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REFORMAS NECESARIAS

Por Juan Antonio Nemi Dib


El triunfo de Vicente Fox en las elecciones del año 2000 es el referente de una transición política que puso fin a la hegemonía del PRI y abrió las opciones para el ejercicio del poder público al más alto nivel del Gobierno: la presidencia de la República. No fue un proceso instantáneo dado que evolucionó durante varios años y se fue consolidando progresivamente; tampoco fue lineal: nadie diseñó un calendario para ejecutarlo y tampoco hubo –al menos públicamente— un pacto o acuerdo para que se llevara a cabo. Distintas fuerzas e intereses en pugna se fueron acomodando y al final, el voto ciudadano fue determinante para que por primera vez en casi siete décadas gobernara un partido diferente, sin violencia de por medio.

Esta nueva realidad electoral significó, necesariamente, una modificación del sistema político mexicano que hizo saltar por los aires muchos mecanismos de control y gobernabilidad –basados en reglas escritas, los menos, y en la costumbre, la mayoría de ellos—; el ejemplo más visible, que no el único, es el hecho de que los gobernadores dejaron de tener en el Presidente a un jefe político y su cuota de poder y libertad para ejercerlo dentro de sus estados creció exponencialmente, en algunos casos a niveles extremos y no siempre favorables al interés general.

Cuando el entonces Gobernador de Jalisco “destapó” a Felipe Calderón como su candidato a la presidencia, se hizo evidente que ni siquiera los gobernadores panistas aceptaban subordinarse al Presidente panista en turno, algo impensable unos cuantos años antes, en que la menor indisciplina –y a veces ni eso, una mera intriga— bastaba para convertir al desobediente en un paria, en un desterrado o en un reo.

Otro gran problema del Estado tiene que ver con la crisis de legitimidad de nuestros sistemas de representación y las dificultades de los partidos políticos dentro del Congreso de la Unión para conciliar las necesidades sociales con sus propios intereses, como se ha hecho evidente con el reciente aumento de impuestos, que han provocado rechazo y hasta encono entre la gente. Al margen de las deliberadas campañas de descrédito que desde hace dos décadas atribuyen a diputados y senadores, principalmente a los primeros, la responsabilidad de todos los males posibles como una manera de quitarle los golpes a otros poderes y niveles de gobierno, es evidente la disfuncionalidad de muchos procesos legislativos e incluso, de la composición de las cámaras.

No hay nuevas reglas para enfrentar esta nueva realidad política y a causa de ello se producen desajustes, tensiones y conflictos difíciles de solucionar, que complican aún más el ya enredado escenario nacional. En otras palabras: las deficiencias e insuficiencias del Estado como ente jurídico son causa de muchos otros problemas. La principal evidencia de esto es la cada vez mayor incapacidad de las autoridades para garantizar la vida, la integridad y los bienes de la gente, función primaria, esencial e irreductible de Estado y Gobierno, sin la cual lo que sigue es la generalización de la violencia y la anarquía, es decir, el “Estado fallido”.

Es obvio que México vivió una transición política legitimada en las urnas, pero inconclusa y limitada, con vacíos que de no llenarse, acabarán con la poca eficacia que le queda a nuestro cada vez más obsoleto sistema institucional. Algunos elementos de nuestra nueva realidad política son positivos, incluyendo el hecho de que la figura del presidente supremo y su poder absoluto hayan quedado atrás, pero en cambio hay deficiencias y vicios del pasado que no sólo prevalecen, sino que se exacerbaron, además de que aparecieron nuevos factores de conflicto.

