Cosas Pequeñas

PEMEX RELOADED
Juan Antonio Nemi Dib



Estaba Felipe Calderón pronunciando un discurso sobre las bondades de su política económica y los reducidos efectos que tendrá la crisis financiera internacional sobre el crecimiento de México, en el encuentro empresarial de la COPARMEX celebrado en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, el pasado jueves 23, cuando repentinamente interrumpió su larguísima alocución para decir: “Yo quiero hacer un reconocimiento, sé que me estoy extendiendo y que ya el pueblo tiene hambre; pero, si me permiten, me acaban de informar que el Senado de la República ha aprobado ya el paquete de iniciativas en reforma energética.”


Parecía que alargaba su intervención deliberadamente, en espera de la noticia que finalmente le llegó. Era difícil precisar si el Presidente bromeaba y la frase “el pueblo tiene hambre” se refería sólo a los asistentes a la reunión que para entonces ya se habían “soplado” varias lúcidas disertaciones cuajadas de creativas tesis e informes sobre el devenir de Chiapas y por ende, el futuro de la Patria, o bien se trataba de una profunda y seria autocrítica presidencial sobre las previsiones que estiman en no menos de 10 millones de nuevos pobres los que habrán de incorporarse a la estadística de indigentes mexicanos a causa de este catarrito que nuestro gobierno supo prever con atingencia y comedimiento, según el secretario Carstens.


Pero no hubo tiempo de sacar conclusiones, porque el Presidente continuó: “Yo quiero hacer un reconocimiento al Senado de la República por la discusión y arribo a buen puerto de esta reforma. Quiero hacer un reconocimiento también a los partidos políticos; a los partidos, desde luego al Partido Acción Nacional, con el que he contado, con su respaldo, precisamente, por haber sido el partido que me ha postulado. Pero también y especialmente, quiero hacer un reconocimiento a los partidos de oposición: al Partido Revolucionario Institucional, al PRI, que ha estado impulsando precisamente también reformas de fondo. Y también, hoy particularmente quiero hacer un reconocimiento a los legisladores del PRD, del Partido de la Revolución Democrática, que también han dado un paso importante, han dado un paso importante en favor de la alternativa del diálogo y de la propuesta.”


Para entonces la cara de felicidad del primer magistrado era inocultable; parecía dispuesto a lanzar porras y hasta hacer la ola y no era para menos. Es cierto que aún falta por ver si los 7 dictámenes legislativos aprobados por los senadores, que comprenden los cambios en el régimen operativo de PEMEX, serán también sancionados por el pleno de la Cámara de Diputados en sus términos, es decir, sin cambios, pero no se ven razones para que ocurra de otra forma. De cualquier modo, esta primera aprobación le dio a Calderón muchas razones para celebrar.


La reforma de PEMEX no es ni de lejos, quizá ni en mínima parte, la que el Gobierno Federal quería. De hecho, el eje sustantivo de su propuesta –el incremento de las exploraciones y exploraciones de nuevos yacimientos mediante la intervención de capital privado— quedó absoluta y radicalmente fuera del resultado final, que acabó siendo una mezcla (si no una mezcolanza) de múltiples enfoques y variopintas posiciones ideológicas, sin hablar de intereses enfrentados que se conciliaron “en lo posible y no en lo deseable”. El propio Calderón justificó este resultado citando a Carlos Castillo Peraza: ‘lo mejor generalmente es enemigo de lo bueno’, dijo.


Chile, dulce y manteca que probablemente tendrán cosas buenas: PEMEX dispondría de dinero para modernizarse, adquirir tecnologías de vanguardia y ampliar sus actividades, trabajaría con una administración autónoma y flexible para operar y se sujetaría a mecanismos eficaces de rendición de cuentas. Pero no es, para nada, aquel planteamiento de “reforma integral” en el que gastaron muchísimos millones promocionándolo, planteamiento que no pocos detractores veían como la oportunidad inigualable de transferir desde el patrimonio público grandes negocios al capital privado (sobre todo internacional) y algunos defensores, principalmente en el PAN y en el Gobierno, como una posibilidad real de recuperar la posición perdida de México de potencia petrolera. Lo cierto es que, si fuera por el contenido de la reforma, Calderón no debiera llegar al extremo de mostrarse exultante. A menos que las razones de su alegría fueran otras:


Por ejemplo, haber logrado un consenso sin precedentes en la historia reciente del País, consenso que estuvo a punto de romper en dos a su acérrimo y aparentemente irreconciliable rival partidista, el PRD, a cuyos senadores el Presidente prácticamente aclamó con desmedida gratitud.


