Cosas Pequeñas



SILVESTRE


Juan Antonio Nemi Dib



Nacerá el último día del año, alrededor de las cinco de la tarde, en una clínica privada de mediano pelo. Podría ser un parto natural pero el médico dirá a la madre que el cuello de su útero es demasiado estrecho, por ser ella primípara, y le recomendará una cesárea. Lo que el doctor no dirá a su impaciente paciente es que, con el procedimiento quirúrgico, él podrá irse a su cena de fin de año sin esperar a que el trabajo de parto llegue a término quién sabe a qué horas; tampoco le dirá que así, con cirugía, la cuenta del sanatorio crecerá un poco y sus honorarios un mucho. Él sabe que en casos como este una recomendación suya, por sutil que sea, equivale a un decreto de esos que se cumplen a rajatabla.


La novel progenitora sufrirá severa depresión postparto, igual que la mitad de las mujeres de este país; sin embargo deberá pasarla por alto porque su nueva y enorme cauda de responsabilidades exigirá absoluta atención y no habrá tiempo para distracciones, ni siquiera las derivadas del abatimiento de su estado anímico causado por los trastornos hormonales de parturienta.


Madre y padre se prepararon para la factura hospitalaria –también para los pañales, la ropa, la bañera, la silla del coche, la cunita portátil y los biberones— de modo que la vista está en otra parte, concretamente en la búsqueda de una solución para el cuidado del bebé en sus primeros meses de vida. Ella tiene derecho a 90 días de licencia laboral por maternidad pero sabe bien que si usa esa prestación está garantizando automáticamente el fin de su chamba; si acaso, cuando regresara a trabajar se encontraría con un cheque de liquidación y ninguna posibilidad de conseguir otra. Ni lo mande Dios. Por eso quiere tomarse nomás quince días, no tanto para reponerse del parto y atender a Silvestre en sus primeras semanas, sino para encontrar quien se quede con él durante el día. Y es que la abuela materna también trabaja y la paterna necesita que la cuiden a ella, por achacosa y enferma.


El papá intentará conseguir las guardias de fin de semana en la oficina; espera reunir los recursos que les permitan pagar a una asistente de confianza que se haga cargo del chamaco y de la casa, por lo menos hasta que la esposa regrese por las tardes; lo que no sabe es que su puesto, precisamente su puesto, es uno de los muchos que serán [recortados] [liquidados] [cerrados] [desaparecidos] [cancelados] sometidos a una “reingeniería” para que la empresa enfrente con éxito los embates de la crisis económica y la reducción de las ventas (es decir, que mantenga su nivel de utilidades, a costa de reducir el número de empleados y someter a los que queden a un clima de terror que eleve su rendimiento).


Así empezará la vida de Silvestre, entre la frustración y la alegría, el orgullo y la zozobra por el futuro. Después vendrá el viacrucis para conseguir la “casa” de 38 m2 –y el dinero para cubrir la hipoteca—, para obtenerle un sitio al niño en una escuela relativamente cercana; ambos tendrán que involucrarse en la economía informal para agenciarse unos pesos extras (ella vendiendo ropa en abonos a sus compañeras de trabajo; él, reparando computadoras a los vecinos). Estadísticamente a Silvestre le corresponderán uno y medio hermanos, con un poco más de posibilidades de que sean hermanas; nacerá inmunodeprimido y probablemente requiera tratamiento contra el asma bronquial hasta su adolescencia; deberá disputar a otros por el acceso a las limitadas plazas de educación media superior y de universidad; tendrá que aprender lenguas extranjeras –inglés y mandarín, con toda certeza— e intentará estudiar un postgrado en el extranjero [soñar] que se convierta en la llave que le abra las puertas de un trabajo [soñar] [soñar] razonablemente bien remunerado [soñar] [soñar] [soñar] que le permita casarse, tener hijos y formarlos para que se incorporen a la “economía productiva” igual que él e igual que sus padres. Competir será el verbo que conjugue en su vida, competir, competir. [También soñar, aunque éste sea inconsciente].


