Cosas Pequeñas

LA OTRA CENSURA

Juan Antonio Nemi Dib


En una novela llamada “El Gran Laberinto”, Fernando Savater se duele: “Que todos los jóvenes europeos comprometidos políticamente conozcan a Che Guevara pero pocos o casi ninguno hayan oído hablar de [Jan] Patocka es un síntoma indudable de las deficiencias de la educación democrática en nuestros países”. A mí, me queda sólo un poco de joven en el espíritu, nunca he sido lo suficientemente arrogante para considerarme “comprometido” ni soy europeo, sin embargo yo tampoco sabía sobre ese profesor, “discípulo de Husserl y portavoz de la Carta 77 contra la dictadura comunista” checoeslovaca… que “murió a manos de la policía política… tras varios interrogatorios torturantes y agotadores” y que muchos consideran como un héroe de la democracia contemporánea.


El tema no me interesa en demasía y vivo con otras prioridades noticiosas, pero tardé dos meses en enterarme –por accidente— que Hugo Sánchez fue destituido como director de la Selección Nacional. Y, al igual que éstas, son decenas de miles de informaciones las que pasan frente a uno sin posibilidad de enterarse de ellas, menos de pensarlas.


El volumen de datos sobre sí misma que genera y transmite la humanidad es tan grande que nadie podría saberlo todo sobre todo, ni siquiera sobre las “noticias frescas” de cada día. La cantidad de información inquieta, puesto que los datos se acumulan en forma imparable, se transmiten como avalanchas permanentes en diarios, libros, televisión, radio y por supuesto en internet.


La misma dinámica obliga a la audiencia a ser selectiva, no sólo de aquello sobre lo que desea enterarse, sino de los emisores de la información por los que optará. El resultado es que, inevitablemente, la realidad se va conociendo a trozos, a veces demasiado pequeños, a veces tan superficiales y sutiles que acabamos sabiendo casi nada y alejándonos de una conveniente visión de conjunto. Esto da pie a la existencia de gurús informativos a los que la escasez de tiempo y el acelerado estilo de vida acaban convirtiendo en nuestros nuevos profetas, poseedores de la verdad absoluta que buena parte del público aceptará sin reproche. El maremágnum ayuda, también, a ocultar lo que no desea publicitarse, hay mucho con qué distraer para ocultar lo importante [“Chupacabras” dixit].


El de la calidad tampoco es un asunto desdeñable: como auditorio, los ciudadanos del mundo generalmente disponemos de poca opción para verificar la autenticidad, la certidumbre ni la intencionalidad de las noticias y los análisis con que nos alimentan y más de una vez debemos “dar por bueno y cierto” aquello que realmente no lo es, simplemente porque lo dijeron en tal noticiero o se publicó en tal periódico; recientemente han llegado a mi cuenta de correo electrónico “mensajes informativos de último minuto” sobre el secuestro de un conductor de televisión, sobre la muerte de una actriz e incluso, sobre un fallido intento de secuestro del Presidente de la República, todo lo que por supuesto, es falso pero seguramente más de uno dio por bueno y válido.


El otro gran tema es la caducidad de las noticias, que se hacen viejas en instantes, que son rápidamente sustituidas por otras “más novedosas”. Algunos “futurólogos” consideran ya inevitable el desplazamiento del mercado informativo de los periódicos impresos, que publican noticias “viejas”, con 24 horas de retraso por lo menos, cuando hoy tenemos a nuestro alcance información sobre casi cualquier acontecimiento en apenas unos minutos después de que los hechos se produjeron, gracias a las conexiones electrónicas y a que las decenas de miles de diarios digitales que pueblan internet y no paran de actualizarse. El mejor ejemplo de este fenómeno, sin duda, lo constituyó la transmisión “en tiempo real” de la guerra en Irak, incluso con imágenes enviadas por los aviones de guerra, en el momento mismo de la acción. ¿Para qué transmitir las imágenes del bombardeo de ayer, si están disponibles las de los muertos de hoy?


