Cosas Pequeñas

CÁNCER PARA RICOS
Juan Antonio Nemi Dib

La revista científica LANCET ONCOLOGY acaba de publicar un estudio realizado para medir la sobrevida de casi dos millones de pacientes de entre 15 y 99 años afectados con diversos tipos de cáncer en 31 países. Los resultados del trabajo de casi 100 especialistas que observaron a los enfermos durante periodos de cinco años, vinculan directamente las posibilidades de supervivencia de un paciente con cáncer al grado de desarrollo económico de su país.


En otras palabras, los enfermos con cáncer que viven en Estados Unidos, Japón, Francia, Canadá y Australia tienen más posibilidades de prolongar su vida y que ésta sea de mejor calidad que los enfermos de cáncer en países de Europa del Este, Brasil o Argelia. Dicen los autores de la investigación que las "variaciones en la supervivencia de cáncer probablemente deban atribuirse a la baja inversión en los recursos nacionales de salud".


En su reporte oficial, la Organización Mundial de la Salud (OMS) estima que en 2005 murieron en el Mundo unos 58 millones de personas de las cuales 7.6 millones –el 13.1%-- fallecieron a causa del cáncer y confirma los argumentos de LANCET: “más del 70% de todas las muertes por cáncer se producen en los países de ingresos bajos y medios, donde los recursos disponibles para la prevención, el diagnóstico y el tratamiento de la enfermedad son limitados o inexistentes.”


Una fácil conclusión de todo esto sería que, a mayor producto interno bruto de un país, mayor tiempo de vida de sus habitantes, pero las estadísticas no respaldan totalmente el argumento: según la misma OMS, los Estados Unidos de América –la nación más rica del mundo— ocupa apenas el lugar 42 en orden descendente en la lista de países con mayor expectativa de vida, lista que encabezan entre otros Japón (con una esperanza media de 83 años), Andorra, San Marino, Macao, Singapur, Hong Kong, Islandia, Suiza, Francia y Australia (cuyos habitantes deberán vivir, según la estadística, mas de 80 años).


De ello se desprende que la riqueza material de un país es muy importante pero no es el único factor que aumenta el tiempo y la calidad de vida de su gente.


La cultura, la manera de vivir y, especialmente, las desigualdades sociales, también influyen en esta realidad médica. Se sabe, por ejemplo, que en Estados Unidos se gastan cinco mil millones de dólares diarios en salud y que nadie les quita la vanguardia científica y tecnológica en la lucha contra las enfermedades y sus consecuencias pero a pesar de ello, los negros estadounidenses morirán (otra vez, de acuerdo con la estadística), en menos tiempo que los blancos, que EUA sufre mayor mortalidad infantil que otros países que gastan mucho menos en sanidad y que uno de cada seis ciudadanos de nuestro país vecino (unos 47 millones de personas) carecen de seguro médico, lo que trágicamente les limita y, a veces, les impide el acceso a los modernos pero costosos hospitales de Houston, de Rochester y de toda la Unión Americana. Algunos afirman que la falta de seguro médico en Estados Unidos es equivalente, en términos de riesgo para la salud, a una “sentencia de muerte temprana”.



Algunos expertos aseguran que, incluso en el cáncer, el tema está en la medicina preventiva, a la que consideran más barata y más eficaz que la clínica, y ponen de ejemplo que hasta un 40% de las muertes por neoplasias podrían evitarse mediante mejores estilos de vida, igual que numerosos casos de cardiopatías, diabetes y otras enfermedades que también matan a millones que igualmente podrían salvarse.


Dentro de los países también hay marcadas diferencias, que se vinculan a la región que se habita, al nivel socioeconómico y, faltaba más, al sexo.


En México, de acuerdo con el INEGI, en 2005, la esperanza de vida al nacer en el país era de 75.4 años; las mujeres vivían 77.9 años en promedio por 73 años de los varones. Entre 1970 y 2005 el indicador se incrementó en 14.5 años. Por entidad federativa, Baja California y el Distrito Federal presentaban la mayor esperanza de vida en el país con 76.6 años; Chiapas con 73.8 años, la menor. Esto coloca a nuestro país en el lugar 77 de un total de 225 naciones, por encima de Brasil, Polonia, Rusia, Colombia y Venezuela.


La OMS dice que en 2005 murieron 64 mil mexicanos por culpa del cáncer –menos de los que fallecieron por enfermedades crónico degenerativas y padecimientos cardiovasculares— y calcula que para el 2030 las muertes de mexicanos a causa del cáncer podrán incrementarse en un 2%.