En el ínterin de la competencia, Silvestre –siempre con base en las estadísticas— intentará sin éxito ser futbolista de la primera división, rock star y organizador de eventos sociales; se asociará con amigos de la escuela para montar un video bar que habrá fracasado (como el 92% de las microempresas mexicanas) antes de dos años, chocará dos coches e irá dos veces a la delegación, por escandalizar en la vía pública y por estragos posteriores a un concierto. En el segundo año de la carrera intentará independizarse y montar su propio departamento, pero ello no pasará de una fantasía que ni siquiera llegará a comentar a sus padres; en sus condiciones económicas un departamento rentado y un Lamborghini serían lo mismo: inalcanzables. Sufrirá dos decepciones amorosas y será causa de otras tantas, antes de vivir –en casa de sus padres— con su pareja “definitiva”.


Una y media amiga de Silvestre (nefastos cálculos estadísticos que sólo sirven para divisiones imposibles de personas imaginarias) habrán abortado antes de los 22 años de edad y casi 60% de sus compañeros de escuela no concluirán los estudios de primaria, de secundaria, de bachillerato y, muy especialmente, los universitarios. Pero Silvestre sí, y será afortunado. Afortunado por formar parte de una familia integrada, por ser querido en su entorno, por tener expectativas –es decir, sueños— y la fuerza para acometerlas, porque no piensa en reproducir mediocridades sino en prosperar junto con los suyos. Silvestre buscará el camino de la felicidad y amará la vida. Silvestre llegará con el año nuevo y eso será suficiente para derrotar cualquier adversidad y hacer que los demás, sus padres principalmente, vean el futuro con emoción y optimismo. Silvestre y su cumpleaños harán pensar, siempre, en días mejores.


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Cosas Pequeñas


ESPERANZAS

Por Juan Antonio Nemi Dib


Se trata de una paradoja en toda la extensión de la palabra. El oxígeno es vital para la mayoría de los seres vivos –los aerobios—; su escasez daña irreparablemente a las células y su ausencia las mata; los seres humanos lo absorbemos como gas, al respirar, y gracias al oxígeno es posible la conversión de los nutrientes en energía; asociado con el hidrógeno produce agua y de ésta no es necesario abundar sobre el rol que juega para la preservación de la vida; cuando se juntan tres moléculas de oxígeno se produce ozono y la masiva presencia de este gas en la atmósfera evita que muramos achicharrados por las radiaciones solares.


Sin embargo, el oxígeno es un gas salvajemente agresivo, capaz de ablandar y aún destruir los metales más fuertes, precisamente a través del proceso denominado oxidación; por sí mismo no es explosivo pero en ciertas condiciones el oxígeno puede explotar, con demoledor potencial; incluso para los seres vivos que precisamos de él, el oxígeno es altamente tóxico, en estado puro y a cierto nivel de presión atmosférica el oxígeno es veneno, mata. Por eso para ponerle nombre Lavoisier utilizó la raíz griega oxýs, que significa ácido, punzante.


Afortunadamente la misma naturaleza, genial, se encarga de equilibrar las cosas. A través de una compleja red de mecanismos de compensación –los famosos antioxidantes— permite que tomemos lo bueno del oxígeno y evita que este aliento dador de vida acabe matándonos. Y precisamente pensando en el oxígeno empiezo a darme cuenta que la fórmula, la de la compensación entre lo bueno y lo malo, la de la proporcionalidad, rige para muchos aspectos de la vida y no sólo para la química de los organismos.


Por ejemplo, hace muchos años un primo y compadre me hizo una apología de la confianza como un elemento esencial de las relaciones humanas y de la vida diaria. Sin una dosis de credibilidad para con los demás no se puede vivir, aseguraba. Caminamos sobre la acera confiados en que el coche que circula por el arroyo de la calle no subirá la banqueta y nos aplastará, salimos al exterior dando por hecho que no caerá sobre nosotros un meteorito o que el vecino en el asiento del autobús no sacará de pronto una pistola para asaltarnos, confiamos en que llegaremos a tiempo al trabajo, que pagarán el salario oportunamente en la quincena, que el agua embotellada tiene la menos basura posible y que, por ende, podemos tomarla sin consecuencias, confiamos en la lealtad del cónyuge y en muchas cosas más que le dan a nuestra vida la dosis necesaria de certidumbre para hacerla tolerable.


