Cosas Pequeñas

RINOPLASTÍAS

Juan Antonio Nemi Dib



Se ha documentado como un hecho cierto el que en el antiguo Egipto se colectaba el sudor de hombres sanos y vigorosos para usarlo como base de perfumes; quizá los fabricantes de compuestos aromáticos del viejo Nilo no tenían idea de lo que son las “feromonas” ni los efectos de éstas en el organismo humano pero con toda seguridad aprendieron de la experiencia en dónde están algunos detonadores de la atracción física (los famosos afrodisíacos) y usaron este conocimiento con eficacia.

Es interminable la lista de ensayos, tratados filosóficos e investigaciones científicas sobre la fisiología del amor, los distintos conceptos de belleza asociados a éste y, al final, la función reproductiva de nuestra especie que, aunque no nos agrade, es la única y verdadera razón –al menos desde el punto de vista estrictamente biológico— por la que estamos vivos: reproducirnos y preservar la estirpe, más allá de emociones y/o racionalismos.

Y se puede encontrar en ellos cualquier cantidad de explicaciones, más o menos plausibles: Afrodita, Eros, Cupido o bien las más recientes y aceptadas, que hablan del deseo de correspondencia afectiva y la capacidad de adaptación al ambiente por parte de hombres y mujeres como mecanismos de integración social y, por ende, de protección mutua y supervivencia.

Pocos conceptos universales –es decir, presentes en todo lugar y en todo tiempo— tienen más acepciones (muchas de ellas divergentes) y connotaciones como el de “amor”. La Real Academia Española de la Lengua reconoce varias: sentimiento intenso del ser humano que, partiendo de su propia insuficiencia, necesita y busca el encuentro y unión con otro ser; sentimiento hacia otra persona que naturalmente nos atrae y que, procurando reciprocidad en el deseo de unión, nos completa, alegra y da energía para convivir, comunicarnos y crear; sentimiento de afecto; inclinación y entrega a alguien o algo; tendencia a la unión sexual; blandura, suavidad; apetito sexual de los animales; relaciones amorosas, etc.

Sin embargo y, a pesar de las múltiples posibilidades de interpretación, casi todos los expertos coinciden en que el amor, cuando se trata de relaciones de pareja, tiene como uno de sus principales componentes la apariencia física que, en principio, parece el principal factor de atracción entre individuos de la especie (no necesariamente de sexos diferentes, como es más que evidente en el mundo contemporáneo).

Algunos científicos como Devendra Singh, de la Universidad de Texas, han establecido escalas para medir el “coeficiente de atracción física”, llegando a la conclusión de que ciertos rasgos visibles están asociados a la convicción, probablemente subconsciente, de que una persona es más o menos fértil, tiene mejor o peor condición física y es más o menos fisiológicamente empática respecto del enamorado (a). Cierta proporción de cadera en mujeres, según el estudio de Singh, habla de buena salud, mientras que otra forma de cintura podría asociarse a enfermedad o debilidad.

En cambio, Charles Feng, académico de la Universidad de Stanford, analizó “a un grupo de bebés y observó que miran más detenidamente a las personas simétricas y, al trasladar su observación a los hombres adultos descubrió que ‘generalmente, los occidentales se inclinan por las mujeres con mandíbulas no demasiado pronunciadas, narices pequeñas, ojos grandes y pómulos salientes, todos rasgos asemejables a los de los bebés’. De hecho, según Feng, las revistas ‘Playboy’ y ‘Hustler’ eligen a las mujeres que ilustran sus páginas a partir de estos criterios, muy vinculados a la más pura 'intuición masculina'. Para consagrar a una nueva conejita de Playboy, ‘seleccionamos a una mujer proporcionada y perseguimos la simetría’, señaló Bill Farley”.

Aparentemente habría una predisposición genética, una suerte de patrones estéticos que vienen con la herencia y que podrían explicar algunas preferencias y factores de atracción; sin embargo, tampoco hay que excluir el hecho significativo de que los prototipos de belleza suelen cambiar de una época a la otra y, en la nuestra, vertiginosamente; también hay diferentes preferencias en función de la región y, por supuesto, la cultura de cada comunidad; de esto, el mejor ejemplo son los piececitos deformados con zapatos de madera que, siendo el prototipo de la belleza sublimada en Oriente, a nosotros nos parecen no más que una práctica mutilante y atroz.

