Cosas Pequeñas

COMERCIANTES
Juan Antonio Nemi Dib

Recién se instaló a la vuelta de nuestra casa una de esas enormes papelerías y depósitos de material para oficina que parecen supermercados en los que uno toma el carrito y recorre los pasillos llenos de anaqueles, despachándose por sí mismo, el famoso “self service” que importamos de los Estados Unidos igual que muchos otros procedimientos “ahorrativos” con los recursos humanos.
Si ese sistema para vender tiene alguna ventaja evidente, es sólo para los propietarios de las tiendas como la nueva papelería, que ganan dinero escatimando en salarios y prestaciones de empleados pero que convierten en un problema para los consumidores el conseguir un dependiente capaz de proporcionar información precisa y oportuna sobre la mercancía que están buscando y las condiciones en que ésta se vende.
Probablemente esos sistemas comerciales no respondan sólo a cuestiones económicas sino también a un patrón cultural: tal parece que la sociedad norteamericana disminuye y hasta evita los contactos personales, los reduce al mínimo indispensable; enormes distancias y larguísimos traslados dentro y fuera de las ciudades, hábitos rígidos, alta competitividad y permanente exigencia, cargas de trabajo que pueden ser extenuantes, individualismo extremo y una moral polivalente y compleja —difícil de entender para nosotros— son condiciones que no favorecen los encuentros entre personas.
En Estados Unidos, cualquier conflicto entre individuos, el menor, puede concluir con una llamada a la policía y hasta en los tribunales y a fin de cuentas, todo está diseñado para reducir tanto como sea posible la interlocución, que para eso están las máquinas, que nunca se quejan, que son precisas, que no “malinterpretan” y que carecen de emociones. La fórmula es simple: hay que “marcar la opción deseada” en el teléfono, teclear un número de tarjeta de crédito y ¡voila!, todo quedará maravillosamente resuelto sin tener que soportar a nadie, aunque acabe uno escogiendo lo “más parecido” a lo que realmente se busca.
Detrás de las tecnologías que permiten comprar por teléfono y a través de la internet, detrás de las ventas por catálogo y de los famosos “outlets” (supuestos almacenes de remate que venden “mucho más barato”), detrás de los engorrosos sistemas de tele mercadeo que bombardean por televisión las 24 horas con anuncios de productos “únicos, novedosísimos, milagrosos, baratísimos, que no se podrán conseguir si no es llamando ahora mismo” y que siempre viajarán en precio promocional y con regalo anexo hasta la puerta de la propia casa, detrás de las compras a distancia mediante dinero plástico (y prolongados meses de sufridos “abonos chiquitos”), detrás de todo ese discurso que pretende la eficiencia en las operaciones mercantiles, hay enorme desprecio por las relaciones humanas. A fin de cuentas, vender y comprar de esa manera es el reflejo más visible de una sociedad muy celosa de los espacios individuales y proclive a la soledad. Pareciera una organización social que tiende a la automatización pero no sólo de los procedimientos, también de las personas.
Y no es todo.
Un piso de ventas sutilmente diseñado, espacioso, iluminado y generador de sensación de abundancia, pone al alcance de la mano –igual que en el supermercado— cientos de productos que uno realmente no necesita pero que se tornan irresistibles y, de repente, se convierten en una carencia imperdonable para nuestra vida cotidiana; si el dinero en efectivo no nos alcanza o el crédito de la tarjeta de crédito está excedido, si nos invade la frustración de no cargar al momento con esos objetos, a la tienda no le preocupa demasiado: los modernos mercaderes saben que esos artículos innecesarios se habrán convertido para los consumidores en un obscuro objeto del deseo que no terminará sino comprándolos –lo más pronto posible—, en tanto se les sustituye con alguna nueva “necesidad” posterior.