Y es que precisamente la falta de certidumbre (suponer que nos machucará un coche, que nos aplastará un meteoro o nos robarán, que perderemos el empleo, que no cobraremos el salario, que el agua tiene fecalitos y que somos víctimas infidelidad marital) es el camino directo de la psicosis a la paranoia y, de ésta, a la destrucción. Un desconfiado por convicción es un terrorista por naturaleza, que no hará sino envenenar sus relaciones con los demás –esto lo digo yo, no mi compadre—.


Sin embargo reconozco que el exceso de confianza es también malo, malísimo, no sólo porque deviene en ingenuidad e irresponsabilidad, sino porque constituye una suerte de abandono, de evasión y riesgo para el cándido. Confiar de más, dicen los viejos sabios, es tan malo como desconfiar al límite y evidentemente no se equivocan (“…sin saber tu nombre me he enamorado, sin conocer de tu solvencia te he prestado, nuestra relación he sepultado…y apenas empezaba”). Es, simplemente, aquél sobado paradigma, siempre vigente, de que todos los extremos –los excesos— son malos.


Pero, por encima de la confianza, me parece que el principal elemento de una vida razonablemente vivible, potable digamos, es la esperanza, el “estado del ánimo en el cual se nos presenta como posible lo que deseamos” y lo que necesitamos. Nadie, ni el más agnóstico, ni el más lleno de amargura, ni el más perverso que goza con el sufrimiento de otros, ni siquiera ése, podría vivir sin esperanzas. ¿Cómo sería el dormir de quien no aguarda con ánimo un día nuevo?, ¿qué le quedaría a quien afirme que el hambre y el dolor serán perpetuos?, ¿habrá peor infierno que el dar por hecha e irreductible la fatalidad, la certeza del dolor que no se quita, la injusticia que no cesa, la soledad que se eterniza? Pobre de aquél que aún en el lecho de muerte no encuentre descanso, que no espere un mejor estadio. Ésa y no otra es la función de la esperanza: invitarnos a vivir.


La esperanza es alimento del espíritu, como oxígeno para las células del alma. Y ese, precisamente, es el sentido de la fiesta de la Natividad. Incluso para los que no creen, Navidad es [re] nacimiento, convicción de que las cosas siempre pueden empezar de nuevo; Navidad es retorno a la ternura sin poses, a la bondad sin exclusiones –amor por el prójimo— y a la alegría que sólo se consigue al poner a los demás por encima de uno. Navidad es la renovación de la esperanza, la posibilidad de vencer a la injusticia, a la escasez, al odio y al desencuentro. Navidad es vivir la vida de la mejor manera posible, con la ventaja de que su esencia de bien nunca resultará excesiva ni paradójica. La Navidad no puede, en ningún caso, ser demasiada. Ojalá que los 365 días del año fueran fiesta de Natividad. ¡Felicidades!


La Botica.- Hoy usé un maravilloso regalo de Navidad: un jorongo de lana cruda, hilada a mano. Lo traje puesto toda la mañana, de hecho aún lo tengo encima, al pergeñar estas líneas, debido a los 8 grados centígrados con que nos amanecimos y de los que bien me está protegiendo. Pero no es cualquier jorongo, pertenecía a Francisco Morosini. Me dice Gloria, su esposa, que Paco apenas lo usó unas cuantas veces, las suficientes para que a lo largo de estos casi tres años de ausencia ella y sus hijos, Orieta y Ernesto, lo hayan conservado como parte de sus recuerdos. Es un gran privilegio el que decidieran dármelo a mí. Ya bastantes cosas tenía yo de mi cuate: su amor por la naturaleza, su escritura prolija, su creatividad, su profundo conocimiento de todo lo humano, su solidaridad, su sutileza de haikú y la certeza de su amistad. Ahora tengo su jorongo.