En cualquier caso, lo mejor es no enfermar de cáncer, sobre todo si algunos de los medicamentos para combatirlo con eficacia cuestan hasta diez mil dólares por dosis y, explicablemente, no forman parte del cuadro básico de medicamentos básicos disponibles en nuestras instituciones de salud. Lamentablemente uno no lo decide.


Curiosamente, los estudios epidemiológicos también reflejan que los índices de desarrollo humano en los países analizados tampoco tienen una correspondencia exacta con la riqueza material –Estados Unidos cayó del 2º sitio en la estadística al 12º, en sólo un año— pero esa es otra historia.



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CASI EL PARAÍSO

Juan Antonio Nemi Dib


La mañana de un domingo de Resurrección, hacia el final de la Semana Santa, cuando la carga de contaminación atmosférica es la más baja posible, ofrece a quienes se encuentran en el Valle de Anáhuac un espectáculo cercano a lo sublime: el cielo azul y nítido que permite llevar la vista a los límites del horizonte, un cierto silencio grato que parecería tocarse con las manos y un paisaje en el que hasta las informes masas de concreto y asfalto se fusionan en armonía con las montañas que las rodean, destacando las avenidas arboladas libres de tránsito vehicular, libres también las decenas de parques y espacios frondosos de la histeria colectiva que causa la lucha por la subsistencia; es un conjunto que luce armónico y francamente majestuoso. Aunque sea por un momento, la Ciudad de México se despoja de su uniforme de trabajo y se muestra tal cual es: “la región más transparente”, hermosa, única.


Por un momento guarde usted en el cajón sus legítimos prejuicios sobre los “IMECAS”, los embotellamientos y complejos traslados, sobre la inseguridad de la Capital de la República y sobre los radicalismos políticos; tome lo que queda: la mayor concentración de escuelas del país, incluyendo las mejores universidades y tecnológicos superiores, el mayor número de teatros experimentales y de comedia, de orquestas, coros, bandas y grupos musicales de todo tipo, de museos (112), de bibliotecas, de pinacotecas y galerías (48), de salas de cine comercial y de arte, de unidades deportivas, de centros comerciales, de plazas públicas, de fuentes, de esculturas al aire libre, de mercados y de plazas, de clínicas, hospitales y centros médicos de tercer nivel. En Ciudad de México funcionan las instituciones de vanguardia científica y la Capital concentra al mayor número de investigadores mexicanos; sólo la UNAM es reconocida como la 45ª mejor universidad del Mundo y la más buena de Iberoamérica, el Politécnico Nacional tiene lo suyo, y ambas instituciones están en el Distrito Federal.


Además de Tlatelolco, Cuicuilco y el Templo Mayor, allá están la Alberca Olímpica, los canales de Xochimilco (Meca turística) y los de Cuemanco –famosa pista de remo y canotaje—; entre otros, los institutos de cardiología, neurología y nutrición (de amplio reconocimiento en el exterior). La Capital presume excepcional arquitectura que llevó a Alexander Von Humboldt a llamarla “La Ciudad de los Palacios” así como zonas de impresionante desarrollo urbano vanguardista como Santa Fe y otras de gran tradición, impecablemente conservadas, como San Ángel, Coyoacán y Chimalistac; el estadio Azteca (tercero o cuarto en capacidad del Mundo) y muchos otros; la Plaza de Toros México, la de mayor aforo en el planeta; y, por supuesto, la Basílica de Guadalupe, que recibe cada año a más de veinte millones de peregrinos. No se olvide de las mejores salas de concierto (Ollín Yoliztli y Netzahualcóyotl, para empezar) ni del autódromo “Hermanos Rodríguez” ni del Palacio de los Deportes ni del “Foro Sol” ni de los zoológicos de Chapultepec y Aragón ni de los parques de atracciones para niños.


La Ciudad de México es un nudo estratégico de comunicaciones que enlaza norte y sur, oriente y poniente; el kilómetro cero de las carreteras federales nace en la inigualable Plaza de la Constitución; la ciudad es paso obligado hacia Teotihuacán, Malinalco y Toluca y ruta conveniente para Cuernavaca y Pachuca. El aeropuerto Benito Juárez presta servicio a poco menos de 30 millones de viajeros cada año y casi todas las rutas de ferrocarril del País confluyen en el Distrito Federal.


En realidad la Capital de la República es mucho más que los límites geográficos del DF: la “Zona Metropolitana del Valle de México” (ZMVM) abarca cuarenta municipios del Estado de México y uno de Hidalgo, aunque también impacta de manera directa a Puebla, Morelos y Querétaro. En esta zona se concentra el 20% de la población del País, que por cierto produce casi el 45% del Producto Interno Bruto de toda la Nación.