El resultado de este coctelito es magnífico para los villanos de la película: ni siquiera los más malosos han de serlo todo el tiempo, porque las nuevas y más atractivas noticias sobre otros pérfidos se encargarán de que los truhanes de hoy sean olvidados mañana. Un ejemplo: ¿recuerda usted a Josep Fritzl? En abril fue detenido por mantener secuestrada 24 años a su hija, a la que embarazó seis veces. A finales de junio, noticiosamente este es un caso viejo, aunque no tanto como el de Natascha Kampusch, que tuvieron encerrada en un sótano durante ocho años, muy cerca de Viena, y que fue liberada hace un par de años. Es una paradoja que la era de la información produzca una suerte de impunidad informativa.


Otro gran asunto es la pérdida de la capacidad de asombro: que mueran 80 mil en el terremoto de China, o 296 mil a causa del tsunami de 2004, que durante un fin de semana fallezcan violentamente más de 60 mexicanos en hechos vinculados al narcotráfico, que más de 500 policías y militares sean asesinados por la delincuencia organizada, se vuelve normal, cotidiano. La disponibilidad informativa legitima esta “normalidad” de la violencia y el sufrimiento; aún sin quererlo los mismos emisores de noticias se convierten en actores de éstas y al público sólo le queda esperar la siguiente estadística de muertos, que seguro no tarda. No es extraño que algunos denuncien estrategias intimidatorias de las grandes mafias basadas en los medios de comunicación y propongan acotar, reducir y hasta omitir las noticias sobre estos hechos violentos, que realmente les funcionan a los delincuentes como una estupenda propaganda, gratuita además.


A propósito de este combate público por la atención que vive la humanidad en la era de la información, un ensayo estupendo y lúcido de Daniel Innerarity dice: “En una sociedad articulada en torno a los medios de comunicación, la distinción fundamental está entre la atención y la ignorancia; todo se decide en la capacidad de percibir y ser percibido. No hay nada peor que pasar inadvertido, que ser invisible. La propia existencia parece incierta mientras no sea confirmada por la mirada de otros. Pero atraer esa mirada ya no es tan fácil, porque hay mucha competencia y ya no está garantizado llamar la atención con la mera transgresión o desviándose de lo establecido… Cada vez son más los que combaten por ese bien escaso que es la atención pública: desde los políticos hasta los que protestan y únicamente quieren que se sepa que existen. Me ven luego existo, es el principio que explica muchas operaciones en el combate público por la atención”.


Queda el problema severo de la dependencia tecnológica y la paulatina nueva dependencia a través de internet, pero lo peor de todo es la otra censura, la de la gente hastiada, cansada de tanto y de tantos, que prefiere gozar de su legítimo pero doloroso “derecho a no saber” y que decide convertir en nada, -en ignorancia— lo que debiera ser agravio perseguido; en otras palabras: diga lo que quiera, denuncie lo que quiera, el alud de información se encargará de que pase desapercibido, de que no ocurra nada, así sea infame, loco, perverso, injusto, inmoral o inútil lo que quiso usted denunciar.


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PENURIAS Y SUBSIDIOS

Juan Antonio Nemi Dib


Si quiere evitar una crisis de proporciones colosales a mediados de su sexenio, Felipe Calderón tendrá que impresionarnos con un manejo mucho más profesional, apartidista, oportuno y sensible de la economía nacional del que ha mostrado hasta ahora; el escenario mundial es complejo y ni los discursos ni la buena voluntad son suficientes para contrarrestar el peligro real de una escalada inflacionaria incontenible y las previsibles consecuencias de ésta: devaluación, empobrecimiento, etc.


El Gobierno de Estados Unidos (y también su banco central, la “FED”) siguen haciendo grandes esfuerzos para paliar los efectos de la severa contracción de su economía y, por consecuencia, la pérdida de valor del dólar. Lamentablemente están muy lejos de cantar victoria: de mayo de 2007 a mayo de 2008 el dólar perdió 14% y los pronósticos inmediatos al respecto no mejoran. Por varias razones, la debilidad del dólar le pega directamente a la economía mexicana, irremediable y casi absolutamente ligada a la estadounidense.


