Cosas Pequeñas


COMPLICACIONES


Juan Antonio Nemi Dib


El 15 de septiembre de 1941, en el “Palacio Chino” de Ciudad de México, se estrenó la película “Ay qué tiempos, señor don Simón”, escrita y dirigida por Julio Bracho quien -impulsado por el productor Agustín J. Fink— cruzaba por la puerta grande del cine mexicano, apenas a los 32 años. La juventud no era el único mérito de Bracho, si consideramos la talla de los artistas a los que dirigió en ésta su primera película: Joaquín Pardavé, Arturo de Córdova, Mapy Cortés y Anita Blanch.



Sin mayores pretensiones argumentales, la comedia recrea un affaire amoroso que bien puede ubicarse en los finales del siglo XIX, en el que menudean los enredos, la angustiosa paternidad de un hijo desconocido (que tampoco sabe quién es su padre), las penas de amor y, faltaba más, la intriga soterrada para desbancar al flamante presidente de la “Liga de las Buenas Costumbres”.



Orientados más a la parte cinematográfica, los análisis más conocidos de la película (Xavier Villaurrutia y Emilio García Riera) se refieren al ritmo ameno que sigue la comedia, aunque dejan de lado lo que para Julio Bracho fue el centro de su trama: una visión crítica de la ética porfiriana, elaborada justo un año antes de que México tomara partido dentro del clímax destructivo que fue la Segunda Guerra Mundial, apenas el mismo año en que se inventó la palabra “antibiótico” y se produjeron (mediante Rayos X) las primeras semillas modificadas para uso agrícola.



Con la distancia analítica que le permitían 40 o 50 años y en medio de una notoria ambivalencia, la película de Bracho ironizó sobre un puritanismo burdo y asfixiante: el dilema ético de la historia se centraba en la asistencia por parte de “caballeros respetables” a un teatro de revista pecaminoso y, por tanto, sólo para hombres, en el que las coristas –tiples— se atrevían a mostrar las curveadas pantorrillas y los abombados “bloomers”.



Por otro lado, el argumento rezuma nostalgia respecto de un estilo de vida mucho más simple y menos intenso pero al mismo tiempo más humano, en el que una confesión arrepentida y un acto de valentía eran suficientes para reconstruir la vida de todos y “ser felices para siempre”. De allí el memorable nombre de la cinta, que parece remitirse al inefable axioma: todo tiempo pasado fue mejor.



A 67 años del estreno de “Ay qué tiempos, señor don Simón”, la mitad del siglo pasado podría parecernos, a su vez, todo un remanso de paz y añoranza en el que –aparentemente— las cosas eran mucho más sencillas y la vida, más fácil de vivirse. No son pocos los que vuelven la vista hacia atrás, asumiendo que la nuestra es una época de caos e incertidumbre, plagada de problemas descomunales (que algunos tildan de irresolubles) y un escenario poco halagüeño para la mayoría de los terrícolas.



Y en efecto, los retos actuales no parecen pocos: es difícil refutar la evidencia de que el clima se torna más agresivo –y destructivo— que antaño y de que muchos efectos de esta modificación constante del hábitat repercuten directamente en demérito de la calidad de vida de la especie humana, incluyendo la posibilidad de inundación de muchas poblaciones costeras; por el incremento de los precios pero, principalmente, por un disparo exponencial de la demanda, el mundo enfrenta una crisis alimentaria que literalmente mata de hambre a miles de personas cada día, especialmente en África, aunque de seguir las cosas así, es probable que el fenómeno contagie de hambruna a otros continentes.