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Cosas Pequeñas


GAZNÁPIRO

Juan Antonio Nemi Dib


Estoy hecho un gaznápiro. Más que de costumbre. Sé de cierto –Sabines dixit— que la palabreja es extraña y suena más a pájaro de las Galápagos. Pero es el adjetivo más pudibundo y potable que hallé apto para estos menesteres editoriales, como sinónimo del verdadero adjetivo que me compete. Puede entenderse como tonto en grado superlativo; para mayor abundamiento, la etimología latina del epíteto original que no se escribe aquí es “pectinicŭlus”. ¿Por qué me hallo en ese estado? Esta es la causa:

Tendría yo unos nueve años cuando mi papá me llevó un libro azul y blanco, con la imagen del autor en portada: “Apuntes para mis Hijos” de Benito Juárez. Aún forrado una y otra vez con ése plástico grueso que solíamos usar, acabó deshojado. Lo repasé una y otra vez durante años. Me frustraba que terminara narrando sus primeras experiencias como Gobernador de Oaxaca pero que no hubiera testimonio detallado de sus incursiones en la política nacional.

No obstante la parquedad del texto, me asombraban los osados actos de Juárez, que parecían aventuras (“a los doce años de mi edad me fugué de mi casa y marché a pie a la ciudad de Oaxaca”), su molestia ante las injusticias que sufrió desde pequeño (por ejemplo la separación de los niños “decentes” a los que enseñaba el maestro y los que, como él, eran mal atendidos por un “ayudante” en la Escuela Real de Oaxaca) y su frialdad para referirse a los asuntos que probablemente serían los de mayor interés para sus familiares (“El 31 de julio de 1843 me casé con doña Margarita Maza, hija de don Antonio Maza y de doña Petra Parada”, sin más detalle). Leyéndolo me enteré de que la expulsión de los españoles decretada por el Congreso en 1832 dejó al país sin Obispos y debido a eso se libró de la profesión eclesiástica que él no deseaba (“Esta circunstancia fue para mí sumamente favorable, porque mi padrino conociendo mi imposibilidad para ordenarme sacerdote, me permitió que siguiera la carrera del foro”).

Lo cierto es que antes de leer los “Apuntes…” Juárez ya era mi ídolo. Aunque cursé la primaria en una escuela católica, no recuerdo una sola diatriba en su contra pero sí numerosos homenajes y una profunda admiración por parte de todos. La primera vez que vi las ropas del prócer, protegidas por el cristal de la vitrina, me impresionó su pequeño tamaño, pero proporcionalmente creció mi admiración: ¿cómo pudo hacer cosas tan grandes?, pensé. Perdí la cuenta de las ocasiones que volví a su pequeño museo en Palacio Nacional.

Años después una prima me regaló –empastado en piel— “Juárez, su obra y su tiempo”, de Justo Sierra. Mentiría si afirmara que entonces lo leí de un tirón, como tampoco me preocupé en leer “El verdadero Juárez y la verdad sobre la intervención y el imperio” escrito por Francisco Bulnes publicado en 1904, al que se supone que Justo Sierra estaba respondiendo. Pero don Justo acabó de formar mi convicción juarista: “[Mi conciencia]… me ha inspirado el afán de ‘limpiar del negror del humo’, como decía Horacio, al gran representante de nuestro derecho en una época en que la República luchó para vivir y agonizó vencida, al gran indígena a cuya memoria la gratitud del país ha erigido un ara inconmovible”, afirmaba el ministro porfirista.

En el despacho principal del Palacio de Gobierno, en Xalapa, hay desde hace tiempo una fotografía (o litografía o daguerrotipo, no sé) del Presidente Juárez con su gabinete. Es tan nítida que parece reciente; en ella estaría inspirado el título de la obra de Bulnes, porque ‘el verdadero Juárez’ no se parece en nada al que nos regala la iconografía oficial, que le ha desvanecido los rasgos indígenas y le ha pintado a la altura de nuestras actualizadas percepciones estéticas.