El dólar es, todavía, el eje del comercio exterior del mundo, y eso también incluye a México. De acuerdo con la Organización Mundial de Comercio, en 2006 nuestro país fue el 15º exportador del planeta, vendiendo al extranjero mercancías y servicios por más de 250 mil millones de dólares, buena parte de ellos precisamente a los Estados Unidos. También dependemos de los dólares por las remesas, por los créditos y por otros factores financieros, como el sistema mundial de pagos. Actualmente, el problema radica en que –con esta indeseable devaluación— los dólares compran y pagan menos y, al menos por ahora, es poco probable que las naciones del mundo quieran vendernos y comprarnos en pesos.


A partir de este asunto monetario, es lógico que la demanda internacional se reduzca y, consecuentemente, las exportaciones disminuyan en la misma proporción, creando un círculo vicioso que dificulte más la salida del bache. De hecho, algunos sectores productivos empiezan a quejarse de la reducción en sus ventas y el incremento desmesurado en sus costos de operación. Por sí misma, la del dólar es ya una bronca de grandes proporciones, pero sumada al enorme incremento en el costo del petróleo y al aumento desmedido en el precio mundial de los alimentos, el escenario financiero para los próximos meses se antoja todo menos estable, ni fácil ni halagüeño.


Por otro lado, es muy cierto que en esta circunstancia de históricos precios altos en los hidrocarburos, México debiera ganar mucho dinero con la venta de petróleo, siendo el 10º exportador del Mundo; de hecho, en apenas 5 meses –entre enero y mayo de este año— la exportación de crudo “nos” produjo ingresos de casi 19 mil 900 millones de dólares, poco más del doble de dinero que durante el mismo lapso de 2007. Sin embargo, el Gobierno Federal opina muy diferente y su explicación del fenómeno parece destinada a poner de punta cabellos y vellos de todo orden. “Aclara” Presidencia de la República que: 1) se importó 6.1% más gasolina de la que estaba prevista, 2) que esta gasolina importada resultó 31.1% más cara de lo que habían pronosticado y que, 3) debido a la situación de las divisas, se obtienen menos pesos por cada dólar, lo que impacta en unos 8 mil millones de pesos menos a su mala previsión presupuestal.


Esta es la fórmula casi mágica, como conjuro hacendario, que –explicando lo inexplicable— sostiene que “más es menos”, que las “ganancias son pérdidas” y que, a fin de cuentas, recibir 20 mil millones de dólares extras no sólo no sirve, sino perjudica. De hecho, en su brillante análisis del tema José Ferrer describió hace poco este “limbo petrolero” en los siguientes términos: “El colmo es que, cuando aún arrecian las protestas por el gasolinazo (léase aumento de impuestos a la gasolina) al que se atribuye la escalada de precios y cierre de empresas, ahora, sin más, se responsabilice al consumidor de la pérdida del excedente petrolero”.


En otras palabras, si los mexicanos no consumiéramos las gasolinas que el amable gobierno central se ve constreñido a subsidiar (usando el dinero del sobreprecio internacional del crudo), estaríamos en Jauja y seguramente no habrían desaparecido los fondos petroleros adicionales, cuya repentina evaporación acercó a la penuria a los estados y municipios del país.


La Federación afirma que canceló repentinamente los fondos procedentes de excedentes petroleros para los gobiernos locales, entre otras cosas porque sólo este año necesitará 200 mil millones de pesos para subsidiar la importación de gasolina y diesel, una cantidad de dinero casi idéntica al presupuesto nacional agropecuario para 2008. Este subsidio a combustibles ha sido severamente cuestionado por las instituciones financieras que lo consideran insano, improductivo y promotor de una “economía de ficción”, justo lo que el PAN denunciaba con acritud antes de llegar al poder. Alguien llegó a decir que mejor repartan ese dinero entre los 50 millones de pobres, para que realmente sea útil y sirva a quienes realmente lo necesitan.