Por ejemplo, haber cumplido –aunque sea a medias, o a cuartos— con la que consideró “la propuesta” estratégica de su Gobierno. Esto, a diferencia del fallido aeropuerto de San Salvador Atenco que marcó irremediablemente con el signo de fracaso a la administración de Vicente Fox.


Por ejemplo, mostrándose ante México y el mundo como el dirigente capaz de construir acuerdos incluso con sus más enconados antagonistas, es decir, como un demócrata de cepa y habilidad.


Por ejemplo, borrar de una vez por todas en su agenda el desgastante tema de la reforma de PEMEX y disponer de tiempo –y capital político— para dedicarlo a otras prioridades.


Por ejemplo, aprovechar la nueva inercia legislativa propicia a los consensos para impulsar otros proyectos legislativos pendientes.


Por ejemplo, la nueva realidad política de Andrés Manuel López Obrador cuyo radicalismo acabó aislándole incluso de sus propias bases partidistas y quien difícilmente volverá a tener una causa –un leitmotiv— de semejante importancia como “salvar a PEMEX de las fauces voraces de sus persecutores rapaces” para mantenerse vigente en el escenario político nacional en calidad de ‘Presidente Legítimo’. (Aunque también es cierto queda pendiente para la historia reconocerle a este tabasqueño el mérito de impedir que las cosas se fueran hacia el otro extremo con los afanes vendedores de los tecniquitos que muy pronto olvidaron los fracasos catastróficos de las recientes olas privatizadoras en autopistas, aeropuertos, telecomunicaciones y entidades financieras, desde luego, y que siguen adorando impasibles al mercado sin límites ni controles, viendo el temblor y sin hincarse).


Parece que si los diputados confirman la reforma de PEMEX con su votación favorable, la paraestatal tendrá nuevos bríos y mejores condiciones para enfrentar estos difíciles tiempos, aunque sea poquito. Se tratará de un PEMEX recargado –reloaded— aunque no tanto como Felipe Calderón.


Por eso estaba tan contento. Por eso habló tanto.


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CHILES, BAÑOS Y SALARIOS

Juan Antonio Nemi Dib



1] El 28 de agosto, fiesta de San Agustín, coincide con el apogeo del verano y es cuando abundan frutas, verduras y semillas de la mejor calidad en los mercados, particularmente los de Puebla, cuyos cultivos tienen un sabor y una apariencia inigualables. Por eso, la fecha marca la temporada de los famosos chiles en nogada, convertidos en uno de los platillos más emblemáticos de la cocina mexicana, cuya creación se atribuye a las monjas del Convento de Santa Mónica en honor de Iturbide, primer emperador de México.


Cada año, nuestros amigos Cristi Alba y José Suero nos permiten participar del producto final de una maravillosa tradición familiar que implica la preparación de este guiso de acuerdo con la más pura tradición gastronómica. Todos los ingredientes son finamente picados a mano (de ninguna manera molidos o licuados), tarea que ocupa por lo menos dos o tres días a todos los miembros de la familia, un gran motivo para que niños, jóvenes y adultos permanezcan reunidos durante horas, charlen y participen de esta auténtica fiesta en la que la comida no es mas que excusa para una convivencia de gran calidad.


Los chiles poblanos han de ser de los “de tiempo”, legítimos de San Martín Texmelucan, cuidadosamente desvenados y liberados de su cubierta exterior; duraznos de Huejotzingo y manzanas de Zacatlán que por ningún motivo han de remojarse para que no pierdan su textura, lo que obliga a guisarlas inmediatamente, a fin de que no se oxiden y obscurezcan. En la salsa, no se vale substituir el queso de cabra con crema y menos la nuez de Calpan con almendras u otros placebos y, por cierto, el gran secreto está en la titánica tarea de pelarlas a mano, una por una, desprendiéndoles la piel que las amarga y les cambia el color. Los dientes de granada deberán ser legítimos de Tehuacán, para lograr con su rojo intenso y las hojas verdes de perejil, reproducir fielmente los colores de la bandera.


