Cosas Pequeñas


CANAS

Juan Antonio Nemi Dib


Me llegó un nuevo cumpleaños. Tradicionalmente mi celebración se reduce a un menú de sopa de fideo –hecha con caldo de res—, bisteces empanizados y papas fritas, tres grandes engordadores que normalmente están prohibidos en casa pero que mi esposa me concede en esa única fecha del año porque sabe lo que me gustan. Un amigo entrañable con quien comparto varias coincidencias en el calendario nos hizo el favor de acompañarnos y pudimos festejar juntos durante la comida, en familia.

Admiro mucho a las personas que se organizan pachangas con cualquier pretexto, especialmente los cumpleaños. A mí no se me dan. Las fiestas me encantan y las disfruto cuando no tengo que organizarlas ni soy el motivo de ellas; me incomoda especialmente el no poder invitar a todas las personas que debiera y sostengo la tesis de que la mejor forma de no ser desatento con nadie es no invitar a nadie. Por primera vez, cuando iba a cumplir los 40, decidí organizarme un jolgorio en toda la regla pero las circunstancias sencillamente no lo permitieron, hubo asuntos realmente difíciles, que acabaron con las ganas y la posibilidad de celebrar. Desde entonces no he vuelto a intentarlo.

Algunas veces, tres o cuatro, me ha tocado pasar cumpleaños estando fuera de casa, no sólo de paseo, también por trabajo. En esos momentos, casi en soledad, los aniversarios de vida adquieren connotaciones diferentes, menos festivas; la melancolía hace lo suyo y uno tiende a la reflexión, a revisar, a hacer balances y, sin quedan ganas, a plantearse propósitos para el próximo ciclo de vida. A propósito de esto, leí en algún sitio que lejos de celebrarse los cumpleaños debieran ignorarse, porque se trata del recordatorio fatal de que envejecemos y nos acercamos más, sin que nadie pueda evitarlo, al último de los cumpleaños y al último de los días de vida; en lugar de decir “felicidades por un año más” sugieren que uno tendría que expresarle al festejado (a): “mi pesar por un año menos de vida”.

Seguramente que esta línea de pensamiento incluye a las personas que, entre bromas y veras, suelen decir que a partir de cierto momento de sus vidas ya no cumplen sino “descumplen” años; y en el extremo están quienes necesitan quitarse unos años de encima, sencillamente porque la carga que les significa envejecer es mayor que la capacidad de soportar la senectud progresiva. Hay casos patéticos, de personas que acaban siendo apenas dos o tres años mayores que sus hijos, porque se van a los extremos en el descuento de anualidades, como banco hipotecario buscando clientes incautos.

Y, por cierto, se equivocan quienes suponen que este “quitarse años” es privativo de las mujeres; el mercado de tintes de pelo y otros afeites rejuvenecedores tiene importantes clientes en el segmento masculino. La vanidad no distingue sexo. Y conste que los expertos aseguran que una dosis de autoestima es necesaria y que verse bien, sentirse bien y comprobar que los demás lo ven bien a uno es indispensable para una vida armónica y productiva, de modo que yo no critico –líbreme Dios— a quienes usan recursos químicos, quirúrgicos, metabólicos o simplemente “fashion” para verse y sentirse menos viejos.

Yo no sé si los métodos rejuvenecedores me reportarían a mi algún provecho. Soy el menor de cinco hermanos; el primogénito es 16 años mayor que yo y, sin embargo, en no pocas ocasiones nos han preguntado en cuántos años lo supero. Nunca me he atrevido a cuestionar a quienes lo creen si piensan que él está muy bien conservado y juvenil o si yo estoy muy fregado, o ambas cosas. Y no lo pregunto siguiendo la conseja de que el que no quiera ver visiones, mejor que no salga de noche, además de que sé muy bien la respuesta que recibiré.

Aunque sea en plan de venganza, suelo explicar que yo he trabajado mucho desde muy joven y hace tiempo adopté el símil del motor al que se hace funcionar sin aceite, sin lubricante, y por ello tiene un mayor nivel de desgaste. Alguna vez pensé en usar la fórmula explicativa de que he pasado hambres en mi vida como causa de mi prematuro envejecimiento, pero rápido deseché ese discurso porque me di cuenta de que caería por su propio peso o, mejor dicho, por mi propio peso.