Hace varios años que se habla de la reforma del Estado, en cuya necesidad coinciden prácticamente todos los actores sociales; en algún momento se ha planteado la necesidad de otro pacto social –una nueva constitución— pero los problemas del día a día, las crisis de coyuntura y, también, el hecho de que una innovación de ese calado, si fuera real y profunda, acabaría con prebendas, privilegios y cierta dosis de anarquía que hoy permite a quien quiera hacer lo que quiera (empezando por la impunidad de delincuentes, evasores fiscales, servidores públicos deshonestos, etc.), así como la perseverancia de los actores políticos en proteger sus intereses particulares antes que el general de la Nación, alejan mucho la posibilidad de ese gran acuerdo pendiente para darnos viabilidad y un futuro cierto.

Por ejemplo: ¿imagina usted a López Obrador y Gómez Mont en la misma mesa, redactando en conjunto una iniciativa de ley o, al menos, conversando sobre sus coincidencias sobre un tema cualquiera? En política, las posiciones irreconciliables, explicables o no, actúan siempre en perjuicio de la mayoría. Y, tristemente, el México de hoy está plagado de posturas antagónicas e irresolubles; dentro y fuera de los partidos, la disputa por el poder –gubernaturas, presidencia, alcaldías— lo envenena todo. ¿Cuántas decisiones se están tomando –o dejando de tomarse— por las expectativas de los partidos de ganar las próximas elecciones en los estados o las presidenciales en 2012?

Suponiendo un milagro, que por una vez se dejaran de lado las facciones y los provechos personales, pretendiendo que TODOS estuviéramos dispuestos a someternos plenamente a un régimen de derecho justo y a cumplir puntual y responsablemente las obligaciones que implica el ejercicio de la ciudadanía en un régimen republicano y democrático, que los partidos se subordinaran de una vez y para siempre a las necesidades sociales, que se mirara con respeto y equidad a los pobres y marginados, que se pusiera fin a privilegios y “regímenes especiales” –no únicamente en el ámbito fiscal— y que los empleos de gobierno dejaran de verse como botines, ¿hacia dónde deberían dirigirse las reformas?, ¿qué es lo que debiera cambiarse para mejorar al País y reducir sus inequidades e injusticias?

Hay una lista de temas, inmediatos y de largo plazo, que tendrían cabida en una agenda nacional: las instituciones que no funcionan o lo hacen parcialmente y que han de actualizarse o de plano sustituirse; las leyes que no se ajustan a la realidad y son, por tanto, inaplicables; las nuevas entidades y normas que se requieren y que por una u otra razón no se han puesto en marcha; las “malas prácticas políticas” que prevalecen como herencia del pasado y que siguen usándose como soportes de la acción gubernamental (el corporativismo es sólo una de ellas); los mecanismos de procuración e impartición de justicia… Próximamente intentaré un acercamiento a algunas ideas de cambio deseable.

La Botica.- Grima, desazón, disgusto, frustración. Todo eso nos causa la actual situación de México. El debate legislativo –y el desempeño de sus protagonistas— sobre los ingresos fiscales para los gobiernos es sólo un reflejo. Ojalá se iluminen y actúen con más decencia y responsabilidad. antonionemi@gmail.com







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TURISTAS

Juan Antonio Nemi Dib


Hay algunas frases muy reveladoras en nuestra cultura popular: “anda de turista”, “parece turista” y “me trataron como turista”. Parece una insignificancia pero el desprecio que encierran es demoledor: el turista, a partir de estas expresiones, es alguien disperso, que anda en las nubes, a quien se puede sorprender o incluso engañar, porque desconoce nuestra realidad y es vulnerable frente a ella. México y los mexicanos tenemos fama de hospitalarios pero… ¿lo somos realmente?; ¿tenemos la capacidad para enamorar a nuestros visitantes y hacer que regresen a gastar dinero con nosotros, que hablen bien de nuestros destinos turísticos y de nuestro país e inviten a otros a venir?

Durante 2008, la industria mundial documentó 924 millones de pasajeros internacionales con fines de recreo; se trata de una cifra precisa, gracias a los registros de transporte, de autoridades migratorias, del hospedaje y otros servicios. A pesar de que durante el segundo semestre de ese año la actividad se contrajo, el balance anual representó un crecimiento acumulado de 2% respecto de 2007. Los 4 años anteriores –desde 2003— el turismo mundial venía creciendo un 7% por ejercicio, en promedio.