Pero no pocos analistas también afirman que este costo es insostenible y que más temprano que tarde Felipe Calderón se verá obligado a aumentar de golpe el precio al público de los carburantes (algunos dicen, incluso, que es cuestión de meses), con el correspondiente costo político para él. Sin embargo, con una visión que seguramente no excluye el horizonte electoral, la señora Kessel, Secretaria de Energía, afirma que: “Es conveniente reducir gradualmente el subsidio a la gasolina, pero sobre todo salvaguardar el nivel de vida de la población”. Pragmatismo puro que nada tiene que ver ni con su ideología ni con la economía neoliberal a la que rezan. En otras palabras, lo que tanto cuestionaron a los gobiernos anteriores y que ahora se convierte en su objetivo estratégico: el verdadero propósito está en las elecciones federales del próximo año, ganarlas bien vale un pequeño subsidio a la gasolina y el diesel, aunque después siga la debacle.


Paradójicamente, una investigación del diario La Jornada reveló que la gasolina que importó PEMEX a principio de año le costó menos del precio en que la revendió a las estaciones de servicio y que el subsidio es, en realidad, para los costos de transporte y distribución (¿subsidiando la ineficiencia?). También se sabe que este subsidio, anunciado por la Secretaría de Hacienda, tiene varios años aplicándose y, por ende, tampoco es la flamante “estrategia innovadora” que se ha festinado para “proteger” a los mexicanos que, por cierto, en su gran mayoría carecen de auto y poco provecho obtienen de la gasolina subsidiada. Por eso algunos consideran como un mal acto de prestidigitación la repentina desaparición de los excedentes del petróleo, no exenta de carga política contra gobiernos no panistas.


Cuestionado incluso por sus amigotes del Banco Mundial, el Gobierno Federal hará lo que pueda por mantener un subsidio que, independientemente de su sentido presuntamente compensatorio para los económicamente débiles, aparentemente le produce rentabilidad política a un Presidente ansioso por una mayoría absoluta en el Congreso, no importa lo que [nos] cueste [a los mexicanos]. A ver si puede mantenerlo, por lo menos hasta julio de 2009. A ver si no produce una penuria mayor.


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LIBERTAD DE EXPRESIÓN

Juan Antonio Nemi Dib


El homicidio de Manuel Buendía impactó al país; fue equivalente a una repentina explosión en la cabeza. Podría compararlo con una locomotora estrellándose y a toda velocidad contra un muro. Y no porque el muerto hubiera liderado la nueva epopeya de la humanidad o porque su conducta le impregnara de olor a santidad, no. Buendía era un periodista, humano, con las virtudes, los yerros y los vicios propios de nuestra especie, quizá más intensas unas que otros.

Quienes desconocen las condiciones de su asesinato y, por ende, de su ejercicio profesional, probablemente sólo comparen a Buendía con uno de los analistas que más o menos lúcidos, contribuyen a la interpretación de la realidad contemporánea de México bajo miradas razonablemente críticas; si sólo ése fuera el caso, Manuel Buendía no tendría por qué recibir el estatuto de héroe de la república y, mucho menos habría dado razón para ser víctima de un homicidio cruento como el que sufrió. Leída hoy, a dos décadas y media de distancia, probablemente su columna “Red Privada” parezca ‘normal’ y sin más provecho que el representado por un periodismo responsable, atento al interés colectivo y, muy presumiblemente, impulsado por causas honorables.

Es cierto que hacer prensa honesta y orientada a servir a la sociedad no tendría –teóricamente— ningún mérito adicional, dado que lo menos que se espera de un reportero, editor o columnista es precisamente eso: que diga lo más cercano posible a la verdad, que no anteponga intereses particulares a su quehacer (incluyendo los de la empresa para la que trabaja), que signifique las cosas útiles y que denuncie las malas y que su trabajo informativo o de análisis produzca un beneficio concreto para la sociedad. Más de uno considera un contrasentido subir al Olimpo a quienes a fin de cuentas, sólo hacen correctamente su trabajo.