En nuestra sociedad de consumo, así funciona la fórmula con la mayoría de las personas –incluso aquéllas que niegan adicción a comprar— y verdaderamente debe tenerse voluntad férrea para no adquirir salvo lo necesario, además de un espíritu firme que nos permita superar el infortunio que significa no adquirir lo que nos han convertido en carencia ingente.
Esas tiendas favorecen la economía monopólica que tanto nos daña a todos. Generalmente sólo expenden una marca y un modelo de cada producto. Los gerentes de compras de esas cadenas comerciales conjeturan –y determinan— los deseos y necesidades de los clientes, quienes acaban comprando lo que conviene al establecimiento y no a ellos mismos, sin posibilidad de escoger. El consumidor tiene que adaptarse a las unidades de medida, a las compatibilidades, a las envolturas, al volumen de productos y hasta a los gustos de los tenderos del tercer milenio.
Igual que ocurrió con la nueva papelería vecina, en primera instancia, sus flamantes y rápidamente edificadas instalaciones, los nombres –generalmente extranjeros— sus estilos de mercadeo, los novedosos, coloridos y atractivamente empacados productos “de vanguardia” que introducen a cada momento, parecieran sinónimo de modernidad y avance; hay quienes entienden como signo de progreso que estas “importantes empresas” vengan a instalarse con nosotros. Y algún despistado hasta se sentirá comprando dentro de territorio estadounidense, quizá dentro de un “mall”.
En la práctica, se trata de un desplazamiento feroz de los medianos y pequeños comerciantes locales que día con día van cerrando sus changarros (¡qué lejana utopía de foxilandia!), incapaces de competir contra estos monstruos agresivos, voraces e insaciables que con frecuencia controlan todo el ciclo económico: diseñan, fabrican, empacan con sus marcas, importan, almacenan, venden y financian –su verdadera fuente de negocio. La estadística resulta demoledora: los micro y pequeños negocios comerciales familiares enfrentan más de un 80% de posibilidades de quebrar y cerrar en sus primeros dos años de existencia.
Concentración de capitales que impone modelos culturales y viceversa. Ciclos que serían virtuosos a los ojos de los defensores a rajatabla de la apertura económica pero que, más pronto que tarde terminarán dejando descapitalizados, en el desempleo y la desesperanza a aquéllos que “no fueron capaces de modernizarse para competir” o que, en realidad, están siendo avasallados por la nueva economía de las grandes corporaciones contra la que resulta ingenuo contender.
En la miscelánea de la esquina no venden juguetes tecnológicos (mi confesable adicción) ni encuentro micas protectoras para la pantalla del celular, pero me llaman por mi nombre, me preparan las tortas sin aguacate, me venden sólo diez hojas tamaño carta si esas necesito, no me obligan a cargar con una resma; en la miscelánea de la esquina no son tan prepotentes como para cobrarme siete pesos de estacionamiento encima de que voy a comprarles, no me “califican” como sujeto de crédito (y ciertamente me fían), no me secuestran una hora para “autorizar o no” que les pague con cheque ni me revisan al salir, tratándome de ladrón, para verificar que no robé sus preciadas mercancías. Por eso, intento comprar en la miscelánea todo lo que puedo.
antonionemi@gmail.com