Por buenos que sean, los chiles preparados “a la moderna” con recetas simplificadas, no se parecen en nada a estos hechos al estilo original, óptimos para preservar una buena tradición pero, sobre todo, inigualables para prodigar hospitalidad y, mejor aún, para hacer de la armonía el signo de la familia.


2] A los baños “públicos” del Acuario de Veracruz les colocaron en la puerta unos enormes rehiletes de acero similares a los que se usan en los grandes estadios para controlar el flujo de personas que entran a ellos, aunque en este caso se trata de cobrar por la entrada, independientemente de la urgencia del caso, de la edad o el sexo del usuario o de que uno necesite la vía uno o la vía dos (es decir, micciones o defecaciones). Los señores cobran ¡5 pesos!, que obviamente superan con mucho el principio de una razonable cuota de mantenimiento y, equivalentes al 9% de un salario mínimo, constituyen un clarísimo abuso. De por sí los precios de entrada a las exposiciones acuáticas y al museo de cera anexo son impagables para el 70% de las familias, lo que hace a uno preguntarse si realmente se conserva el sentido educativo de una instalación que, a fin de cuentas, fue construida con dinero de todos los veracruzanos y que se supone para el disfrute colectivo.


Algo similar ocurre con algunas terminales de autobuses que cobran por el acceso a sus “baños de primera” y mantienen sus “baños de segunda” (que se suponen gratuitos) en condiciones tan repulsivas que se hace imposible utilizarlos, aunque por cierto, los de “primera” tampoco son un dechado de higiene.


Y qué decir de las plazas y centros comerciales que cobran por los espacios de estacionamiento. El hecho de que se haya convertido en una práctica generalizada no significa que debamos aceptarla y menos aún, que las autoridades responsables sean omisas. Los sitios de acceso público (precisamente como las plazas comerciales) deberían contar con SUFICIENTES plazas de aparcamiento gratuitas o, si acaso, con un precio realmente limitado a los costos de seguro y conservación de las instalaciones.


3] Estoy convencido de que los servidores públicos deben ganar buenos salarios, sin que rayen en el exceso (como aquel alcalde panista de Tultitlán que se asignó un salario de alrededor de 400 mil pesos mensuales), pero que les permitan ahorrar e incluso, generar un pequeño patrimonio. No hay otra forma de que los mejores cuadros, los más aptos y entrenados, los de mayores capacidades, los más honorables y realmente comprometidos con el interés público se incorporen a tareas de gran responsabilidad en todos los niveles de gobierno.


Aunque no es garantía de nada, un buen salario en el servicio público favorece que los empleados se dediquen a trabajar con interés y convicción y, eventualmente, disminuye las tentaciones por el dinero mal habido. Agentes de tránsito meritorios (es decir, sin sueldo, habilitados con uniforme y block de infracciones para obtener sus propias “gratificaciones”), policías con salarios de tres mis pesos mensuales o menos, maestros obligados a cubrir dos y hasta tres plazas docentes para poder subsistir y médicos que ganan en una cirugía particular el salario de dos quincenas en el hospital comunitario, son la antítesis de un servicio público de calidad.


Obviamente que los salarios deben ir en proporción con el tamaño de la responsabilidad de quien los gana pero también –y esto sería especialmente importante— con la calidad de su desempeño, medida imparcialmente mediante reglas claras y objetivas. Es aquí donde debieran entrar los premios y estímulos previstos por las leyes para la productividad y la innovación, pero que nadie lleva a la práctica en México.


Igual reconozco que los gobiernos de países pobres como el nuestro no debieran pagar salarios de ricos a sus empleados; entiendo también que, en condiciones de penuria, los salarios voluminosos de la alta burocracia agravien a la gente de a pie. En esta dura crisis, parece tiempo de apretarse el cinturón.


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PESARES

Juan Antonio Nemi Dib



Recuerdo nítidamente a Mario Ramón Beteta con unos lentes cuya armazón cuadrada de pasta me parecía enorme y desproporcionada, anunciando por televisión que el Banco de México “dejaba de fijar el tipo de cambio del peso respecto del dólar para permitir que éste se ajustara al mercado”. No era más que un eufemismo del entonces Secretario de Hacienda para referirse a la primera devaluación, luego de 22 años de estabilidad monetaria. Fue la tarde anterior al último informe presidencial de Luis Echeverría y yo estaba por empezar el tercer año de secundaria.