En 2006, el turismo internacional facturó unos 735 mil millones de dólares, y se estima que esta cifra crece en 50 mil millones de dólares o más cada año, de ese tamaño es su impacto. En 2008, los países de oriente medio lograron incrementar el número de sus visitantes en 11% –fue la región de mayor crecimiento en el planeta— mientras que en África y América creció en 4%, una promedio respetable, aunque poco significativo dado que considera por igual a todo el continente. Hoy, debido a los problemas de la economía, los especialistas esperan que la actividad se estanque e incluso que pudiera disminuir un poco, quizá 2 puntos.

A partir de estas cifras se puede entender la enorme dimensión del turismo nacional –viajeros dentro de un mismo país— y regional (ir del DF a Cuernavaca, de Veracruz a Tlacotalpan o de Puebla a Atlixco, aun que no necesariamente implique hospedaje pero sí el consumo de otros servicios), que son incuantificables pero representan una enorme fuente de actividad económica y riqueza social.

Por donde se le vea, la actividad turística es un sector estratégico de la economía mexicana, desde el número de empleos directos que crea hasta lo que aporta al producto interno bruto nacional; pero también puede ser un factor de afirmación de nuestra identidad y divulgación de nuestra cultura, siempre que no se piense en el modelo que impulsa cotos extranjerizantes con precios en dólares como algunos sitios de la Riviera Maya y Los Cabos y que “lo mexicano” no se trivialice a modo de convertirse en un sombrero de charro, un souvenir barato o una noche de excesos en Tijuana.

Varios ejemplos demuestran que el turismo también es –lo señaló recientemente Érick Castillo en una lúcida reflexión— una fuente de degradación ambiental, sobreexplotación de recursos naturales, generadora de dramáticos contrastes urbanos, cinturones de miseria y hacinamiento pernicioso como ocurrió con Ciudad Renacimiento en Acapulco y la zona habitacional de Can Cun.

En cualquier caso, nadie duda que con planeación adecuada, con políticas inteligentes de promoción y, sobre todo, con una actitud de verdadera hospitalidad y respeto para los visitantes –los extranjeros, pero especialmente los mexicanos, a los que suele maltratarse aún más dentro de su propio país, a pesar de que representan un enorme mercado— el turismo puede ser una alternativa viable para nuestras maltrechas finanzas; lamentablemente, por ahora y tal como están las cosas, cada vez lo es menos, y no sólo por el tema de la presunta desaparición de la Secretaría de Turismo, que es poca cosa comparada con los problemas estructurales y añejos que carga en sus hombros la industria turística mexicana.

Hace poco tiempo, el Foro Económico Mundial dio a conocer una clasificación –ranking, le dicen pomposamente— de competitividad mundial en turismo, que considera elementos críticos para la atracción de visitantes: políticas públicas, legislación y normatividad, seguridad, salud e higiene, prioridad concedida a la actividad turística, calidad de la infraestructura turística, carretera y aérea, capital humano, competitividad de los precios internos, recursos culturales y naturales e infraestructura de comunicaciones. Suiza, Austria, Alemania, Australia, España, Inglaterra, Estados Unidos, Suecia y Canadá ocupan los primeros sitios, en ese orden. Costa Rica, Brasil, Panamá y Chile aparecen –como prestadores de servicios turísticos— por encima de México, que está en el sitio número 55 de un total de 130 países medidos.

Sin embargo, esa calidad no se corresponde exactamente con el número de visitantes extranjeros. Los países que más reciben son: Francia (casi 80 millones de visitantes), España (55 millones), Estados Unidos, China, Italia, Inglaterra, Alemania, México (23 millones), Austria y Rusia. Curiosamente, los ingresos no son proporcionales al número de visitantes: EUA factura más que todos y Turquía, que no aparece en la lista de los diez más visitados, factura más que México. Nuestro país se ubicó por tercer año consecutivo en el sitio 14 por captación de divisas y desde hace 13 años no está dentro de los 10 países con mayores ganancias. Es una paradoja pero parece que no sirve de mucho ser un destino “barato”. Por si fuera poco, México fue el único país de los que integran el récord mundial de llegada de turistas que reportó una disminución el año pasado.