Cosas Pequeñas

TIBURONES
Juan Antonio Nemi Dib


¿Enajenante o sublime?




Hace unos 16 o 17 años las razones laborales eran de peso suficiente para que uno se sintiera ‘comprometido’ a asistir a los partidos en el estadio Luis “Pirata” Fuente. Era una causa más política que deportiva y lejos de incrementar mi afición, convertía las asistencias al estadio en mero formulismo. De aquélla época, tengo presente un encuentro contra el América en el que los once de las “Águilas” y su jugador doce, el árbitro, derrotaron a los “Tiburones” por diferencia de 4 goles o más, en un juego tan sucio que seguramente José Feliciano y Stevie Wonder habrían expulsado a todos los amarillos por decenas de patadas, pisotones, codazos y agresiones verbales, que no vieron ni el “silbante” ni sus abanderados.



Recientemente, creo que en la anterior temporada, fui víctima de la aplastante mayoría familiar que me condenó a comprar los últimos boletos numerados disponibles, justo en la colindancia con la platea general, para otro partido de Tiburones contra Águilas; esta vez, asistimos a un estadio repleto y expectante que refulgía de intenso color rojo tiburón, aunque las abundantes fragancias fueran más bien de león bañado en cerveza que de escualo (por cierto, ¿a qué huele un tiburón?). A cual más, de pie, sentados, en los pasillos, en las gradas, prácticamente todos los asistentes lucían camisetas con o sin los emblemas del equipo, pero siempre de rojo, en un ambiente festivo y triunfalista digno de carnaval.



Me emocioné y hasta creo que me sumé a la gritería general cuando el nombre de cada jugador contrario, al informarse en el sonido local la alineación, era saludado a coro por miles de voces entonadas que usando apenas dos sílabas y cuatro letras terminadas en “…to”, daban una ‘cálida’ bienvenida a los integrantes del equipo más costoso de la liga mexicana. Además de la inocua travesura, presenciamos cómo cierta dama se apoderó violentamente de un asiento que no le correspondía sin que poder humano pudiera quitarla, fuimos afortunados de no recibir un baño de la abundante “lluvia dorada” que pródigamente se esparció desde los niveles superiores del estadio durante todo el encuentro, observamos algunas trifulcas con la porra visitante y uno que otro borracho y fuimos testigos de una dramática y por demás sorprendente transformación en las preferencias del público.



Resulta que apenas los contrarios logran su primer tanto, varios aficionados que estaban sentados junto a nosotros, tanto en numerados como en general, perdieron sus inhibiciones y se quitaron las camisetas rojas bajo las cuales aparecieron brillantes camisetas amarillas del América que los fallidos pro-tiburones mantenían ocultas, sólo en espera de la oportunidad para “salir del clóset”. Para el segundo gol americanista, una buena cantidad del público había cambiado el color de la camisa y esto sin metáfora alguna, así fue.



Ese cambio de filiación me hizo recordar que en 1985, en la Secretaría de Gobernación, prepararon un documento que analizaba las perspectivas de la Selección Mexicana de Futbol para la Copa Mundial que habría de celebrarse en 1986; en ese “informe reservado”, se señalaba que debido a las implicaciones políticas y sociales del asunto, la preparación del equipo mexicano no debía quedar en manos de un organismo privado como la Federación Mexicana de Futbol y recomendaban que el Gobierno supervisara formalmente el entrenamiento de los jugadores.



Después, vivir en Barcelona me permitió conocer las expresiones más radicales de simpatía y rechazo hacia los equipos de futbol propios o contrarios, la paralización entera de las actividades de todo un país –o de los países, en encuentros internacionales— a causa de un simple partido de futbol y observar el fenómeno de la afición como auténtica religión que involucra todo en la vida de los devotos futboleros, hombres y mujeres, jóvenes y viejos. He pagado 96 euros por el “encargo” de una mugre camiseta del Barça, pero eso sí: ¡original!



Creo que no abundan los suicidios de fanáticos de equipos derrotados pero hay registros escandalosos que no se limitan a los cientos de miles de personas en el mundo que viven exclusivamente de y para las “barras” de sus equipos, viajando como “adelitas” –o rémoras—, en ocasiones aterrorizando, lastimando y destruyendo, como los agresivos hooligans ingleses, quizá con el futbol sólo como pretexto para liberar sus frustraciones. Sé que en Argentina existe un templo consagrado a Maradona (el de “la mano de Dios”), con sacerdotes y rituales y que en Sao Paolo, un brasileño pagó puntual por la apuesta perdida: se quitó la vida al ganar el equipo contrario (su selección nacional, por cierto). Desde entonces asumo la trascendencia del futbol como algo que supera mi entendimiento y, como bien dicen, debe reservarse a los expertos: ¿por qué atrae y obsesiona a tantas personas?, ¿por qué concita más afición que otros deportes?