A la distancia, leo a varios analistas e historiadores que, además de las presiones externas y la debilidad estructural de la economía mexicana, atribuyeron esa devaluación “al dispendio, al grave desorden administrativo, la corrupción, la demagogia y a la ligereza” de aquel Gobierno cuyo titular, célebre por sus ocurrencias, asestó un irresponsable harakiri a su mismo aparato financiero, afirmando que “la política hacendaria se [manejaba] desde Los Pinos”, lo que más pronto que tarde repercutió en los mercados financieros.


Sin embargo, lo que más me marcó de aquélla turbulencia financiera, la primera que me tocó vivir, fue una charla de sobremesa en la casa de mis tíos, una tarde en la que salieron a relucir las preocupaciones por el incremento desproporcionado en los precios, la escasez de algunos productos de consumo básico (era la época de los famosos acaparadores que lograban hacerse millonarios almacenando por unas semanas un cargamento de azúcar, trigo u otras mercancías, que subían de precio en forma desproporcionada y continua) y –ya desde entonces— la impericia de las autoridades fiscales para dar respuesta eficaz y pronta a los problemas puntuales de la gente. No me es difícil evocar la sensación de inquietud de las señoras, indignadas por la carencia de pasta dental y que preguntaban insistentes cuándo volverían las cosas a la normalidad, suponiendo que se trataba de un asunto temporal, “de coyuntura” dirían hoy. Probablemente existan, pero aún no encuentro al menos a un economista serio que interprete aquellos sucesos con una visión proclive o, siquiera tolerante respecto del desempeño gubernamental como causante y gestor de la devaluación de 1976.


Después de esa traumática experiencia “setentera”, a mi generación le tocó protagonizar –de manera brevísima— el jolgorio de elevado gasto público que representó la “administración de la abundancia” del presidente López Portillo, gracias a los voluminosos excedentes petroleros que se gastaron con fruición, e inmediatamente después, una nueva y más profunda crisis que derivó en una salvaje fuga de capitales, otra vez control de cambios y la fallida y revertidísima “nacionalización bancaria”. No pasó mucho tiempo antes de la hiperinflación que intentó capotear Miguel De La Madrid, que significó depreciaciones demenciales del peso mexicano y tasas de interés bancario del 100% o más.


Dicen los que saben que el tristemente célebre “Error de Diciembre de 1994” costó su carrera política y su prestigio de economista egresado de Yale al recién estrenado Secretario de Hacienda Jaime Serra Puche, pero a los mexicanos un poco más: se estima en, al menos, 500 mil millones de pesos a valor histórico, el monto de los recursos que se pulverizaron de la noche a la mañana debido a la pésima gestión de una crisis financiera (heredada, justifican los simpatizantes del Presidente Zedillo) que evidentemente pudo tener mejor destino y no la devaluación del peso en más del 50% durante apenas una semana. FOBAPROA, “Efecto Tequila” –repercusión mundial de la crisis mexicana— y otras lindezas no fueron más que reflejo de las fallas estructurales de nuestra economía, incluyendo los favores, concesiones y privatizaciones de empresas públicas que sus nuevos propietarios acabaron quebrando y, no sobra repetirlo, a que los flamantes tecnócratas que se hicieron cargo le “quitaron los alfileres que la sostenían”.


Después, Ernesto Zedillo se puso a dar lecciones de cómo dirigir la economía global, hasta que recibió un “estatequieto” de quienes pudieron observar los costos de su plan de rescate (empobrecimiento generalizado y pérdida de calidad de vida, cientos de miles de deudores que perdieron su patrimonio, empresas impunemente saqueadas y, faltaba más, banqueros resarcidos con dinero de los contribuyentes que, por supuesto, mantuvieron incólume y hasta crecido su patrimonio personal). No obstante, hay que decir que a este flamante consultor del Banco Mundial (recién contratado para hacer recomendaciones sobre la modernización de esa institución financiera) se le atribuye por tirios y troyanos la paternidad de las medidas que dieron a México su estabilidad macroeconómica de los últimos diez años.