La disputa por el agua potable, cada vez más escasa, empieza a tomar dimensiones geoestratégicas, las próximas guerras serán por el agua, dicen los futurólogos; paradójicamente, en la era de la satisfacción total y el entretenimiento extremo, la frustración hace presa de millones de jóvenes y adultos –cada vez más— que apenas encuentran en las drogas (suaves y fuertes, legales e ilegales) un remedo de escape para depresiones, angustias y aburrimiento; hordas de migrantes (güeritos de ojos azules disfrazados de plomeros polacos o ex empleados de la KGB, negros de ébano a los que poco importan los peligros de muerte que implica cruzar en piragua las procelosas aguas del Mare Nostrum; indígenas monolingües que prefieren los disparos de los cazadores de hombres del desierto de Arizona a la pobreza y el martirio a que condena el terruño; chinos esclavizados por sus propios compatriotas en las mismas entrañas de Nueva York) buscan afanosos nuevos horizontes y persiguen sueños de esperanza que no pocas veces, millones de veces, terminan en pesadilla.



La delincuencia también se globaliza y quedan muy atrás las fronteras delictivas (el diario español “El País” avisa que 32 mexicanos han sido secuestrados en lo que va del año en California, algunos de ellos luego de que dejaron Tijuana en busca de una vida pacífica; las mafias del este de Europa se dan vuelo saqueando “chalés” en España y otros sitios del Viejo Continente) y, apenas unos cuantos piratas somalíes se dejan pedir 25 millones de dólares de rescate por un buque tanque aberrante en sí mismo y de igual tamaño que la ambición humana: cargado con 2 millones de barriles de petróleo (¿y si llegara a hundirse, de qué tamaño sería el ecocidio?).



Y para colmo, el sistema económico basado en la especulación financiera revienta, haciendo realidad el principio de privatizar las ganancias y socializar las pérdidas, es decir, cargando sobre la espalda inocente de la gente de a pie más costos y, muy probablemente, más pobreza.



Lo cierto es que la generación de mediados del siglo pasado tuvo sus penurias, que no fueron pocas. Nadie sabe con precisión cuántos muertos produjo la Gran Guerra pero todos coinciden en que no menos de 55 millones, aunque puede que muchos más, por no hablar de los daños materiales y psicológicos. Esa fue la misma generación que presenció Hiroshima y Nagasaki, los mejores monumentos al horror sin adjetivos. Aquí, en México, esa generación tuvo que sortear un aciago clima de hostilidad intestina que no pocas veces pudo terminar en tragedia, si no es por las artes conciliadoras y la política de “Unidad Nacional” de Manuel Ávila Camacho quien, a propósito, también tuvo que devaluar el peso, sortear crisis sanitarias y hasta decidir la simbólica entrada de nuestro país a la guerra.



Es difícil pronunciarse sobre un tiempo mejor que otro; generalmente estos juicios quedan acotados por la experiencia personal de quien los emite, hablando de la feria como en ella le fue. Por eso resulta vital la actitud de cada individuo para enfrentar los retos que atañen a todos.



Son tiempos complejos, sin duda. Pero también es cierto que tenemos más y mejores herramientas para acometerlos. El desarrollo científico favorece (si los intereses económicos no lo impiden) mejores condiciones para la explotación racional de la naturaleza y la producción masiva de alimentos sanos suficientes y el aprovechamiento de nuevas fuentes de energía, así como el reciclamiento de recursos escasos como el agua; las nuevas tecnologías acercan la posibilidad de ofrecer vivienda digna, segura y accesible a quienes hoy carecen de ella; las herramientas de cooperación internacional, bien utilizadas, pueden neutralizar a los delincuentes transfronterizos; la medicina avanza y la enfermedad se combate con éxito (cuando la industria farmacéutica y los fabricantes de tecnología médica lo permiten, desde luego); la explosión de las comunicaciones permite aprovechar los aspectos más positivos de la “aldea global” como el goce de la diversidad cultural, el intercambio de experiencias y conocimientos y el acercamiento productivo entre los pueblos. Es tan simple como ponernos de acuerdo. Estos pueden ser buenos tiempos.