¿Qué hace a un aficionado decidirse por tal o cual equipo para colocarlo en su altar personal?, ¿en qué condiciones cambia un aficionado su predilección por tal o cual equipo?, ¿qué tan determinante es el respaldo del público para que un equipo gane o pierda?, ¿sustituyen las canchas contemporáneas a los circos romanos?, ¿es un mero distractor?, ¿es un asunto de interés público?, ¿deben o no involucrarse los gobiernos en su gestión?, ¿son los aficionados rehenes de los grandes intereses económicos que sin pudores ni límites controlan a su antojo la evolución de este deporte?, ¿debe permitirse a los anunciantes y a las televisoras que posean equipos y privilegien sus utilidades por encima de la calidad y la ética deportiva?, ¿cambiarán algún día las reglas de los campeonatos mexicanos para que, sin rollo, simplemente resulte campeón el que mejor juegue y el que gane más partidos en la campaña regular?, ¿por qué Canadá y EUA ya superaron a México?, ¿qué pasara con los Tiburones después de su derrota ante Puebla?
Lo malo de ser neófito, lego, “villamelón” pues, es que se tienen demasiadas preguntas sin respuesta, algunas que parecerán torpes a los que sí saben de futbol. Pero al ver a hombres brillantes, analíticos, tradicionalmente críticos y serios, incluso a artistas sensibles, repentinamente obnubilados frente a un televisor, perdiendo todo esbozo de conciencia sólo porque 22 congéneres se disputan a patadas una esfera que va de un lado a otro, me saltan aún más preguntas: ¿es el futbol enajenante o sublime?, consecuentemente, ¿hay que impulsarlo o hay que proscribirlo?
antonionemi@gmail.com







Cosas Pequeñas


LA MISMA LUNA

Juan Antonio Nemi Dib



Su argumento es predecible casi todo el tiempo, incluyendo el final; dos o tres escenas parecen sobreactuadas y algunos momentos de la trama exigirían más capacidad actoral de la que alcanzan sus protagonistas, pero ninguna de estas cosas resta mérito a la película mexicana del momento, que narra las vidas paralelas de una migrante indocumentada que trabaja como sirvienta en Estados Unidos y su hijo de nueve años, quien vive a cargo de la abuela enferma y que durante la mitad de su vida sólo ha convivido con su madre a través de ansiadas llamadas telefónicas semanales.

A pesar de que claramente no es un “adventure movie” ni un “thriller”, la película atrapa a la audiencia y en más de una ocasión la saliva se le atraganta a uno en el cogote frente al sufrimiento de la madre ausente, la realidad cruenta de la paternidad irresponsable (siempre en aumento) y la firmeza de un niño tierno pero inteligente y lleno de carisma.

Algún crítico ha dicho que la película apela en exceso al drama y la sensiblería como recursos para entretener y arrancar a la audiencia lágrimas de cocodrilo. Probablemente sea experto en cine pero es notorio que ese crítico no sabe nada de la realidad de millones de paisanos mexicanos y migrantes de otras nacionalidades, -genéricamente llamados ‘latinos’ en la cultura anglosajona— a los que “La Misma Luna” retrata diáfanamente.

Suele pensarse que los migrantes conseguirán el famoso ‘sueño americano’ con sólo cruzar la frontera y trabajar un poco, pero en realidad y sin exageraciones, vivir como “ilegal” en Estados Unidos es toda una tragedia que Sófocles y Eurípides escribirían gustosos: separarse de lo propio, arrancarse de lo más cercano y esencial: la familia, la cultura, la lengua, los amigos, la comida, las aficiones. Por lo general, la vida de un migrante indocumentado es difícil, a veces cruel, solitaria, aburrida, sustentada únicamente en las esperanzas –es decir, en las ilusiones— y arropada en mucho cansancio, que favorece el sueño y el olvido.

He hablado con muchos, los conozco; visité sus centros de trabajo, los lugares donde viven, los consulados, las fronteras y los sitios de cruce, sus clubes y a sus familias en este lado; me tocó tramitar la internación y traslado de numerosos cadáveres de migrantes veracruzanos; hablé con las autoridades migratorias de ambos lados, con abogados honestos y podridos; he visto la demagogia y los negocios que se hacen en nombre de los “Paisanos”, igual que los abusos que sufren apenas regresan a México. Incluso los que triunfan [¿?] se las han de ver negras para lograrlo.