Sin embargo, el homicidio de Buendía fue pasmoso y especialmente traumático por inesperado: México no estaba acostumbrado a esa violencia extrema, pero también debido a que el periodista era una suerte de pionero informativo en un momento en que las tensiones del sistema político estaban a tope y el ejercicio hegemónico del poder público necesitaba un control amplio de los medios informativos y sus contenidos. Parece que Buendía “se salió del huacal” y fueron constantes –muchas veces irrefutables— sus denuncias y sus documentadas descripciones de casos graves de corrupción pública y privada que pocos se atrevían a ventilar en aquélla época y que apuntaban a los más altos niveles.

Buendía no fue el único ni el primero en hacer periodismo de acusación, pero su ejercicio profesional se hizo muy visible justo cuando la sociedad mexicana enfrentaba la resaca del fin de la abundancia, la frustración por la hiperinflación y el notorio agotamiento del “estado de bienestar”. Ya en ese momento los gobiernos eran incapaces de resolver todo a todos y la frustración colectiva empezaba a arraigarse, al mismo tiempo que la economía neoliberal se implantaba a rajatabla y quedaban en la historia los compromisos de justicia social del régimen revolucionario.

Unos cuantos días antes de su muerte, con motivo de algunas jornadas académicas, invitaron a Buendía a la universidad y lo recuerdo bien, enfundado en su gabardina y respondiendo preguntas de estudiantes y profesores escépticos que, en su mayoría, veían a don Manuel como un periodista “funcional” al sistema y no lo suficientemente crítico. Su asesinato –7 días antes de la celebración de la libertad de prensa— cambió las cosas y colocó naturalmente al columnista dentro del Panteón que el “imaginario colectivo” reserva para las personas de fama pública que mueren a causa de sus convicciones, ensalzando virtudes y minimizando faltas.

Pareciera que la gran contribución de Manuel Buendía –igual que el Cid Campeador— fue después de muerto: estimuló a actores sociales que, en medio de las ya recurrentes crisis económicas y acicateados por el homicidio del periodista, exigieron mayor compromiso de los medios, más veracidad y certidumbre en el manejo de la información y, por supuesto, mayores libertades y espacios para los periodistas, empezando por la salvaguarda de su integridad.

No es exagerado decir que en esta etapa se desarrollaron, asociadas a otros eventos de la vida nacional, algunas de las condiciones para la transición política que sustituyó pacíficamente al PRI del ejercicio del gobierno federal, en 2000. Varios medios de comunicación asumieron que, en esas circunstancias, mantener la credibilidad frente a sus públicos exigía un mínimo de independencia respecto del poder público y un espacio crítico lo suficientemente amplio como para representar, así fuera parcialmente, las necesidades y expectativas del verdadero protagonista de la vida social: la gente. La prensa escrita y electrónica entendió que su libertad para decir se volvía prioritaria en el nuevo escenario nacional.

Asociados a los conflictos tradicionales del ejercicio de la libertad de expresión y frente a una ciudadanía más participativa y crítica, surgieron entonces otros problemas, por ejemplo: ¿cómo mantener la publicidad oficial –indispensable para la subsistencia de la mayoría de las empresas de comunicación— y al mismo tiempo, defender una línea informativa crítica e independiente?, ¿cómo hacer periodismo de denuncia sin violentar los compromisos de orden político y económico que tradicionalmente han sustentado la relación de los medios y el Estado? No pocos (particularmente medios impresos) fracasaron en el intento, equivalente a una suerte de peligroso equilibrio de alambrista circense, luego de que durante décadas habían dependido de “convenios”, subsidios y anuncios del gobierno. Se conocieron historias patéticas de periódicos “nacionales” que imprimían acaso 4 mil ejemplares diarios y conservaban buena parte de éstos en bodega. Varios desaparecieron del mercado. Evidentemente, los que lograron el tránsito, se fortalecieron.

Sería insensato desconocer los avances visibles en materia de libertad de expresión en México, sin embargo el proceso ha sido lento, extremadamente complejo y a veces, hasta regresivo. La agenda sigue llena de pendientes que, simplemente para enlistarse, ocuparían decenas de páginas. Como muestra y, curiosamente, el principal peligro para la integridad de los periodistas ya no necesariamente proviene de los gobiernos criticados, sino de la incapacidad de éstos para contener a la gran delincuencia que busca omitir y manipular contenidos informativos asociados a sus intereses.