Todo esto viene a cuento porque esta mañana, al lavarme los dientes comprobé que los escasos pelos que aún cubren mi cabeza están encanecidos. No es aún el caso de José Alfredo Jiménez, con el pelo completamente blanco, porque me quedan algunos residuos tenues de castaño, pero falta poco. En realidad reconozco que se trata de una férrea competencia, a ver quién gana primero: si la calvicie o las canas. Ya veremos. E insisto: para conocer el resultado de esta contienda no habrá que esperar mucho.

No tengo los medios para costearme los famosos implantes de pelo que, por cierto, no sé si funcionen y si, conservándose, acabarán encanecidos también. No creo en los bisoñés: me imagino el pegamento escurriendo por la frente acalorada y un nervioso rasca rasca que acabe cambiándolos de lugar. (Por cierto, ¿huelen a sudor craneano las pelucas?, ¿se lavan diario con champú?, ¿son de plástico o de pelo de muerto?) Y definitivamente yo no tendría la paciencia para pintarme las raíces del pelo cada semana.

Me temo es que, por ahora, lo que me queda es llevar las canas –y mis 47— con dignidad, por lo menos hasta que ésta se me acabe. Entonces ya veremos.

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CHUECOS E INHUMANOS

Juan Antonio Nemi Dib


No soy licenciado en derecho y carezco de formación jurídica; reconozco que ello me ha significado una limitación en mi vida profesional. Aunque tengo la gran fortuna de contar con el consejo y el apoyo de juristas brillantes y honorables –rara avis—, lo cierto es que tratándose de asuntos legales, soy dependiente y desinformado o, como dice la Academia: un lego, un falto de letras. Sin embargo, con todas las enormes desventajas que ello implica (no podría aspirar a una de las nuevas notarías públicas que ahora se prodigan, por ejemplo), encuentro un beneficio en mi ignorancia de la ciencia forense: opino sandeces y simplezas obteniendo a cambio tolerancia y no más que pequeños reproches, mediante el subterfugio de no ser experto en los temas judiciales que neciamente abordo.

Y si ha decidido continuar con la lectura de estas parrafadas, amable lector (a), tiene ya la advertencia de que me referiré intuitivamente y como el mismo burro que tocó la flauta a un tema que por su complejidad suele reservarse al intelecto de jurisperitos y especialistas de nutrido seso y mayor entrenamiento, en razón de lo cual es posible que no consiga sino quitarle a usted su tiempo y sacar, de nuevo, el cobre a relucir.

Ocurre que la Comisión Nacional de los Derechos Humanos tiene nuevo presidente. Luego de dos rondas de votación, Emilio Álvarez Icaza Longoria, que alcanzó 32 votos, y Luis Raúl González Pérez, apoyado por dos senadores perdieron la elección en la fase final. El Senado de la República eligió por mayoría de 78 votos del PAN y del PRI a Raúl Plascencia Villanueva para substituir en el encargo a José Luis Soberanes Fernández.

Desde el punto de vista curricular, el perfil del estrenado ombudsman es impecable: egresado de una universidad de provincia con mención honorífica, especialista y maestro en derecho, doctorado por la UNAM, más de 20 años de docencia en licenciatura y postgrado, miembro de organizaciones internacionales de prestigio, autor de libros muy especializados y, por si fuera poco, investigador de tiempo completo del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la propia Universidad Nacional.

Sin embargo, su elección generó debate y críticas no sólo de quienes compitieron contra él –38 originalmente— sino de organizaciones vinculadas al tema y de algunos medios de comunicación. El eje del cuestionamiento es esencialmente la posibilidad de que la elección de Plascencia Villanueva fuera el resultado de un cabildeo personal del presidente saliente –Soberanes Fernández— y por ende, la instauración de un cacicazgo del mismo equipo que se prolongaría en el tiempo o, al menos, una suerte de presidencia hereditaria de la CNDH.

A la Comisión Nacional se le reprochan los salarios de algunos de sus funcionarios, que se consideran excesivos, cierto nivel de opacidad en la administración de sus recursos presupuestales y, en menor medida, algunas líneas de interpretación legal que desembocan en resoluciones que no satisfacen. Plascencia Villanueva ha sido un colaborador cercanísimo de Soberanes desde hace muchos años; además de que ha trabajado para la CNDH desde 1999, como Segundo Visitador, a partir de enero de 2005 fue designado Primer Visitador General y sólo se separo del encargo para competir por la Presidencia que ha obtenido ahora de los senadores.