Por eso, me parece que “La Misma Luna” recrea de manera lograda y sin falsos dramatismos la situación física y emocional de hombres y mujeres que viven [¿?] en el terror permanente de ser deportados (denunciados a veces por sus mismos patrones, para no pagarles), trabajando jornadas extenuantes, probablemente ganando menos de la mitad de lo que percibiría un estadounidense por el mismo trabajo, realizando trabajos peligrosos y dañinos para la salud o sencillamente chambas despreciables para los “güeritos”, viviendo hacinados –en ocasiones diez en una misma habitación—, pagando los altos impuestos de allá pero, en general sin acceso a los servicios públicos como la salud y la educación.

Sobre todo en las etapas iniciales de su migración, nuestros paisanos sufren una espantosa soledad que recrudece la nostalgia y se acelera los domingos por la tarde, lejos de todos y de todo; no son pocos los que encuentran refugio en el alcohol; por lo general, nuestros paisanos son víctimas de un conflicto de identidad que acaba convirtiéndoseles en complejo de culpa: dejan de ser de aquí pero no terminan por integrarse allá; aprender el inglés equivale a escalar el Klimanjaro; las pautas de convivencia son ajenas y chocantes y los procedimientos (por ejemplo los exámenes de manejo) verdaderas odiseas dignas de Homero. Ya sabemos que el sueño americano mata a muchos soñadores y hace que otros regresen irreparablemente enfermos a sus comunidades de origen.

Algunos paisanos trabajan hasta dos turnos en dos empleos diferentes. Es cierto que ese “sobreesfuerzo” consigue unos dólares de más y que esos dólares extras permiten una “casita de material” en el terruño, previo botín del 20% de bancos, casas de cambio y pagadoras de ‘money orders’; es cierto que las remesas enviadas por los ausentes y caídas como maná del cielo, mejoran un poco la economía de quienes se quedan, pero… ¿a cambio de qué? Ausencia y pérdida de vínculos, frustración e incertidumbre se convierten en marcas de quienes tienen que irse para encontrar “mejores” horizontes. Esto no es fácil para nadie y mucho menos para cientos de miles de madres –cada vez más— obligadas por su precaria situación a migrar y dejar a sus hijos, como sucede precisamente en “La Misma Luna”.

El momento culminante de la película ocurre cuando la protagonista se cuestiona sobre las razones que la llevaron a separarse de su hijo y descubre que son las mismas cosas que buscaba, las que su hijo ha perdido a causa de la distancia entre ambos. El mensaje radica en que los dólares importan, pero no son todo. Quizá la descripción más puntual del fenómeno de la inmigración indocumentada hacia los Estados Unidos es la que hace de sus sentimientos la propia Rosario, madre del pequeño, cuando se refiere al “…deseo permanente de estar en otro lado”, expresando magistralmente la gran insatisfacción que caracteriza a quienes han dejado atrás sus raíces, por razones meramente económicas.

Con la suficiente sutileza para no convertirla en una denuncia política farragosa, la película incluye el racismo, los abusos policiales, la operación de los traficantes de personas (que de algún modo justifica) y, por supuesto, la realidad de una sociedad sumamente enmarañada que algunos llegan a considerar hipócrita porque se beneficia en forma impresionante del trabajo de los indocumentados pero los llama delincuentes y los persigue.

Quien haya sido “ilegal” en Estados Unidos o haya convivido con “ilegales”, entenderá bien y a fondo las sutilezas que convierten a “La Misma Luna” en una película que debe verse, aunque le pese a algún critico que la acusa de melodramática. Ojalá que las decenas de millones que ya recaudó en las taquillas no desmerezcan el gran homenaje que “La Misma Luna” significa para otros muchos millones, los millones de valientes y sufridos mexicanos –hombres y mujeres— obligados a dejar su patria en busca de mejores horizontes, homenaje que, para mi gusto, es la mejor aportación de la cinta.

antonionemi@gmail.com