A pesar de que por fortuna existen más medios honestos y comprometidos, México no es aún el paraíso de la libertad de expresión que quisiéramos. Nuevas formas de manipulación y avasallamiento informativo sustituyen a las fórmulas tradicionales de represión, pero al menos se puede decir lo que se piensa, algunas veces incluso, sin consecuencias…

antonionemi@gmail.com




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ARBOTANTES

Juan Antonio Nemi Dib



En el camino a la ex hacienda de “La Trinidad Chica” hay un puente sobre un arroyo; cuando tengo oportunidad me detengo y observo con nostalgia porque apenas unos metros “río arriba”, en ese hilo de agua solíamos nadar hace 34 años. Entonces tenía pozas con suficiente agua para uno que otro clavado, había algunos cuantos pececitos –no sólo ajolotes— y tantas ‘naranjas maltas’ como uno quisiera comerse e incluso llevarse a la casa con la venia de los vigilantes de las fincas que lo permitían, siempre que no dañara uno las matas de café protegidas del sol precisamente por los naranjos.


Hoy, el caudal se compone sobre todo de apestosas aguas de drenaje e importantes cantidades de basura (muy especialmente botellas usadas de “Cloralex”, que abundan, no sé por qué) y el sitio está completamente bordeado de casas construidas dentro o muy cerca de la zona federal que –al menos técnicamente— está reservada por las leyes y que no deja de ser un riesgo para sus ocupantes ante la eventualidad de una creciente del río.


La cosa mejoró con la reestructuración del cauce que hicieron hace poco tiempo y que es visible precisamente a partir del puente; en los extremos del arroyo se tendieron líneas de drenaje que intentan separar las aguas negras y sobre los tubos pavimentaron un circuito para peatones al que, por cierto, no he podido entrar porque el único acceso visible fue cercado con alambre de púas, presumiblemente por algún vecino. Increíblemente, el cerco presenta sellos que dicen “obra clausurada” pero nadie se ha molestado en retirarlo.


El saneamiento del río incluyó el remozamiento del puente, y en sus costados alzaron muretes de ladrillo aparente sobre los que pusieron arbotantes de acero con lámparas de cristal en su interior. Aunque el conjunto no ganaría un premio arquitectónico de innovación o diseño ni es monumento al gusto exquisito, la vista es agradable y contribuye a un mejor entorno para todos los que usan el puente.


La semana pasada me di cuenta de que dos de los arbotantes del lado oriente fueron arrancados de su sitio, evidentemente a golpes. Los dos permanecen allí, rotos y más o menos separados de sí mismos; un tercero está doblado pero se aferró y sigue en una pieza de extraña curvatura. No sé si lograron romper las lámparas interiores, pero es probable que no funcionen, dejando incumplida su misión de iluminar por las noches. En una observación más cercana se nota que las piezas ya fueron reparadas en ocasiones anteriores y que no es la primera vez que son agredidas.


Alguien [o algunos] sintió [o sintieron] necesario o provechoso destruir un bien que técnicamente pertenece –y sirve— a todos. ¿Es sólo una travesura? La fuerza requerida y la repetición del hecho me hacen pensar que no, que el asunto va más allá de una diablura de adolescentes.


Sin suplantar a los expertos ni pretender explicaciones psicológicas sofisticadas que evidentemente no me corresponden, me pregunto si el ataque a las lámparas conlleva un profundo disgusto y un desacuerdo que se mantiene oculto en el interior de quien decidió atacar a los indefensos arbotantes y si el dañarlos fue suficiente para liberar las frustraciones del [los] perpetrador [es] o éstos seguirán causando daños cuando la oscuridad y el anonimato se los permitan; ¿voltearán hacia otro tipo de víctimas menos inocuas?, ¿irán tras las personas en algún momento?