Analistas se preguntan si Plascencia Villanueva tendrá arrestos para cambiar las prácticas cuestionadas, para renovar al funcionariado de la Comisión, para transparentar la operación del órgano de los derechos humanos, para introducir enfoques diferentes en la interpretación de los principios jurídicos o, por el contrario, será un mero ejercicio de continuidad y “comPlascencia”. Él mismo, al rendir protesta, asumió la controversia: "Les quiero dejar bien claro que yo no significo la continuidad ni el continuismo a absolutamente nada. Represento el producto de las instituciones públicas de este país”.

Por lo que toca a los dineros públicos expresó: "En cuanto al presupuesto buscaré que haya una transparencia total, absoluta, hoy por hoy, el presupuesto que se destina por mexicano en nuestro país en la defensa de derechos humanos equivale a ocho pesos por cada mexicano. Tenemos un rezago profundo en conocimiento de los derechos humanos pero también en la defensa de estos. Buscaré hacer lo más posible con este presupuesto, pero también una transparencia total, absoluta".

Yo pienso que el debate es de mucho más fondo y tiene que ver no sólo con quién ocupe la presidencia de la CNDH sino con todo el sistema creado con la reforma constitucional de 1992 que permitió refundar a la Comisión en calidad de organismo descentralizado, con patrimonio propio y dio pie a la creación de las comisiones estatales de la materia. No puedo negar algunos avances en la protección de las garantías básicas de los mexicanos, hacerlo sería injusto y ajeno a la realidad, pero por otro lado he visto casos en los que el principio de justicia se subordina a las necesidades políticas y las resoluciones de los órganos –el nacional y los locales de la materia— de derechos humanos tienen que ver más con lo “adecuado y posible” que con lo justo y necesario.

¿Se cumplen las resoluciones en materia de derechos humanos?, ¿realmente han contribuido estas instituciones, en la Federación y en los estados, a disminuir las prácticas vejatorias y los abusos contra los mexicanos? Sé y me consta de casos recientes, vergonzosos, ofensivos, en los niveles estatales, de absoluta subordinación al gobierno en turno por parte de la entidad responsable de velar por la protección de los derechos humanos. ¿Se puede entonces confiar en estas instituciones y en sus titulares, que aceptan recibir órdenes contrarias a la justicia y la ética, al tenor de una intriga o una “necesidad política” que ni siquiera es cierta?, ¿son honorables y congruentes sus titulares?, ¿vale la pena gastar dinero público en ello y en ellos?

Mi ignorancia me lleva a hacerme otras preguntas: si el sistema de protección de derechos humanos funciona con apego a la justicia y buscando proteger a los débiles frente a los abusos, ¿por qué no convertir a las “recomendaciones” en resoluciones obligatorias y vinculantes?, ¿por qué no constituir un mecanismo que le dé al sistema un rango jurisdiccional. ¿Qué ocurre cuando las violaciones a los derechos humanos provienen de un particular y no de un acto de autoridad? En alguna ocasión, necesariamente, el defensor de los derechos humanos errará en sus resoluciones, afectando a personas inocentes, ¿qué recurso existe para enfrentar una conclusión infundada o injusta, en materia de derechos humanos?

¿Vivimos realmente en un régimen de derechos humanos o de chuecos e inhumanos?
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SUGERENCIAS 2

Juan Antonio Nemi Dib


Las leyes tienen la función primaria de garantizar el desarrollo armónico de una comunidad, de evitar excesos, abusos y privilegios que deterioran o incluso impiden la convivencia pacífica de las personas pero no sirven absolutamente de nada si no se aplican y sus prescripciones no se cumplen. En México hay, además, la añeja tradición de fabricar leyes entendidas como “proyectos de vida”, es decir, normas que entran en el ámbito de lo deseable, de aquello a lo que se aspira, pero que no necesariamente pueden llevarse a la práctica porque no se ajustan a la realidad, porque son demasiado ambiciosas y/o complejas, porque no hay recursos para aplicarlas o simplemente porque no se corresponden a las necesidades prácticas y cotidianas de la gente; todo ello convierte a muchas de nuestras normas en letra muerta, en listados de buenos deseos.