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LA REALIDAD


Juan Antonio Nemi Dib




Hay una relación directamente proporcional entre la urgencia de prometer por parte de los políticos que aspiran a ganar una elección y las ansias de creer por parte de los electores que deben optar por uno o por otro de los candidatos, basando sus votos en las dos grandes motivaciones del elector: necesidades y miedos. Así, el gran reto de los expertos en mercadotecnia que asesoran a partidos y candidatos consiste, más que en buenas estrategias publicitarias, en identificar los mensajes que las audiencias esperan por parte de sus potenciales gobernantes y construir esos mensajes de la manera más creíble.



La historia contemporánea de Occidente está plagada de ejemplos respecto de promesas electorales incumplidas y abundan los cambios dramáticos de posición, antes y después de los comicios. El caso reciente más emblemático es el del PSOE, que ganó las elecciones oponiéndose a la incorporación de España a la organización militar del Atlántico Norte y más pronto que tarde convocó a un referéndum en el que hizo franca campaña a favor de la alianza peninsular con la OTAN.



Es cierto que la tendencia en política es prometer de más, pero es igualmente cierto que la realidad se impone de manera cruda sobre las propuestas de campaña y suele convertir a la esperanza posible en un sueño inalcanzable; también pasa que las circunstancias cambian de tal manera que las plataformas electorales se vuelven secundarias e intrascendentes frente a retos nuevos y, muy probablemente, de mayor envergadura.



Las propuestas de John McCain y Barack Obama en la pasada elección de EUA fueron objeto de escrutinio y atención no sólo en su país, porque nadie duda que la política de la –hasta ahora— economía más grande del mundo repercute de manera directa en todas las naciones del orbe. Aunque en algunos casos se trató apenas de matices, porque tampoco fueron pocas las coincidencias entre ambos, se escrutaron sus ofertas políticas en busca hasta de las más pequeñas diferencias y oposiciones.



Es resulta difícil restar méritos al flamante presidente electo, que permaneció como segundo lugar en las preferencias del público norteamericano durante un poco más de la mitad del tiempo que duró la campaña, pero está claro que dos factores externos ayudaron a Obama en forma determinante para remontar la adversidad y alzarse con el triunfo: por un lado, el estallido de la crisis financiera que se produjo en muy buena medida (sin que nadie pueda argumentar lo contrario) por la aplicación a rajatabla de las políticas desreguladoras y aperturistas de los defensores de un mercado “capaz de regularse a sí mismo” (ja) y gran creador de riqueza social (ja ja ja) y, por otro, el hartazgo de la sociedad norteamericana con la administración que más de un analista serio ha calificado como la peor en la historia de EUA.



Al margen de que en realidad fue George W. Bush quien resultó derrotado –llevando entre las patas a McCain y a los republicanos en general—, Barack Obama ha despertado entre la población de Estados Unidos (y también en el Mundo entero) una gran expectativa que le supone capacitado para superar los descomunales problemas que recibirá como herencia y que le atribuye las herramientas para navegar con éxito en un mar proceloso y complejo. Pero no le será fácil.



La economía de EUA está sujeta a presiones de envergadura astronómica, como su déficit. Dice Marco A. Moreno: “Hace justo un año, …el [Secretario] del Tesoro de Estados Unidos …anunció que la deuda nacional había excedido los 9 billones de dólares por primera vez en la historia. Cuando George Bush llegó a presidente en enero de 2001, era de aproximadamente 3 billones de dólares. Desde entonces, y en siete años, la deuda se triplicó. Esta inmensa deuda es explicada en un 50% por las enormes cifras de gasto militar que en el caso de EUA es de un billón de dólares anuales, mucho más del doble del gasto de todo el resto del mundo en su conjunto; y el otro 50% es explicado por el exceso de consumo.”