Debido a nuestra cultura cívica más que limitada, me temo que es poco probable que alguien acuda a las autoridades para denunciar los daños a bienes que, siendo de todos, no son de nadie, perdiendo tiempo en diligencias judiciales y metiéndose en complicaciones con la policía; me temo que es aún más improbable que se identifique al [los] responsable [s] del daño, dado que numerosos homicidios y otros delitos graves están en espera de clarificarse y sus víctimas aún ayunas de justicia como para poner a las escasas fuerzas policiales disponibles a buscar rompedores de focos públicos. Pero si fuera el caso, ¿serían sancionados los autores? y sancionarlos… ¿serviría de algo o resultaría peor?


Sin embargo, es evidente no se trata de jóvenes delimitando sus territorios al estilo de machos dominantes, con mensajes ‘grafiteados’ en los muros y ni siquiera del adicto que roba los tapones de un coche para venderlos y abastecerse de drogas: no hay provecho material alguno en destruir las lámparas. En cambio, parecería que sí hay en esto una dosis importante de rencor, ¿por qué?, ¿contra quién?


Me dirán con razón que en todos los sitios y en todos los tiempos ha existido la frustración y las personas insatisfechas; me probarán que se perdió mucho más con la “Pietá” de Miguel Ángel o el dedo gordo del pie izquierdo de su “David”, molidos a martillazos; probablemente sufren más en Roma con los ataques a la estatua de San Pablo o a la fuente de la Plaza de España; aún lamentan en Barcelona los golpes con barras de hierro que sufrió la escultura “El Dragón”, de Antonio Gaudí, a la entrada del parque Guell...


Incluso aquí, ¿cuántas veces nos resulta imposible utilizar un teléfono público con la bocina arrancada o la taza de un baño atacado vandálicamente?, ¿le troncharon la antena de radio a su coche, lo rayaron con un clavo o una corcholata?


¿Debemos entonces acostumbrarnos a los arbotantes rotos?, ¿acaso es el precio que debe pagarse por vivir en una sociedad incapaz de satisfacer a todos sus integrantes?


Por otro lado, habrá quien piense que el puente se ve mejor sin los cilíndricos arbotantes. Quizá estoy juzgando mal lo que en realidad es una generosa contribución estética. Tal vez se trata de alguien que quiere meternos de lleno en la contracultura y colocarnos a la vanguardia del pensamiento contemporáneo; si es el caso, que les llame el Cabildo y les dé un premio.



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NO
(Pemex 4, en conclusión)
Juan Antonio Nemi Dib