A veces, las propias leyes se convierten en un obstáculo para la buena marcha de las cosas y hay casos dramáticos en los que consiguen exactamente lo contrario de lo que buscaban. Hace poco, una juez de lo familiar me lo explicaba nítidamente: nuestra legislación permite encarcelar a quienes teniendo la obligación, no aportan los medios para el sustento de las personas que dependen de ellos; el caso más típico es el de parejas desintegradas en las que la madre y los hijos, principalmente éstos, no tienen capacidad de generar los medios para su subsistencia y están a expensas de lo que quieren y pueden aportarles sus padres; la juzgadora me explicaba que recluir a los desobligados, como lo previene la ley, es una garantía de que entonces sí, por estar privados de su libertad y además enojados, definitivamente dejan de mantener a sus familiares. Evidentemente, el sentido común invita a no aplicar ese dispositivo legal.

Una conclusión apresurada sobre esta problemática es que podemos legítimamente aspirar a ser una sociedad mejor, más justa y más funcional pero que para conseguirlo, además de buenas leyes, congruentes con la realidad y verdaderamente aplicables en los hechos, necesitamos ciudadanos dispuestos a someterse plenamente a su imperio, sin condiciones ni privilegios, así como instituciones eficientes para aplicar las normas de manera universal, sin dilaciones ni obstáculos.

Y ello nos conduce entonces a la necesidad imperiosa de buenas prácticas ciudadanas: el mejor sistema legal no servirá absolutamente de nada cuando las personas que regula desconozcan u omitan el principio de interés general y no se subordinen plenamente a él, cuando tuerzan u omitan el cumplimiento de sus obligaciones buscando un provecho propio. Castigar a los infractores se vuelve una tarea avasalladora –e inútil— si los ciudadanos no están plenamente convencidos de que respetar las leyes es la mejor conducta posible, de otro modo, cárceles y comisarías serán insuficientes y, como se dice popularmente, no habrá quien cierre las puertas por fuera.

A propósito de la reforma del Estado y como parte de los temas que podrían formar parte de una agenda de discusión pública para garantizar la viabilidad de México como nación, esta sería otra parte de la lista de tópicos que –insisto— están lejos de ser verdades universales pero podrían formar parte de un proceso de renovación y adaptación de nuestro sistema institucional.

5.- Constitución. Con toda lógica, hay que empezar por el principio. Nuestra constitución carece de identidad –ha sufrido alrededor de 500 modificaciones desde que se promulgó—, ha evolucionado y retrocedido contradiciéndose y cambiando de dirección una y otra vez y, por si fuera poco, garantizando cosas sólo en la idea: derecho a la vivienda, a la salud, al empleo remunerado, a la educación de calidad, federalismo y autonomía municipal. Insisto en que debemos preguntarnos si llegó el momento de darle su jubilación y substituirla con una moderna, adecuada a nuestra realidad y que tenga una idea clara, coherente y consistente, del modelo de país que nos conviene a todos.

6.- Cuentas y transparencia. La experiencia enseña que por mejor intencionados que sean contralores y auditores, los mecanismos de combate a la corrupción dentro de las instituciones públicas sirven de muy poco para asegurar que los recursos públicos se usen con acierto y honestidad. Los procedimientos de control son verdaderamente engorrosos, dificultan la buena marcha de la administración pública retrasan innecesariamente la ejecución de obras y servicios públicos, cuestan mucho –hay que pagarle a legiones de despachos especializados—, se prestan a la corrupción y con frecuencia terminan siendo meros mecanismos de control político y represión para someter a los auditados a la voluntad política de los jefes. Mientras siga prevaleciendo la mentalidad de que los puestos públicos son botines, siempre habrá forma de torcer la ley y “meterle la mano al cajón”. Los mecanismos de control que tenemos ahora, sencillamente no resuelven el problema del desvío de recursos y los abusos, como es evidente. Habría que explorar otros caminos, empezando por la prevención y la generación de una nueva cultura de servicio público.

A propósito de las modificaciones necesarias a nuestro régimen de derecho y las instituciones que lo operan, algunos amables lectores me remitieron ideas interesantes que enriquecen este listado:

7.- Someter a un control popular eficaz a jueces y magistrados que, en aras de la autonomía del poder judicial, funcionan como un coto inexpugnable y no pocas veces se niegan a aceptar mecanismos de revisión que garanticen su desempeño honorable y apegado a derecho, o sea, evitar la compra venta de la justicia.