Su economía doméstica no está precisamente en el mejor momento; hay quienes esperan un segundo y un tercer crack de las finanzas norteamericanas: después de las hipotecas impagables, vendría la crisis de las tarjetas de crédito y, según los más pesimistas, el de los créditos industriales y comerciales, que –como es sabido— se autorizaron como vasos de agua, sin las debidas garantías de pago. Esto ya le ha pegado directamente al mercado laboral, tanto que ya se habla de al menos 10 millones de empleos menos en lo que va del año, cuando la crisis apenas empieza. Parece que los 700 mil millones de dólares de dinero de los contribuyentes autorizado por su Congreso como plan de rescate para los mercados financieros, serán insuficientes. Miles de familias están abandonando las casas cuyas hipotecas no pudieron pagar y no es improbable que ocurra lo mismo con los autos y otros objetos comprados a crédito.



China es propietaria de muchos intereses estadounidenses, vinculados a empresas de bienes y servicios y del mercado inmobiliario, pero también financieros. “Después haber sido el acreedor más grande del mundo hasta fines de los años 70, EUA pasó a convertirse en el deudor más grande del mundo”. Y en materia comercial, el nuevo gobierno tampoco la tiene fácil: sólo en el caso de China, Estados Unidos apenas logra venderle un equivalente al veinte por ciento de lo que compra anualmente. Pero el caso se repite con India, con Europa…



La cobertura universal de salud –el sueño de Hillary Clinton— está lejos de cumplirse. Cuando Obama asuma la presidencia, el próximo 20 de enero, miles de sus compatriotas seguirán muriendo de enfermedades curables, simplemente por carecer de dinero para sufragar los elevadísimos costos de sus seguros médicos. Y no hay de dónde costeárselos, salvo que se paguen menos soldados y se compren menos helicópteros blindados, algo impensable.



La invasión de Irak ha significado a los contribuyentes de EUA un gasto de aproximadamente 600 mil millones de dólares, aunque algunos analistas rechazan esta cifra oficial y hablan de partidas ocultas más abultadas. En términos humanos, ha representado la muerte de más de cien mil civiles iraquíes y cuatro mil soldados de EUA. Apenas esta semana se planteó un acuerdo con el Gobierno Iraquí (que deberá ratificar su parlamento) para mantener allá 3 años más a las tropas de ocupación, aunque nadie tiene claro ni preciso cómo ni cuando retirarlas por completo. Obama prometió trasladarlas progresivamente a Afganistán, otro infiernito que tampoco tiene cómo solventarse ni para cuándo, y que igual cuesta.



Parece que será la realidad la que le imponga la agenda a Barack Obama, no sus buenos deseos y menos, sus compromisos de campaña.



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LLEGAR A VIEJO


Juan Antonio Nemi Dib




Según las cuentas de la familia, mi tío murió a los 101 años de edad, meses más, meses menos. Prácticamente hasta el final mantuvo intactas sus capacidades intelectuales (que no eran pocas) y aunque convivió muchos años con una audición disminuida –y los últimos, con poca visión— nadie dudaría que tuvo una vida plena. Una herencia biológica envidiable, un poco de suerte (para que nadie lo atropellara o le tocara un terremoto mortal, por ejemplo) y una vida metódica le permitieron cumplir con lo que para muchos no pasa de ser un sueño: una existencia centenaria y de calidad.



De acuerdo con las estimaciones de la Organización Mundial de la Salud y la base de datos “Index Mundi”, mi tío vivió 35 años más de los que se espera vivirá –en promedio— un habitante del planeta, 17 años y medio más que un andorrano (el sitio en el que la gente muere más vieja), y 69 años más que un habitante de Suazilandia, el país en el que –dice la estadística— la gente se muere en promedio, antes de los 40 años.



La enciclopedia precisa que “la esperanza de vida es la media de la cantidad de años que vive una cierta población en un cierto periodo de tiempo. Se suele dividir en masculina y femenina, y se ve influenciada por factores como la calidad de la medicina, la higiene, las guerras, etcétera”. En forma muy simplificada, este indicador se construye obteniendo el promedio de edad de las personas fallecidas en un año. Se trata de una herramienta invaluable para medir los niveles de desarrollo de un país y suele ser una de las estadísticas que mayor interés producen en el público.



