluso para aquéllas causas que son aceptadas como justificación para matar (la teoría de la “guerra justa”, el tiranicidio, el castigo criminal y la defensa propia, entre otras) se elaboran complicadísimas teorías en descargo de los homicidas, así actúen en cumplimiento de leyes o, simplemente, porque no tenían alternativa, dado que aún los “asesinatos justificados” resultan deleznables de una u otra forma.



Recuerdo un estado de la Unión Americana en el que hasta hace poco los reos sentenciados por delitos graves morían por pelotón de fusilamiento y a una de las armas que se utilizaban para la descarga se le dotaba con munición de salva, a fin de sortearlas entre los fusileros y disminuir así el remordimiento de quienes debían dispararlas.



El hecho de ser asesino u homicida conlleva una enorme carga moral, probablemente mucho mayor que la de un ladrón u otro tipo de delincuente. Un individuo con parámetros psicológicos dentro del promedio poblacional sufre una condición de ansiedad y pesar que reconocemos como ‘complejo de culpa’ cuando llega a matar, incluso si lo hace accidentalmente y, por el contrario, es muy frecuente que homicidas y asesinos que no sufren arrepentimiento: a] padezcan algún tipo de padecimiento psiquiátrico o severos desequilibrios emocionales o bien, b] hubieran actuado bajo el influjo de sustancias psicotrópicas u otras condiciones capaces de obnubilar su entendimiento y eludir la conciencia respecto de los resultados catastróficos e irreparables de sus actos.



Un respetado sacerdote con muchos años de experiencia en trabajo pastoral dentro de penitenciarías me explicaba que los asesinos múltiples suelen perder –en la medida en que continúan matando— los remordimientos que les aquejan “las primeras veces”; en realidad esta costumbre de matar sin lamentarlo es necesariamente patológica y contraria a la naturaleza humana. Si enfrentarnos con la muerte, el único destino cierto e inevitable de todo ser vivo, es causa de ansiedad y frustración, la congoja debiera ser mucho mayor si los decesos se producen por “causas no naturales” y responden a la acción premeditada de quienes se sienten con libertad para matar a otros.



Es cierto que desde Caín y Abel el asesinato está institucionalizado y que, en estricto sentido, siguiendo a Durkheim y a Weber, se trata de una anomia o una degradación más o menos presente en prácticamente todas las culturas. En otras palabras, sería difícil encontrar una sociedad sin homicidios ni asesinatos, aunque frente a esta realidad es legítimo preguntarse si debemos aceptar como algo natural que unos maten a otros o, peor aún, si debiera existir un cierto margen de “normalidad” o de “prevalencia estadística” en los asesinatos y por tanto consentir que se trata de hechos inevitables y, por ende, esperables. En ese caso, ¿debiéramos preocuparnos sólo cuando las cifras superaran cierto “rango aceptable”, a partir del asesinato número diez, o del cien, o del mil?



Las noticias sobre homicidios violentos son ya menos importantes que el estado del tiempo o los resultados del futbol, pasan de largo como si fueran asuntos irrelevantes e indignos de alcanzar nuestra atención. Porque ocurren lejos, muy lejos (·tan lejos” como Bagdad, Mérida, Tijuana o el campus de Virginia Tech), porque no podemos hacer nada por evitarlos, porque confundimos Somalia con El Congo o desconocemos el origen del conflicto histórico entre Pakistán y la India, porque el Procurador General de la República dice que se trata de narcotraficantes que están matándose entre sí, porque las necesidades de la vida cotidiana exigen nuestra atención mucho más que esas tétricas historias en las que mueren desconocidos. Lo cierto es que siempre hay una razón para desviar nuestra atención hacia asuntos más inmediatos y menos incómodos. Por molicie, solemos diferenciar las muertes que ocurren por razones militares o de fondo político respecto de aquéllas que responden a asuntos meramente delincuenciales pero ¿realmente hay diferencia?



Por ejemplo, apenas este fin de semana, después de celebrarse elecciones locales en la localidad de Jos, en el centro de Nigeria, una confrontación cobró la vida de 400 personas, muertos por balas y machetazos; 367 de ellos eran musulmanes y el resto, católicos. ¿Fue una guerra de religión o un homicidio colectivo?



El 31 de marzo de este año, el ejército de los Estados Unidos superó el record de 4 mil de sus soldados muertos en Irak, a propósito de la ocupación sancionada por la Organización de Naciones Unidas. En contrapartida, más de cien mil civiles irakíes, absolutamente ajenos al conflicto, han muerto desde que éste inició. Habrá quien piense que estos cadáveres, buena parte de ellos, de niños, mujeres y ancianos, son el precio a pagar por la libertad y la democracia en el mundo. Para otros, será una tragedia inefable. No sin ironía, los que ponen en duda el éxito de las medidas para reducir los muertos en Irak, afirman que, en realidad, ya no queda casi nadie a quien matar en aquella deshecha nación.



El balance provisional es de 195 asesinados por terroristas en Bombay, además de 300 personas con heridas significativas. Nadie sabe aún con precisión quiénes fueron los atacantes ni cuáles las razones del encono que les llevó a disparar contra personas “de a pie” en las calles, en la estación de tren, en hoteles y en centros de oración. Asombra la rabia y, al mismo tiempo, la frialdad de estos jóvenes entrenados para disparar a mansalva a personas indefensas, a diestra y siniestra, que no es lo mismo que detonar una bomba.



En lo que va de 2008, mil quinientas personas han sido asesinadas en Ciudad Juárez. Entre los más recientes y connotados homicidios, ocho víctimas fueron masacradas este viernes delante de decenas de testigos mientras cenaban en un lujoso restaurante de mariscos. Ese día, 23 de los 44 ejecutados en todo el país lo fueron en Chihuahua. Son cifras menos impactantes, desde luego, que los 4,881 asesinatos imputados en todo México a la delincuencia organizada, durante este año. De cualquier modo, alguien tendría que significar el pasado 3 de noviembre en la efeméride nacional, como el día de mayor oprobio y desencanto: 58 mexicanos salvajemente asesinados, en esas 48 horas, muy a pesar del “Acuerdo Nacional por la Seguridad, la Justicia y la Legalidad”.



Muchos saben que Fernando Martí, de 14 años, fue asesinado por sus secuestradores, después de que su familia pagara el rescate. Pero tristemente no es el único caso: muchos otros son desconocidos por la sociedad u olvidados, a fin de cuentas forman parte del paisaje cotidiano.



Los asesinatos no son normales, no deberían serlo. Que nadie se acostumbre a ellos, ni aquí, ni en Jos, ni en Adhamiya, ni en Bombay. Que nadie cuente a los muertos como moscas.



antonionemi@gmail.com