Lo que está suficientemente claro es que la sociedad moderna sustentada en la economía de consumo, en la competitividad y la apariencia, ha convertido al aspecto físico no sólo en un factor de la relación de pareja sino en una verdadera llave del éxito, al punto de que –literalmente— el cultivo del cuerpo (frecuentemente disfrazado de “vida sana”) se volvió verdadera religión para miles de hombres y mujeres. La moda, las firmas de diseñador y los costosos accesorios ya no impresionan a nadie por sí mismos (ratificando aquello de la mona vestida de seda) si no están sobre cuerpos esculturales, rostros tersos, lozanos y juveniles, sin arrugas ni manchas, sin “bolsas” en los ojos ni “patas de gallo”.

Convertidos en asunto de primera necesidad y justificados con los argumentos más sofisticados (el derecho a la autoestima o la necesidad de ser aceptados en los círculos familiares, sociales y profesionales, por ejemplo), los tratamientos estéticos para mejorar o de plano, cambiar la apariencia, constituyen hoy uno de los mercados en mayor crecimiento de toda la economía global que, algunos vaticinan, seguirá creciendo exponencialmente.

Cada vez menos traumáticos, cada vez más tecnológicos, estos nuevos recursos de la medicina estética y la cosmética se implantan rápido y se consumen con avidez, gracias a los déficits emocionales de miles de personas (¿clientes?, ¿pacientes?, ¿incautos?) que ven la solución de todos sus problemas en las mamoplastías (que achican o agrandan lo suyo a placer, con el invaluable apoyo del silicón), en las peligrosas liposucciones (ahora “lipoesculturas”), en el “lifting”, en los “hilos rusos” –y brasileños—, en la fotodepilación, en la dermoabrasión química o con luz láser, en los implantes de todo tipo, incluidas las adictivas y perecederas toxinas botulínicas, las mastopexias (le dejo de tarea el terminajo) y las técnicas –y bizarros instrumentos— para el alargamiento del pene.

Viejos queriendo ser jóvenes, así de simple. Pero si todos los que se han sometido a estos procedimientos –y los que seguirán haciéndolo— alcanzan la autoconfianza y la seguridad en sí mismos que están buscando, el mundo será mucho mejor. Bienvenidos entonces cirujanos plásticos, cosmiatras, urólogos, dermatólogos y maquillistas. Quizá algún día no muy lejano me decida yo a achicarme la nariz. Tal vez entonces encuentre más paz interior... aunque quizá sólo sea lo de de siempre: vanidad de vanidades.
antonionemi@gmail.com

Cosas Pequeñas

MISILES

Juan Antonio Nemi Dib


Tengo en mi poder la grabación original. En ella, se consigna lo que la diputada federal declaró a los periodistas, esta es la parte medular: “La votación no se llevó a cabo el jueves sobre las armas nucleares que se le están dando al Ejército, se suspendió…el manejo de las armas nucleares, un decreto que se está viendo, y el jueves no pasó, se rompió el quórum, lo rompió el PRD. Por eso mismo se suspendió, es posible que no pase. Es un manejo para la seguridad nacional, porque como está la situación ya, cada día… pero a lo mejor no pasa, y la otra es la violencia”.

Cuando la corresponsal del noticiero radiofónico nos dio el anticipo de la nota pensé que se trataba de una malísima broma y recordé que México fue el activo promotor del Tratado de Tlatelolco, en el que se proscribe el uso de armas nucleares por los países de América Latina y, además, su artífice, don Alfonso García Robles, obtuvo el Premio Nóbel de la Paz, gracias a esta iniciativa que prestigió mucho a nuestro país en el concierto internacional.

Pero no, no era una broma.

Se trataba, en efecto, de las afirmaciones de una diputada federal que había confundido las armas nucleares con los precursores químicos y que interpretó como “las armas nucleares que se le están dando al Ejército” una nueva legislación que ella misma habría votado un par de días después: la Ley Federal para el Control de Sustancias Químicas Susceptibles de Desvío para la Fabricación de Armas Químicas. Obviamente, no tenía la menor idea de lo que estaba diciendo.

Ciertamente el tema podría parecer complejo para un lego; se trata de controlar las substancias que, aparentemente inocuas y disponibles en casi en cualquier ferretería o depósito de materias activas, podrían usarse para fabricar armas químicas de gran potencial destructivo. La nomenclatura usada por los legisladores no es menos densa y enmarañada, incluyendo el chocante nombre que escogieron para quienes serán responsables de aplicar esta nueva ley: la flamante “Secretaría de la Autoridad Nacional”.