Podría pensarse que a mayor riqueza de un país corresponde una mayor expectativa de vida en sus habitantes y, aunque no hay duda de que la abundancia de recursos propicia una existencia más prolongada, no hay una correlación exacta entre producto interno bruto y expectativa de vida. Por ejemplo, aunque en Macao puede llegarse sin problemas –de acuerdo con la estadística, desde luego— a los 82.32 años de edad, la segunda población más longeva del planeta, su producto interno bruto per cápita alcanza apenas el número 43 en la estadística mundial.



Si se distribuye la riqueza anual de los Estados Unidos de América entre sus habitantes, EUA es el 9º país del mundo, apenas por debajo de Luxemburgo, Noruega y Singapur, entre otros. En cambio, la expectativa de vida de estos ricachones está en el “ranking” número 45, con una esperanza de 78.14 años, de acuerdo con el famoso “World Fact BooK” publicado por la CIA.



Obviamente, no todo es dinero, aunque mucho ayude.



México ha sufrido una importante evolución en los resultados de estas mediciones. De acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática (INEGI) y el Consejo Nacional de Población (CONAPO), en 2008 la esperanza de vida al nacer en este país es de 75.1 años, aunque las mexicanas vivirán más (77.5 años) que los mexicanos (72.7 años).



Esta medición ha aumentado: en 1930 se esperaba que un recién nacido mexicano viviera 33.9 años en promedio; para 1980, el valor fue de 66.2 años, y en 1990 de 70.6 años. La información oficial también registra que entre 1970 y 2008, la esperanza de vida en México se incrementó en 14.2 años; 13.9 en los hombres y 14.5 en las mujeres. Las personas de sexo femenino tienden a vivir más años y el incremento en su esperanza de vida ha sido más acelerado que el de los varones; en 1930, la esperanza de vida de las mujeres era 1.7 años mayor a la de los hombres, para el año 2008 la diferencia es de casi cinco años.



De acuerdo con el reporte oficial, ni la delincuencia ni la contaminación ni la vida frenética hacen mucha mella en las cuentas, puesto que por entidad federativa, Quintana Roo y el Distrito Federal presentan la mayor esperanza de vida en el país con 76.2 y 76.1 años, respectivamente. Una extraña mezcla de playas paradisíacas e “Imecas” que no parecen tener mucha relación entre sí. Por contrapartida, vivir en Guerrero y Veracruz parecería más mortífero que Tijuana, Culiacán o Reynosa, puesto que ambos estados registran la menor esperanza de vida: 73.5 y 73.9 años, respectivamente.



Es muy probable que estas tendencias continúen consolidándose y que la gente de todo el mundo viva cada vez más tiempo. De hecho, Alberto Boveris y Juan Hitzig, especialistas en medicina del envejecimiento y prevención gerontológica se muestran convencidos de que en el futuro la especie humana podrá rebasar la barrera de los 120 años. El secreto, dicen, está en la combinación de tres factores: una buena alimentación rica en vitaminas, ejercicios físicos moderados y actividad neurológica.



Sin embargo, no se trata sólo de llegar a viejo sino de cómo llegar. Hay una serie de condiciones como independencia, lucidez, razonable estado de salud y movilidad que hacen de la vejez algo realmente digno y deseable. De otro modo, la prolongación de la existencia puede convertirse en atadura y tormento.



Y queda otro tema: llegar a viejo, ¿para qué? La vida merece vivirse siempre que hay una razón para ello, no sólo romper el record de longevidad.



Vivir por vivir puede convertirse en el peor de los desperdicios. Los viejos son el mayor compendio de amor, de tolerancia y de conocimiento profundo de que se puede disponer; malhaya del anciano que no prodigue afecto o que carezca de una buena lección que ofrecer a los demás. Bienaventurado el que tiene un anciano junto, del cual aprender.



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