En el reporte anual de satisfacción de usuarios de servicios turísticos 2007, la tambaleante Secretaría de Turismo encuesta los niveles de complacencia de los visitantes nacionales e internacionales en 28 destinos relevantes; extrañamente excluyen del estudio a Ciudad de México; el mejor destino –por su calidad— sería Isla Mujeres y el peor San Luis Potosí. El Puerto de Veracruz aparece en el sitio número 20 y Coatzacoalcos en el 24. La calificación nacional sería de 7.7 en una escala de 10 cuando evalúan mexicanos y de 8.3 cuando los encuestados son extranjeros. Las principales molestias de los turistas tienen que ver con la calidad del transporte público, el estado de las carreteras, el costo de los peajes, la poca limpieza y la atención por parte de los prestadores de servicios.

El huracán Wilma, la influenza AH1N1 y sobre todo la imagen de guerra civil derivada de la violencia que transmitimos al exterior, han sido las causas que usan los expertos para explicar la caída en la actividad turística nacional; aún no hay cifras disponibles de su decremento en este año o si las hay se las reservan. Estamos a tiempo de revertir la tendencia, hacer correcciones y aprovechar el potencial turístico de México para compensar la pérdida de ingresos petroleros y fortalecer a un sector que emplea miles de jefes de familia. Parece que aún es tiempo.

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MUNICIPALISTAS

Juan Antonio Nemi Dib


Pocos temas son tan socorridos como la defensa férrea y patriótica del municipio libre, por cuya autonomía de gestión y fortaleza decenas de políticos y activistas estarían dispuestos a tomar las armas… en el discurso. Nadie en su sano juicio se atrevería a discutir la preponderancia del orden municipal de gobierno para el desarrollo democrático de la nación, no hay plan de gobierno que lo excluya ni disertación que lo eluda, no hay partido –liberal o conservador, de derecha o de izquierda— que omita de sus programas la consolidación de la vida municipal y la mejora de los ayuntamientos. Todos coinciden en la necesidad de lograr administraciones municipales viables, fiables y eficaces. Mucho ruido. Pocas, poquísimas nueces.

La diversidad de los municipios es tanta y tan compleja como lo es el mosaico cultural y geográfico mexicano. Los hay dramáticamente poblados –Guadalajara, Zapopan, Ecatepec, Naucalpan— y los hay con apenas cientos de personas, los hay que abarcan decenas de miles de kilómetros cuadrados de territorio –Ensenada, Mulegé— y los hay tan pequeños que apenas logran distinguirse en los mapas a escala. En México hay municipios riquísimos y pobrísimos, libres de analfabetismo y llenos de personas que no leen, estadísticamente sanos y llenos de personas que sufren enfermedades endémicas.

La legislación que regula los órganos municipales de gobierno cambia de un estado a otro, a veces dramáticamente, por ello la composición de los cabildos, la forma de elegir a sus integrantes, las atribuciones de éstos y hasta la manera de gastarse el dinero de los contribuyentes tienen matices y particularidades que contribuyen a la enorme heterogeneidad de los ayuntamientos y a la gran dificultad para lograr una tipología eficaz que los distinga, fuera de los metropolitanos y los que no lo son, de los chicos y de los grandes. Hay elementos que resultan comunes a todo cabildo y que permiten una aproximación razonablemente cercana a su problemática, demostrando que, por ahora, municipalismo es lo más cercano a “rollo”:

1.- Composición. Muchos ayuntamientos viven en tensión debido a la reserva –prevista por la mayoría de las leyes— de las facultades ejecutivas a favor de los presidentes municipales. Es frecuente que síndicos y regidores busquen mayor participación en las actividades operativas cotidianas y quieran ejecutar por su cuenta las tareas relacionadas con sus comisiones edilicias. Con frecuencia, los mandos superiores designados –secretarios, tesoreros, directores, oficiales mayores— se niegan a reconocer autoridad a los ediles salvo a su “jefe”, el presidente municipal. Si a esto se agregan los conflictos de carácter partidista y, a veces, las broncas relacionadas con la cuenta pública, el patrimonio público y los “bisnes” –cuando los hay—, se entiende que buena parte de las administraciones municipales transcurran peleando.

2.- Estructura. Como toda entidad burocrática, los ayuntamientos tienden al gigantismo. La empleomanía municipal, que generalmente percibe malos salarios, suele ser más de la necesaria y por ende, poco eficaz y onerosa. Con más frecuencia de la conveniente, los empleos municipales se convierten en recompensas por los “favores recibidos” durante las campañas y así, la administración pública se vuelve prebenda y hasta botín. Las nóminas de empleados de confianza disparan el gasto corriente y hay casos escandalosos de ediles como el presidente municipal mexiquense que se asignó un salario superior a los 400 mil pesos; por si esto fuera poco, la mayoría de los ayuntamientos enfrentan un serio problema de sobre representación: demasiados integrantes de los cabildos que complican la toma de decisiones, favorecen los escenarios de conflicto y encarecen las nóminas.

3.- Escasez. La Constitución General de la República atribuye a los ayuntamientos una importante lista de responsabilidades y atribuciones: agua potable, drenaje, alcantarillado, tratamiento y disposición de aguas residuales, alumbrado público, limpia, recolección, traslado, tratamiento y disposición final de residuos, mercados y centrales de abasto, panteones, rastros, calles, parques y jardines y su equipamiento, así como las funciones de policía preventiva municipal y, recientemente, la administración del uso de suelo, pero para el cumplimiento de estos deberes los 2’439 cabildos del país apenas tienen acceso al 7% del gasto público nacional, aproximadamente, mientras que la Federación y los gobiernos estatales concentran la mayor parte de los recursos. Para colmo, la mayor parte de los dineros municipales se gastan en nóminas, combustibles, energía eléctrica y viáticos; lo poco que queda para gasto de inversión no alcanza ni remotamente para atener la explosiva demanda municipal de infraestructuras y servicios públicos que la sociedad demanda. Por ejemplo, el anterior ayuntamiento de Xalapa estimaba que, ante la escasez, era imposible satisfacer entre 80 y 90% de las necesidades ciudadanas. Se entiende por qué buena parte de los cabildos concluyen en medio del descrédito y la frustración: por mucho que hagan y por bien que lo hagan, nunca será suficiente.


4.- Temporalidad. Salvo en Coahuila, los ayuntamientos mexicanos suelen durar tres años. Demasiados si la administración es mala y corrupta y muy pocos si las cosas se están haciendo bien. La consecuencia de esto es que no existan políticas municipales de largo plazo, que cada trienio se reinvente el modelo administrativo y las prioridades cambien y que las obras se hagan con sentido de rentabilidad política inmediata –el famoso relumbrón— y no con visión de futuro. Dada la naturaleza de la disputa por el poder, es poco probable que los nuevos ayuntamientos den continuidad a los programas de sus antecesores, lo que se agrava mucho cuando pertenecen a partidos diferentes, y como resultado de ello se pierde no sólo mucho dinero sino oportunidades irrepetibles, al tiempo que los rezagos y las necesidades crecen.


5.- Profesionalización. Por principio los partidos escogen a candidatos populares para que éstos compitan en pos de las presidencias municipales. El perfil importa poco respecto de la necesidad de ganar las elecciones. Y los buenos candidatos no siempre resultan en buenos servidores públicos. Es sabido que muchos ayuntamientos adolecen de malas prácticas administrativas y problemas relacionados con la rendición de cuentas y el uso honorable de los recursos. Se documentan por cientos los casos de prepotencia y abuso cometidos por ediles y funcionarios municipales, antaño y ahora.