Casi el paraíso. Casi el paraíso si no fuera porque la ZMVM concentra uno de los mayores índices delictivos del planeta, porque sus niveles de contaminación tienen impacto claro y directo sobre la salud –y la vida— de sus habitantes, porque está documentado el daño emocional que sufren quienes cotidianamente la enfrentan en busca de sustento y saben que al menos doce de ellos no regresarán por la noche a sus casas, atropellados, asesinados a mansalva en un asalto violento o asfixiados… a causa de un operativo policial.


Las autoridades y los habitantes de la ZMVM pueden presumir que generan una enorme riqueza, pero el costo es altísimo y lo pagamos todos los mexicanos. Allá se subsidia la energía eléctrica, el diesel desulfurado (fabricado especialmente para ellos), el transporte urbano de pasajeros, el metro (¡con un escandaloso 78%!) y, por supuesto, el agua potable, cuyo consumo (destructivo en sí mismo para la Ciudad, por los hundimientos que causa la desecación de los mantos freáticos) alcanza niveles irracionales: 327 litros diarios por habitante, en una de las zonas de mayor escasez hidráulica del País. Se subsidia también con los segundos pisos de las enormes vialidades, con los mega túneles y toda la infraestructura que, insaciable, imparable, trata de compensar la pérdida de calidad de vida de esos 20 millones de mexicanos con obras cada vez más costosas y de mayor impacto que, apenas terminadas, se ven saturadas e insuficientes. A propósito, ¿cuándo empiezan los terceros pisos?


La ZMVM es una megalópolis o “Ciudad Global”, como las llaman ahora, cuyas consecuencias las sufrimos todos los mexicanos, incluyendo a los que vive en Playas de Rosarito, Baja California o en Puerto Progreso, Yucatán, que nunca conocerán la Capital. Además del ambiental, por el uso brutal de recursos, es un costo financiero que pasa por tamices políticos y que incluye temas tan delicados como el dinero que se regala a los viejitos y que por humanitario y justo sería fantástico y muy bienvenido, si no se tratara de dinero que se convierte en deuda pública de todos, sencillamente porque no existen los recursos de dónde tomarlo, como tampoco los beneficios económicos que se entregan a taxistas y jóvenes, sin que nadie sepa de donde salen esas millonadas, aunque todos entendamos su sentido político.


Marcelo Luis Hebrard Casaubon es un hombre de inteligencia superior al que considero impulsado por buenos propósitos. Lo último que quiero es sumarme al clima de linchamiento que le han enderezado en las últimas semanas, no sin ánimo vengativo y descalificatorio por aquello de la consulta ciudadana que lanzó sobre la reforma de PEMEX. A fin de cuentas, Hebrard representa la parte más racional e ilustrada de la izquierda práctica, capaz de hacer gobierno sin mayores aspavientos ideológicos y con –al menos eso demuestra— compromiso serio con las mejores causas de todos, al estilo de la socialdemocracia europea.


Sin embargo, ni aún Hebrard puede justificar, en su calidad de Jefe del Gobierno de la Ciudad de México (sumados a él Enrique Peña Nieto y el Gobernador de Hidalgo) la nueva afrenta contra los ciudadanos de otras entidades federativas que tenemos necesidad de ir en auto a la ZMVM: resulta que por razones ambientales se nos ha prohibido ingresar a “La Ciudad de Todos”, “La Ciudad de la Esperanza”, antes de las once treinta de la mañana, debido a que somos mexicanos de segunda.


Independientemente de que me parece una clarísima violación a la libertad de tránsito que consagra la Constitución, me pregunto si a las flamantes autoridades de la ZMVM no se les ocurrió una solución mejor para disminuir las emisiones atmosféricas y si de veras creen que al impedir el acceso de vehículos foráneos harán de todos los días un Domingo de Resurrección, libre de partículas suspendidas y de fecalitos en el aire. Lo cierto es que los provincianos ya no podremos ir al paraíso capitalino, a menos que lo hagamos en avión, desde luego, porque la flamante economía de las corporaciones globales se bajó de los trenes de pasajeros, hace buen tiempo. Pero de cualquier modo, en la ZMVM siguen consumiendo, sin límite, los recursos que –se supone— son de todos. Que les aproveche.