En dirección inversa, algo similar me ha ocurrido recién con otro libro que me regalaron: “Juárez y Maximiliano, La roca y el ensueño”, escrito por Armando Fuentes Aguirre (Catón para los cuates) quien afirma: “…nuestra historia no es de estatuas, sino de hombres sujetos a la condición humana y, por lo tanto, habitantes por igual de la verdad y la mentira, del mal y el bien, de la grandeza y la miseria… Podíamos amar la figura de Cuauhtémoc sin vituperar a Cortés; reconocer a Hidalgo sin injuriar a Iturbide; aquilatar la grandeza de Juárez sin tildar de traidores a sus adversarios…”.

Pero con todo y su “aquilatarlo”, don Armando deja la imagen de Juárez en penuria. Lo acusa de haber servido sin límites a los intereses de EUA y afirma que en marzo de 1860 fueron los barcos de la armada estadunidense los que salvaron a don Benito en Veracruz de la que habría sido su derrota definitiva frente a Miramón; asegura que fue gracias a ellos, los Estados Unidos, que Juárez logró expulsar a las tropas francesas y derrotar a Maximiliano, sólo para subsumirse incondicionalmente al nuevo –y permanente— imperialismo de los vecinos, a cuyos fines servía el oaxaqueño. Catón denuncia el tratado McLane-Ocampo que entregaba enormes franquicias territoriales perpetuas en el Istmo de Tehuantepec, en las costas del pacífico y en Baja California a los EUA; dice de este tratado juarista que era tan leonino e injusto que fue rechazado por el mismo Congreso Estadounidense.

“La historia oficial de México se escribió con pluma mojada en tinta norteamericana”, sentencia. Y agrega: “La versión de nuestra historia es la que ha convenido a los intereses de quienes triunfaron en el gran debate entre liberales y conservadores. Triunfaron aquéllos con el apoyo de Estados Unidos, y por eso el relato historiográfico salido de los vencedores es antiespañol y pro yanqui”.

Dice de Juárez que quería la gloria para él sólo, que fue ingrato con sus aliados y colaboradores, que tenía adicción al poder absoluto, que se perpetuó ilegalmente en la presidencia, de la que sólo la muerte logró arrancarlo, que era un corruptor, que fundó la tradición del fraude electoral y la compra de votos en México, que violó sistemáticamente las leyes que juró proteger. Lo acusa de cruel y carente de piedad. Dice que la frase del “respeto al derecho ajeno” no es de él sino de Benjamín Constant, que lo de “Benemérito” es una gran exageración de lo que realmente dijo el Congreso Colombiano. Son 714 páginas de referencias históricas y otras tantas anécdotas que no hacen sino poner a moverse mis añejas convicciones juaristas. Por eso estoy hecho un gaznápiro. Por favor: que alguien lo desmienta pronto, con bases, que al menos le digan a Catón exagerado o un poquito mentiroso, por amor de Dios.

La Botica.- “Piensa. Lee. Escribe. Sueña.” Con estas palabras solía firmar sus correos electrónicos el maestro Carlos Domínguez Millian y esa rúbrica describe su gran espíritu. Hombre bueno, sensible, afable y culto, con errores pero sin mala fe. Jamás usó su paso por la administración pública para enriquecerse. Vivió con limitación y, al final, hasta escasez. Sirvió a muchos siempre que pudo. Sembró abundante mies pero conoció ingratitudes que no merecía. Deja amigos. Descanse en paz.

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RUFINA

Juan Antonio Nemi Dib


“Si el pobre empezara a llorar, sus lágrimas
ahogarían al mundo, porque motivo para
el llanto son todos los días.”

Elena Garro



Hay muchas cosas que Rufina no sabe. Es inútil preguntarle el origen de su nombre, no tiene idea; tampoco las razones por las que lo escogieron para ella. Rufina es un nombre poco usual pero no tan extraño como “Meconia”, el de su compañera de esquina, nombre que pudo tocarle a ella en [mala] suerte. Tampoco es que le importe mucho. En realidad su apelativo es una de las muchas cosas que nunca serán relevantes. Desde chamaca sus prioridades han estado marcadas en torno a otros derroteros, por ejemplo cuando tuvo que irse de la bodega porque Nacho, uno de los cargadores, la encerró en el cuarto de atrás, le arrancó la ropa y la desgarró por dentro.