Por lo menos en una cosa dijo la verdad la multimillonaria campaña publicitaria para justificar la reforma de PEMEX: es totalmente cierto que no proponen privatizarlo, al contrario. De aprobarse las iniciativas que se discuten en el Senado, Petróleos Mexicanos tendrá menos actividades que las actuales, compartirá el mercado –y la renta— con las grandes corporaciones y verá mucho más comprometidos que ahora sus ingresos por los nuevos yacimientos (si los hubiera) ya que una parte de dichos ingresos se transferiría directamente a las empresas privadas durante todo el tiempo de las explotaciones.
En México no hay una sola empresa con la capacidad para prestar los servicios de exploración que proponen “compartir”, de modo que si la reforma propuesta tuviera un beneficiario, yo no veo por dónde sería nuestro país o al menos una empresa mexicana.
Ya prácticamente nadie objeta con argumentos creíbles que la propuesta de reforma es claramente anticonstitucional. Ojalá que estuvieran equivocados decenas de respetables juristas que lo han demostrado con facilidad, pero en realidad no se requiere ser abogado para saberlo, dado que el mandato es claro, preciso y contundente: nuestra manida Constitución no permite contratos en materia petrolera; se les olvidó eliminar ese precepto cuando pudieron.
Los exégetas, y particularmente la dirigencia del partido presidencial, han utilizado de nuevo las expresiones de mercadotecnia electoral que tanto les sirvieron en el pasado reciente para descalificar a quienes no comparten su propuesta (“nacionalismo trasnochado”, “radicalismo utópico”, “desinformación y desconocimiento”, etc.), colocando a todos en el mismo rasero y asumiéndolos como enemigos del progreso. Lo prueba la historia: cuando los calificativos sustituyen a las razones, hay que preocuparse, el siguiente paso sería la imposición.
En su mayoría, los presupuestos que utilizan para justificar la reforma parecen poco sólidos, incompletos, manipulados e incluso, ideológicos, que es precisamente lo que se critica a los críticos de la Reforma. ¿Todo este rollote para extraer petróleo de las profundidades?
Evidentemente no es una reforma energética sino una modificación a la legislación petrolera de México para permitir que grandes corporaciones se involucren en la renta petrolera del País. En cambio y, a pesar de su importancia, se excluyen de la misma propuesta temas de fondo como el inevitable agotamiento de los hidrocarburos, las energías renovables, la racionalización del consumo o los graves problemas de la industria eléctrica, sólo como muestra.
Los gobiernos recientes han saqueado a PEMEX por la vía fiscal, Vicente Fox incluso lo llevó al absurdo de contratar deuda para pagar impuestos; de hecho, en los últimos años le han aplicado contribuciones superiores al 100% de sus ingresos para seguir sosteniendo los niveles de gasto público (incluyendo, por supuesto, las campañas publicitarias). Dicen que está totalmente descapitalizado y que no tiene recursos para renovarse y menos para hacer nuevas exploraciones, pero en 7 años le sangraron a PEMEX casi 300 mil millones de dólares.
A pesar de que los costos de operación de PEMEX son menores al 50% ­­–lo que la convierte en una empresa altamente rentable— dicen que es improductiva e ineficaz y que por ello hay que cederle paso a las grandes corporaciones multinacionales, que seguramente sí son productivas, provechosas, eficientes, muy responsables, limpias y honorables como ENRON, como UNION CARBIDE, como EXXON y, ¿por qué no?, como Halliburton.
No se trata sólo de que los privados exploren en “aguas profundas”. La propuesta de reforma permitiría que la refinación de hidrocarburos pasara al sector privado, a pesar de que expresamente lo prohíbe la Constitución; lo mismo ocurriría con su almacenamiento y transporte. Como este, hay muchos otros “asegunes” escondidos bajo la manga de redacciones voluminosas, farragosas y distractoras que contienen las iniciativas de ley. No llaman por su nombre a los contratos de riesgo –también prohibidos— pero allí están, también ocultos en las propuestas enviadas al Congreso y disfrazados de “contratos de servicio”.
Habiendo asuntos críticos en la agenda nacional, como el de la seguridad pública –que no es el único—, intriga por qué el Gobierno apuesta su capital político a un tema polémico, que divide y hasta confronta a la Nación y que puede resultar de muchos mayores costos que beneficios para el País. Intrigan también la magnitud de la publicidad y el apremio para que la reforma se apruebe. ¿Presiones?, ¿compromisos?, ¿cuál es la prisa?, ¿cuáles son las verdaderas razones?
Sin duda México requiere de una reforma profunda que garantice las provisiones de energía para el futuro, que permita aprovechar los recursos energéticos como instrumento del desarrollo, que contribuya a financiar el crecimiento de la economía nacional y que favorezca el avance tecnológico y la creación de infraestructura, que combata la desigualdad y que fomente el equilibrio fiscal, que respalde a los mexicanos productivos y emprendedores, que sea realmente amigable con el medio ambiente y que favorezca el aprovechamiento racional de la riqueza colectiva. Necesitamos, en suma, una reforma energética que consolide en los hechos el pacto federal, que propicie el incremento de los recursos públicos de los gobiernos locales y que compense los riesgos, los daños y las afectaciones que sufren quienes viven en los entornos petroleros.
Hasta ahora, nadie ha demostrado que la propuesta del Gobierno Federal responda a esos propósitos. Y hay otros vicios, como el hecho de que la información sobre los “bonos petroleros” estuviera en manos de privilegiados agentes financieros, mucho antes de que las iniciativas de reforma se enviaran al Congreso. Por eso nos invade el sospechosismo. Por eso las dudas empiezan a convertirse en rechazo.
antonionemi@gmail.com