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COMO EN SUIZA
Juan Antonio Nemi Dib

Aunque Noruega y Dinamarca tienen ingresos más altos por habitante y disputan los primeros sitios en cuanto a calidad de vida en el mundo, ni siquiera estos países nórdicos discutirían a Suiza –la Confederación Helvética— el prestigio de que goza gracias al funcionamiento eficaz de sus instituciones, al elevado margen de cumplimiento de las leyes que caracteriza a sus ciudadanos y al orden con que se desenvuelven las relaciones sociales, incluyendo un bajo índice delictivo.
Es posible que para más de una persona resulte desdeñable y hasta aburrido el “modelo suizo”, basado en dos principios: nadie debe trasponer los límites marcados por las normas comunes y todos, sin excepciones, tienen para con su comunidad obligaciones que van mucho más allá del pago de impuestos o votar en las elecciones. En efecto, es un régimen que exige mucho a las personas en lo que refiere a la vida cívica, pero a cambio ofrece las mejores condiciones posibles para el desarrollo físico e intelectual de los suizos, que tradicionalmente se dicen muy satisfechos por la manera en que viven y expresan gran cariño y confianza en su país.
Cuando todo funciona eficazmente y con puntualidad, cuando la probabilidad de que le roben a uno o le defrauden se hace remota y, aún si eso ocurriera, uno tiene la certeza de que los responsables de esas faltas serán perseguidos y muy posiblemente sufrirán consecuencias, cuando los servicios públicos rivalizan en calidad con los servicios privados, cuando el interés general realmente se antepone a los propósitos individuales –empezando por un trato amable para el medio ambiente—, cuando la función pública y el poder político no derivan en provecho personal, cuando la maximización de las ganancias no ocurre a costa del empobrecimiento de muchos, cuando la gente evita extralimitarse en el uso de sus derechos y prerrogativas si ello afecta a terceros, es imposible que un país marche mal.
Quizá alguien piense que se trata de la gran utopía, imposible de concretarse en los hechos. Pero de vez en vez hay esperanzas que animan y renuevan el optimismo, que no la ingenuidad. Y a uno se le renueva la ilusión de que ello sea posible en todas partes, empezando por México. Y esa esperanza surge de donde menos las espera uno, por ejemplo de una multinacional que distribuye masivamente productos de consumo.
Resulta que por prescripción de la nutrióloga y con autorización del médico, durante meses he consumido un complemento alimenticio sabor chocolate cuyos beneficios están fuera de duda; además de sabrosa, la bebida realmente cumple lo que ofrecen sus promocionales. Pero la última lata me causó malestares que, “aferrado” como dicen los jóvenes, preferí atribuir a otras causas antes que abandonar la panacea que me ha permitido reducir parte de mi sobrepeso.
Al cuarto día me vi obligado a aceptar que la creciente irritación intestinal tenía por lo menos algún vínculo con la bebida de marras y, decidí llamar a la línea telefónica gratuita de asesoría que aparece en la etiqueta. La decisión de llamar no fue fácil ni sencilla porque inmediatamente recordé las ocasiones anteriores en que hice llamadas similares sin ningún éxito (por ejemplo, cuando todos en casa contrajimos diarrea gracias a unas barras de arroz inflado con nombre extranjero, o cuando inexplicablemente un laboratorio descontinuó y sacó del mercado un producto altamente demandado y útil o la ocasión que tardé 45 minutos para descubrir el secreto para la activación telefónica de una tarjeta de crédito).
Una vez que me decidí y marqué, me respondió inmediatamente desde una central telefónica en el Valle de México, una señorita amable que resultó ser más que una operadora entrenada en dejar contentos a los que llaman; me hizo una serie de preguntas precisas y tomó algunos datos, incluyendo el lote de fabricación del complemento al que yo atribuía mis molestias; respondió puntual, clara e informada cada uno de mis cuestionamientos y cuando no pudo resolver alguna de mis muchas dudas, tomó algunos segundos para consultar a alguno de sus superiores. Quizá la única dificultad durante la conversación fue deletrearle mi nombre.
La señorita me dio una explicación clara y fundada respecto de por qué era poco probable que su producto causara mis molestias y me describió el proceso de control de calidad a que es sometido durante y después de su fabricación; me sugirió algunas medidas profilácticas (que funcionaron) y me pidió que tuviera listo el bote para que al día siguiente un mensajero lo recogiera, con el propósito de someterlo a análisis rigurosos.
Contra mis pronósticos, la mañana siguiente la camioneta de una empresa de envíos estaba en la casa, recogiendo la muestra y entregándome sin costo un repuesto, por cierto un poco más que el que se llevaron. Desde entonces, me han llamado dos veces para preguntarme cómo me siento y para mantenerme informado de lo que ocurre con la muestra.
No podría quejarme, aunque quisiera, ni de la empresa ni del producto. Me hicieron sentir atendido, pero sobre todo, respetado. Por una ocasión recibí de un gigante transnacional trato de persona, algo que para los suizos es común. Ellos no concebirían su vida de otro modo y tampoco permitirían que se les tratara como silenciosas máquinas de comprar.
La experiencia me entusiasma y me frustra, me frustra porque no encuentro la forma para que el resto de las cosas funcione igual en México. Si lo lográramos sería como en Suiza… o casi.
antonionemi@gmail.com