6.- Dependencia. Ya por los mecanismos de control político y auditoría, ya por el control de los recursos públicos, ya por las expectativas personales de los ediles que desean “quedar bien” lo cierto es que los ayuntamientos siguen siendo dependientes y subordinados, aunque la ley diga lo contrario. La “des municipalización” de tránsito recientemente ocurrida en Veracruz, es un buen ejemplo de ello.


La Botica.- Ojalá que el Presidente Felipe Calderón y sus colaboradores hayan calculado las cosas, en el asunto de la Compañía de Luz y Fuerza del Centro. Si efectivamente logran liquidar a la empresa sin consecuencias políticas, harán un bien mayor a la Nación y a los propios trabajadores, garantizándoles sus prestaciones y –a quienes permanezcan en activo— la viabilidad de sus centros de trabajo.


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SALINAS

Juan Antonio Nemi Dib



Hay teorías que intentan explicar la ruptura entre Ernesto Zedillo y Carlos Salinas de Gortari, pero lo cierto es que ni aún las versiones personales de cada uno de ellos resultan claras y explícitas como para superar el ámbito especulativo y encontrarle significado a uno de los momentos más complejos de la política mexicana contemporánea. Se recuerda, por ejemplo, la acusación de un connotado zedillista (que había sido previamente connotado salinista) afirmando –a propósito del dramático y costoso “error de diciembre”— de que “habían dejado la economía prendida con alfileres” y la respuesta puntual de Pedro Aspe: “¿para qué se los quitaron?”.

Mientras el PRI gobernaba hegemónicamente y los presidentes de la república tenían como una de sus prerrogativas la selección del candidato a sucederles, por lo general las decisiones solían recaer en aquéllos que aparentemente tenían mayor lealtad y gratitud para quienes les antecedían y eran más dependientes de éstos; lo cierto es que salvo algunas excepciones (Ávila Camacho para Cárdenas, Alemán para Ávila Camacho, López Mateos para Ruíz Cortines y quizá Salinas para De La Madrid), las transiciones acababan siendo rasposas y más o menos agresivas y persecutorias, destruyendo relaciones que ser consideraban filiales (Cárdenas con Calles) o fraternales (López Portillo con Echeverría).

Que hubiera rupturas transexenales y que los nuevos “traicionaran” a los anteriores se consideraba como algo lógico y normal, especialmente cuando los ex presidentes se empeñaban en cogobernar o, al menos, en continuar incidiendo en la política nacional, como fueron los casos de Calles –expulsado del país por Cárdenas— y Luis Echeverría –expulsado por López Portillo hasta el Pacífico Sur—.

En este proceso de concluir su gestión presidencial y retirarse del ejercicio del poder público, Carlos Salinas de Gortari llevó una de las peores partes. Alcanzó enormes niveles de descrédito y fue objeto de las más duras críticas que se recuerden, al punto de que se convirtió en un icono negativo, autor de todos los males, presunto artífice de todas las perversiones y malo entre malos. Salinas se vio obligado a residir buen tiempo fuera de México y su situación se vio agravada por incidentes de su familia y hasta por la divulgación de grabaciones ilegales (muy probablemente obtenidas por agencias gubernamentales) relativas a disputas entre sus hermanos.

Convertido en villano favorito, Carlos Salinas resultó una magnífica explicación para todas las cosas que fallaban, responsable de todas las conspiraciones imaginables y la causa última de los problemas nacionales, así se encontrara a 9 mil kilómetros de distancia y su participación real en las supuestas intrigas fuera más que improbable, imposible. Las máscaras con su efigie –aún utilizadas en una reciente manifestación de jóvenes panistas de Veracruz— se popularizaron, igual que la convicción de que Salinas (al que le atribuyen fortunas inconmensurables) se la pasaba elucubrando estrategias para reconstituir su imagen pública y regresar a México con una percepción positiva de la gente.