Entre sus sueños abotagados recuerda claramente los gritos de la esposa del patrón: “¡¿Qué hiciste, piruja?!”, cuando ella misma estaba intrigada en saber por qué quedó llena de sangre, por qué la panza le ardía, por qué se sentía cochina, avergonzada, por qué la habían lastimado así. Rufina ni se enteró de que en ese momento se estaba convirtiendo en una nueva estadística: ya pertenecía al nada selecto club de mujeres –una de cada seis— que sufrirán al menos una agresión sexual en sus vidas.

Tendría once o doce años en ese momento, pero era otra de las cosas que no sabía, nadie le explicó que los ciclos de vida suelen medirse por docenas de meses. Y es que para cuando sus papases la trajeron del pueblo nomás había ido un ratito con el profe Palemón; había que cruzar todos los cerros para llegar a la escuela y luego no había bastimento y tenía que ir y venir con las tripas pegadas. Le dolía la cabeza todo el tiempo y francamente no entendía ni recordaba nada de letras ni números.

Nomás le dijeron que era lo mejor para todos, para ella y para sus hermanos. Que en la ciudad la cuidarían y la llevarían a una mejor escuela y que podría comer regularmente. Y la encargaron con la señora de la bodega. Le dijeron que vendrían a verla pero nunca vinieron, ni una vez. No supo más de ellos.
Los patrones la enseñaron a barrer el almacén y a orear los canastos de mimbre y a sacudir los costales; la enseñaron a lavar la ropa y a limpiar la casa, pero a veces no le daba tiempo de todo –porque cerraban la bodega a las seis— y la espalda le dolía mucho y luego el polvo de los costales le picaba en el pescuezo y se pasaba las noches estornude y estornude y es que el cuarto de la azotea era muy frío y le caían gotas de agua por el techo.
Cuando la señora la echó a la calle, en lugar de miedo sintió alivio: no más polvo en la garganta, no más Nacho. Tardó para darse cuenta que no tenía qué hacer ni a dónde ir, pero tampoco eso le preocupó. Ya ha pasado mucho tiempo desde entonces, pero Rufina no sabe medirlo y tampoco le interesa, quizá porque contar los años no le sirva para nada.
A Rufina nadie le dijo que sacarse los chamacos es un delito y, si alguien intentara explicárselo sería difícil que entendiera; para ella la noción de lo bueno se reduce a que haya clientes, que le paguen completo, que no estén tan borrachos, que no la lastimen y que el ojete de Matías, “el que las cuida”, no le quite toda la lana; si se cumplen las cinco cosas –lo que es muy raro— su día ya es perfecto. Ella piensa que dejarse el niño dentro es algo parecido al suicidio: ¿de qué trabajará?, ¿con qué comerán ella y él?, ¿quién les dará un sitio dónde vivir?, aunque la verdad es que el significado de suicidio tampoco le queda claro.
Rufina no sabe qué es un pecado. Nadie se lo dijo. Tampoco sabe que hay instituciones públicas y organizaciones no gubernamentales, partidos, analistas y activistas que se preocupan por ella, que la llevan y la traen en sus discursos, en sus conferencias, en sus artículos, que siguen la estadística de las mujeres muertas en abortos clandestinos y que en sus manifestaciones exigen –radicales— libertad para que ella decida sobre su vida y su cuerpo, para que ella y nadie más que ella pueda escoger si sigue o no con esta maravillosa y lúdica existencia suya y si se la comparte a sus “potenciales” hijos. Tampoco sabe que hay representantes populares comprometidos a garantizar la vida de sus “potenciales” abortos, encarcelándola si es necesario para que no se los saque. No sabe que hay políticos dedicados en cuerpo y alma a proteger los hijos que aún no le nacen. Rufina no sabe la [buena] suerte que tiene, de que tantas personas hablen de ella.
Rufina no sabe que ella es una ficción, como estas líneas…
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