8.- Impedir que funcionarios designados, abusando de su posición, ejerzan presiones e impongan criterios sobre servidores públicos de elección popular.

9.- Trascender el concepto municipalista –limitado frente a la nueva realidad— por el de regiones.

10.- Evitar que el derecho se convierta en un obstáculo para el cambio social.

11.- Replantear los sistemas de representación popular para que realmente puedan encarnar las aspiraciones y expectativas de la gente y no las de los partidos. Reducir el número de diputados y senadores y eventualmente cancelar los sistemas de representación proporcional.

12.- Modificar la estructura del derecho laboral para acabar con los cacicazgos sindicales y superar las viejas prácticas corporativas.

13.- Aunque esto amerita una columna completa aparte, adelanto la propuesta de un estimado lector: Actualizar el sistema fiscal mediante la modificación del IVA para aplicar una tasa generalizada del 10% y una disminución sustantiva del impuesto sobre la renta.
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Cosas Pequeñas


SUGERENCIAS

Por Juan Antonio Nemi Dib


El desfase entre nuestras instituciones y la realidad cotidiana es de tal magnitud que muchas de nuestras leyes no cumplen la condición básica del derecho positivo –estar vigentes y ser aplicables— y no pasan de ser un conjunto de buenos deseos y a veces ni eso. La consecuencia es francamente lamentable: lejos de regular eficazmente nuestra vida –en lo público y lo privado, en la administración pública y lo mercantil, en la contención de la criminalidad, en la equidad y la protección para los débiles y marginados— el actual sistema normativo de México es considerado por algunos como un freno para el desarrollo nacional y, por otros, como ineficaz para impartir justicia.

Aún con el propósito de cambiar las cosas promoviendo una actualización del sistema político y una adecuación de los procedimientos de ejercicio del poder público, es sumamente difícil concretar una agenda para la llevada y traída reforma del Estado debido a los profundos desacuerdos entre las diferentes fuerzas que intervienen y, lamentablemente, porque el interés general –en México— no pasa de ser un concepto que carece de valor cuando se trata de defender a como dé lugar las parcelas y los intereses particulares, que casi siempre salen ganando y sólo producen parches, insuficiencias, “reformas posibles respecto de las deseables”, verdaderos engendros incompletos y poco o nada útiles.

Aunque sea ingenuo aquí hay una lista de las cosas que por lo menos podrían formar parte de una agenda de análisis, lo que no significa que sean verdades absolutas, soluciones mágicas o mandamientos proféticos.

1.- Reelección. El rechazo a la reelección es parte de nuestra cultura política y constituye un verdadero atavismo, una herencia ideológica. Desde luego no es gratuito: algunos casos de prolongación en el ejercicio del poder público, legales o ilegales, explicables o no, se convirtieron en factores de discordia, abuso y absolutismo. Aunque supuestamente representaran el mejor destino de la Nación, Santa Ana, Juárez, Díaz, Calles, Obregón, cada uno en su momento, se eternizaron en los puestos o fuera de ellos pero ejerciendo poderes meta constitucionales, excluyendo a otros igual o más capaces y provocando discrepancias y altos costos para el País. Distintos hechos históricos explican el rechazo terminante a cualquier intento de prolongar los mandatos más allá de su límite temporal legal.

Comprensible en el caso de la presidencia de la República y quizá las gubernaturas de los estados, este principio se hace extensivo al poder legislativo y a las presidencias municipales, aunque con el matiz de la inmediatez: transcurrido un periodo después del fin de su ejercicio efectivo, senadores, diputados y alcaldes pueden presentarse de nuevo a las elecciones. Esto tiene muchas consecuencias desafortunadas. Por ejemplo, en el caso de los legisladores, están obligados a mantener una actitud disciplinada y sumisa para con sus dirigencias partidistas y sus respectivos gobernadores si es que quieren continuar una carrera exitosa, como quedó demostrado con la aprobación al incremento del IVA que, si hubieran podido, muchos habrían rechazado, pero que les fue impuesta por sus jefes políticos; esto cambiaría dramáticamente si pudieran reelegirse de manera inmediata y se vieran obligados a atender las motivaciones y preferencias de sus electores y no los intereses partidistas o las necesidades de quienes actualmente “los conducen”. Es comprensible que ninguna de las burocracias partidistas –los gobernadores tampoco— apueste por la reelección legislativa.