La paradoja que encierra todo esto es que independientemente de sus errores y el hecho de que algunas cosas de las que le imputan pudieron ser ciertas, Carlos Salinas tuvo un desempeño eficaz como presidente de México y, medidos en función del interés nacional, los actos trascendentes de su gobierno fueron innovadores y beneficiosos en la mayoría de los casos.

Con base en el proceso electoral de 1988, Salinas fue durísimamente cuestionado –lo sigue siendo— por la izquierda mexicana, que le considera instalado en el poder mediante un fraude de Estado. Durante los 6 años del Gobierno Salinista y aún con más energía después, el PRD dedicó sus recursos y su espacio de opinión a desacreditar la gestión presidencial. Aunque pudieron tener sentido propagandístico y no necesariamente ser todas reales, se recuerdan las listas de muertos del Partido de la Revolución Democrática a los que se tenía por homicidios políticos patrocinados desde el poder. También se recuerda aquella durísima y cuestionada réplica: “ni los veo ni los oigo” que se convirtió (igual que “no se hagan bolas”) en una frase característica del salinismo. Por otro lado, la administración de Ernesto Zedillo no escatimó medios –en una extraña coincidencia con la izquierda radical— para desacreditar a Carlos Salinas y a su familia, aprovechando a una opinión pública agraviada, sensible y extremadamente ofendida por abusos, excesos e ilegalidades.

He sostenido que el Presidente Salinas cometió dos errores cruciales que a la postre le resultaron carísimos a él y a la Nación: haber consentido en ideas reeleccionistas que afectaron su percepción del proceso político y que le impidieron medir con precisión las limitaciones de tiempo y de fuerza de su liderazgo y el inevitable y forzoso término de éste y, por otro lado, haber permitido las malas prácticas de sus familiares, principalmente de su hermano Raúl. Fortuito e indeseable desde cualquier punto de vista, el homicidio de Luis Donaldo Colosio fue un tercer elemento que afectó dramáticamente a la administración salinista en su parte final. Hábilmente, la artillería publicitaria de sus adversarios llegó a construir la convicción en la opinión pública de que el candidato priísta a la presidencia de la República fue asesinado por el PRI cuando es evidente que los enormes costos políticos del magnicidio recayeron muy perniciosamente en el propio PRI, en el Gobierno y muy particularmente en Carlos Salinas.

En cualquier caso –es fácil demostrarlo— Salinas de Gortari fue un modernizador, exitoso gestor del crecimiento económico de México que en poco tiempo revirtió los efectos de la hiperinflación heredada de Miguel De la Madrid y, sobre todo, un presidente con proyecto, con una idea clara de cómo y hacia dónde conducir el destino del país. Salinas ejerció liderazgo y lo hizo con agudeza. En su tiempo la pobreza nacional realmente se redujo, más allá de las estadísticas, y su programa “Solidaridad” fue el primero en crear conciencia del gran potencial que tienen las comunidades organizadas para revertir las penurias y propiciar un verdadero acceso igualitario hacia el desarrollo. Aún minimizado y rebautizado, el programa gubernamental de combate a la pobreza es su creación. Salinas logró –y es un mérito indiscutible— un lugar para México en el concierto internacional.

De todo lo malo de Carlos Salinas y el Salinismo se ha dicho y se ha escrito en demasía, en algunos casos con fundamento. Lo que no alcanzo a entender, en serio, es cómo y para qué vino a Veracruz. ¿Será la prueba de que el tiempo de su mala imagen pública está más que superado?, ¿será cierto que se trata de una estrategia para asumir un papel arbitral dentro de la política nacional y particularmente dentro del PRI o se trata de una mera falacia de sus detractores? Lo dirá el tiempo.

antonionemi@gmail.com