Después de tres décadas de crisis sucesivas, de reiteradas promesas de “pax economicus” y anuncios rebosantes de optimismo, finalmente nos suponíamos salvados y creíamos que los pesares eran cosa del pasado, no sin argumentos razonables para suponer que la economía mexicana era fuerte y estaba “blindada” para resistir embates mayores: 84 mil 116 millones de dólares de reservas en poder del Banco de México (al 3 de octubre pasado), una deuda externa reducida en alrededor de 27 %, la deuda pública interna en unos manejables dos billones de pesos, tasas pequeñas pero estables de crecimiento de la economía nacional (4.8 % en 2006 y 3.2% en 2007) y el PIB per cápita más alto de América Latina (8,340 dólares en 2007). Todo ello permitía pensar que las crisis devaluatorias eran cosa del pasado.


Pero uno propone… y el mercado dispone.


La economía mundial ha “propiciado una pérdida de confianza” en el peso mexicano que significó una nueva devaluación de nuestra moneda, hasta ahora, del 17% en apenas 3 días. El asunto se torna crítico porque el Banco de México ha tenido que subastar el 10.6% de sus reservas, 8 mil 900 millones de dólares, sin lograr que el peso regrese a su valor inicial. Nada halagüeño si esto se suma a la caída del mercado bursátil (33% en un año), al hundimiento de los precios del petróleo a su nivel más bajo desde 1993 y a la amenaza latente de una recesión generalizada y profunda en el mundo.


En condiciones de bonanza internacional, una devaluación como esta abarata los precios de bienes y servicios, convierte en “más competitivo” a un país y favorece su crecimiento económico. Pero desde luego no es el caso: la tendencia es que México venderá muchos menos productos y servicios al exterior, recibiendo menos ingresos, incluso por el petróleo (que representa el 40% del gasto público) y, en cambio, deberá cumplir puntualmente sus compromisos internacionales pactados en dólares. Por otro lado, la devaluación es necesariamente inflacionaria en una economía como la nuestra, prácticamente indexada al dólar; subirá aún más el costo de la vida. No parece que sea una breve “coyuntura” y menos un catarro; nos resta rezar para que no se nos convierta en pulmonía. Ojalá que, en esta ocasión, las autoridades responsables estén a la altura del reto y no compliquen aún más las cosas. Podrían empezar por declaraciones más creíbles.


Optimista contumaz, he pensado que mis hijos pueden vivir en un país mejor que el que me tocó. Hoy me pregunto si, al igual que mi generación, deberán acostumbrarse a los pesares económicos y asumirlos como algo normal en sus vidas. Quiera Dios –y el mercado— que no.


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INCERTIDUMBRE

Juan Antonio Nemi Dib


La reciente “crisis hipotecaria” de los Estados Unidos, que varios analistas reconocen como el detonador de la debacle financiera que atenaza a las economías de muchas naciones del mundo (México incluido) dejó en claro la ligereza e irresponsabilidad con las que se manejó el patrimonio de miles de ahorradores, chicos y grandes, que estuvieron a un pelo de rana de perder su dinero, simplemente porque un gran número de los préstamos para los que se usaron los fondos, eran impagables; hoy se sabe que una enorme cantidad de personas que obtuvieron fácilmente el dinero, sobre todo para hipotecas, sencillamente no podían cubrir el importe de sus mensualidades, independientemente de las tasas de interés o las condiciones de la economía en general.


Una primera explicación para tamaña imprudencia se encuentra en la competencia feraz y la voracidad de los mercados; a fin de cuentas, el negocio de los prestamistas está (o debería estar) en los préstamos y las entidades que “no colocan” créditos tampoco pueden ofrecer a sus clientes rendimientos atractivos; es la obvia ecuación en la que las mayores ganancias se corresponden con los mayores riesgos, riesgos que –en este caso— se volvieron certezas malignas.


A la necesidad de generar ganancias se pueden agregar otros factores como la impericia y, en no pocos casos, la inmoralidad de los ejecutivos financieros que, evidentemente, se atreven con el dinero de otros y no con el propio. Pero en todas estas y otras explicaciones del fenómeno subyace un hecho indiscutible: la libertad ilimitada con la que durante las últimas décadas se desarrollaron negocios especulativos capaces de crear multimillonarios instantáneos y quebrar a países enteros aún en menos tiempo, gracias a flujos incesantes y no controlados de capitales y a transacciones bursátiles que hicieron de los mercados de valores algo más cercano a casinos de mafiosos que a un instrumento para el desarrollo económico: un espacio perfecto para dar rienda suelta a la avidez y la acumulación descarnada, a costa de quien sea y de lo que sea.