El caso de los ayuntamientos es aún más conmovedor. La cortedad de su ejercicio impide que emprendan proyectos de largo plazo con visión de futuro; sin seguir planes que permitan continuidad a los esfuerzos, casi todos apuestan a la rentabilidad política inmediata, con obras y servicios muy visibles, a capricho de los ediles, pero de poca o ninguna trascendencia, a cambio de que se diga que trabajan mucho, aunque dejen de lado asuntos críticos que, por no atenderse, serán fuente de mayores problemas futuros; que barra el que sigue, suelen decir. Hay muchos que, también, apuestan a la alta rentabilidad personal, convirtiendo su función en rápido pillaje.

2.- Revocación. Los electores pueden equivocarse o ser engañados. El ejercicio del poder transmuta a las personas o, a veces, simplemente muestra su verdadera personalidad, sus apetitos. En todos los ámbitos del a vida pero especialmente en el gobierno y la administración pública, hay casos en los que la magnitud de los problemas supera las capacidades de las personas responsables de enfrentarlos. A veces, las circunstancias políticas, las redes de complicidad o simplemente la complejidad de los sistemas de control (los famosos pesos y contrapesos) impiden que se ponga alto a los abusos, a los excesos y hasta los delitos de funcionarios electos.

Con reglas claras que impidan abusos y que no conviertan al recurso en una fuente de ingobernabilidad, debiera legislarse para permitir a los ciudadanos revocar mediante la decisión mayoritaria el mandato de los servidores públicos electos o designados –secretarios, procuradores, magistrados, jueces, embajadores, contralores y auditores— que no estén a la altura de sus deberes o que atenten contra el interés público, desde el presidente de la República hasta el regidor del más pequeño ayuntamiento.

3.- Justicia. Se ha escrito mucho y se ha dicho más sobre un hecho indiscutible de la realidad mexicana: nuestro sistema de administración de justicia es ineficaz, lento, selectivo, politizado, a veces parcial y mil veces corruptible. Está demostrado que los niveles de impunidad respecto de los delitos cometidos superan el 90%, es decir, que nueve o más de cada diez delitos no se castigan y que los ocupantes de las cárceles –culpables o inocentes— casi siempre son personas sin los medios para pagar por su libertad. Nuestros abogados más exitosos no son los más honorables ni formados en lo jurídico, sino en las habilidades para torcer el espíritu de la ley. “Una consignación deficiente y por ende fallida no se le niega a nadie” parece el nuevo axioma de la procuración de justicia en México. Cuando los policías llegan a hacer su trabajo y aprehenden a los delincuentes, sólo incrementan las posibilidades de ingreso ilícito de fiscales y juzgadores. Prohibidas por la Constitución, las costas judiciales son un hecho indiscutible, con el disfraz de gratificaciones “p’al chesco” y en los juzgados hace mucho calor, siempre hay sed.

¿Tiene viabilidad un país sin justicia? Salvo la indiscutible mejora del Poder Judicial de la Federación, que sigue siendo limitada y no es por sí misma garante de verdadera justicia, hasta ahora, los intentos de cambiar esta dolorosa realidad, incluso los más vanguardistas como los juicios orales, no pasan de ser buenas intenciones, a veces decorativas, a veces ocurrencias.

4.- Federalismo. El respeto a las regiones, la autonomía y la libertad de estados y municipios sigue siendo el gran discurso de México, pero sólo eso: discurso. Sencillamente no existe en los hechos cuando la federación recauda y gasta más del 70% de los recursos públicos y los ayuntamientos limosnean de los gobernadores que les controlan y, en ocasiones, avasallan. Se suponía que con la llegada al poder del Partido Acción Nacional este penoso legado cambiaría pero, por el contrario, la práctica se ha exacerbado. Si por tradición, historia, geografía y cultura alguien cree que debemos ser una república centralista y controladora, asumámoslo ya, pero al menos hagamos congruente el discurso con los hechos. O asumamos, por el contrario, una verdadera federalización.

La botica.- Bueno, ya consiguieron un poco de recursos –con altísimo costo— para enfrentar el déficit fiscal y evitar la quiebra del gobierno. ¿Qué vamos a hacer ahora para recuperar los empleos destruidos, los capitales pulverizados con el cierre de miles de micro empresas y la ruta del crecimiento? No se ven soluciones, ni siquiera propuestas, de nadie.
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