Y además de los apelativos, hay otros asuntos sumamente polémicos en el ordenamiento, como el hecho de que el control de esos insumos, necesarios para muchas cosas e indispensables para buena parte de la industria nacional, se asigna a la dependencia responsable de la seguridad nacional, el CISEN. De primera intención suena ilógico que una oficina dedicada al espionaje oficializado y que por la naturaleza de sus funciones debe trabajar con discreción, tenga que abrir una ventanilla al público para conceder o negar permisos de importación y uso de materiales químicos. Pero sus razones habrán tenido para disponerlo así los diputados, independientemente de que los representantes del PRD tuvieron las suyas, también, para votar contra algunos aspectos de la referida ley.

Es cierto que un diputado (a) no tiene que ser experto (a) en todos los temas; es verdad, también, que muchos de los tópicos que han de votarse en el legislativo son sumamente especializados y que, inevitablemente, los legisladores han de poner más énfasis en unos asuntos que en otros, pero confundir las armas nucleares con el control de sustancias químicas y afirmar, además, que se “se le están dando al ejército… por como está la situación”, habla –por lo menos— de una desinformación y, por ende, de una irresponsabilidad supinas.

Sorprende que este desliz no tuviera mayor repercusión, aunque se explica un poco por el hecho de que la declarante recién se estrenó en la función legislativa, substituyendo al titular de la curul que, acorde con la moda, pidió licencia para irse a chambear al Poder Ejecutivo; quizá, su noviciado le concede a la señora un cierto periodo de gracia para cometer errores de esos que se evitan fácilmente cuando uno no habla de lo que no sabe, práctica para la que se necesita mucha humildad.

Sin embargo, en el fondo del asunto, lo que realmente subyace es un gran desprecio por el trabajo parlamentario en general y, en particular, por los senadores y diputados mexicanos: casi todo lo que hagan o digan, independientemente del partido al que pertenezcan, será visto con recelo, con incredulidad y desconfianza y no pocas veces ignorado de plano; a los legisladores se les tiene por dormilones, inmorales, improductivos, escandalosos, rijosos, comprometidos con sus intereses personales y de partido y no con las necesidades de la nación; para el “imaginario colectivo” –chulo concepto— los legisladores son una carga más que un provecho para el país y hay quienes se preguntan si realmente son necesarios.

No hay duda de que parece un concepto ganado a pulso –la impertinente declaración de la diputada es un ejemplo claro que se suma a tomas de tribuna, a los escándalos, a los gastos excesivos y a la falta de acuerdos— pero también es cierto que en los últimos cuatro sexenios se ha desplegado desde la Presidencia de la República una clara estrategia, usada igualmente por presidentes priístas y panistas, para culpar al Congreso de la Unión, principalmente a los diputados, de todos los males que existen.

El mismo Felipe Calderón, que hizo la mayor parte de su carrera política como parlamentario y conoció muy de cerca esas agresiones, ahora mismo usa el rollo para responsabilizar a diputados y senadores y a sus partidos, por ejemplo, de que sólo se construya una refinería petrolera en lugar de cuatro, cuando hace apenas unas semanas les felicitaba, por la aprobación a las reformas de PEMEX. Los medios de comunicación favorecen con mucho esta tendencia: es más fácil, cómodo y barato cuestionar a 628 legisladores que a un presidente de la República.

Y nunca será ése un juicio justo: en todos los partidos hay legisladores honorables, que suelen votar por conciencia y no por consigna de las organizaciones a las que pertenecen, que se involucran a fondo en el estudio de las minutas legislativas y que sustentan sus opiniones –y sus votos— en argumentos técnicos antes que en ideologías; los hay, también, que trabajan intensamente, preparando iniciativas y puntos de acuerdo y analizando a fondo las de sus colegas, que anteponen el sentido de responsabilidad a la popularidad, lo que muchas veces les acarrea costos políticos; hay, en fin, legisladores mexicanos que asumen la representación de los intereses de personas y grupos vulnerables y que lograr convertir en servicio a la función legislativa.

Lamentablemente no son mayoría, es cierto.

Afortunadamente, tampoco son mayoría quienes confunden los misiles nucleares con los toritos del cohetero; en una de esas, nos lanzaban a la tercera guerra mundial.
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