La década de 1980 significó –en lo político— la consolidación del modelo Reagan/Thatcher comprometido a reducir a los gobiernos a su mínima expresión, despojándoles de su sentido de entes moderadores y, si fuese posible, hasta desapareciéndoles. Por lo que toca a la economía, esa especie de anarquismo conservador asumía sin rubores la convicción absoluta de Milton Friedman y sus “Chicago Boys” en las fuerzas de mercado y la presunta capacidad de éste para regularse a sí mismo. En palabras de Ignacio Sotelo: “Se volvió a creer a marchamartillo en el mercado, limitando al máximo, no ya la intervención del Estado para recuperar un equilibrio siempre precario, sino que se renunció incluso a la regulación estatal que la mundialización hacía por lo demás impracticable”.


Aprobado ya por el Congreso de Estados Unidos el paquete de 700 mil millones de dólares para salvar a las empresas en peligro de quiebra (aunque en realidad podrían ser más de 800 mil, por los agregados que hicieron al mismo senadores y diputados, a cambio de sus votos), queda por saberse si realmente tendrá los efectos esperados el que se utilice dinero de los contribuyentes norteamericanos para estabilizar los mercados y revertir las tendencias de crecimiento negativo. Habrá que ver si es suficiente y si sus efectos serán de largo plazo o, en cambio, las finanzas del mundo volverán a ser presas del desasosiego y el desánimo. Más de un dirigente europeo exigió a los Estados Unidos que asumiera pronto y frontalmente su enorme responsabilidad en esta crisis que involucra y arrastra a prácticamente todos los bancos centrales del mundo. Es pronto para saber si las medidas tomadas satisfacen ese legítimo reclamo y se evitará que Europa entre también en recesión, como pareciera probable.


Habrá que ver, también, si estas medidas benefician a las víctimas reales: los consumidores. Como lo vivimos en México con el FOBAPROA, con este tipo de acciones suele ocurrir que las instituciones financieras reponen sus activos con dinero de los impuestos pero los deudores terminan perdiéndolo todo, incluyendo la tranquilidad.


¿Serán castigados los culpables? No pocos se beneficiaron de esto. Necesariamente las pérdidas de unos son ganancias de otros; ¿en dónde están?, ¿qué pasará con ellos?


En lo que toca a la “economía global”, ¿se volverán las naciones en desarrollo sobre sí mismas?, ¿reactivarán los “vetustos” conceptos de ‘mercado interno’ y ‘soberanía’?, ¿se apostará menos al rejuego de las divisas y empezará a gravarse el trasiego de capitales especulativos?, ¿seguirá premiándose el principio de rentabilidad exenta de impuestos?, ¿se atemperarán los esquemas de crecimiento basados en la explotación desmesurada de los recursos naturales?


A pesar del paquete financiero aprobado por el Congreso de EUA, las dudas son muchas y de fondo. Pasarán semanas, meses, antes de que el panorama sea menos nebuloso.


Por otro lado, la declaración del Presidente George W. Bush al presentar su propuesta de rescate financiero (“Creo en el mercado pero evidentemente éste ha fallado”), los duros cuestionamientos del gobierno Alemán (“Estados Unidos perderá su liderazgo financiero en el mundo”), y la dolorosa confesión del presidente del Banco Central Europeo, Jean-Claude Trichet (“…[es] un momento excepcional, grave en la historia financiera. Probablemente el más grave en los países occidentales desde la Segunda Guerra mundial”), no son otra cosa que el epitafio de una etapa de la historia contemporánea que ciertamente propició el crecimiento económico del orbe (pero a costa del empobrecimiento y pesar de muchos), permitió el desarrollo de algunas economías regionales (a cambio del abatimiento de otras) y fue campo abierto para la defraudación y el abuso. Por lo menos ésta es una certeza: acabó el tiempo de dejar hacer y dejar pasar.


Lo que falta es saber hacia dónde dirigirse. Esa es la principal incertidumbre.


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